No hacia falta arrojarme una rata a la cara desnuda
Clarice Lispector
Una picazón insoportable le roe las ingles y su continuo vagar por la ciudad recrudece su tormento. Todo fue paulatino. Al principio no lo notaba; con el paso de la vida y el oficio comenzó a sentir la irritación ocasionada por llevar los calzoncillos ajustados. No le dio importancia; tiempo después sintió rozaduras y un escozor que no daba tregua, lo que le obligó a usar onerosos ungüentos y pomadas especializadas que aliviaban su malestar. Ahora no le alcanza ni para traer los huevos batidos con pomada La campana. Anda jodido y con los zapatos remendados. Con su uniforme de trabajo gastado, ridículamente calzado en un cuerpo que rebasa los sesenta. Su silueta no posee más la hercúlea forma, tiempo tiene que ha echado panza y perdido el porte elegante que le caracterizaba. Es un hombre encorvado por la miseria, desgarbado y sucio. Una caricatura empobrecida, un personaje venido a menos.
La barba entrecana le desdibuja su otrora gesto altanero y arrogante que lo hacía tan popular entre las damas. Sus finos modales fueron empeñados junto con el reloj que de su padre conservara en la licorería y pescadería “El pingüino”, perteneciente a un viejo conocido suyo que invirtió lo que pudo en una tiendita modesta pero propia. Ahora se arrepiente de no haber sido precavido. Su conocido aceptó fiarle con reticencias, por los viejos tiempos, casi por compromiso. Después de todo nunca se llevaron muy bien.
Cierto es que el hombre aun con su miseria no pierde cierto misticismo atractivo, se nota que es alguien estirado, un catrín. Restos de su condición burguesa se cuelan de vez en cuando por su mirada intrigante, oscura y hambrienta, de temple vacío.
Sigue siendo hábil en eso de pensar rápido, siempre le gustaron los números y la labor de investigador. Ahora se la pasa resolviendo crucigramas, consiguiendo dinero de maneras ingeniosas y recorriendo las calles en busca de recuerdos que se le fugan en la espesura oleaginosa de la noche, instantes difuminados en el laberinto del pensamiento.
El bulto oscuro camina dificultosamente apoyado en una pared movediza, el hombre es iluminado por las escandalosas e intermitentes luces neónicas de la franquicia trasnacional que es dueña del noventa por ciento de la ciudad; luciérnagas policromas y cautivas en tubos de vidrio horadan como chispas la frágil piel de las tinieblas.
Su anforita plateada es su única pertenencia.
-Mal agradecidos, hijos de puta, yo les di todo y ahora ni siquiera me respetan, tantos años de trabajo, de disposición, me prendían la lucecita y ahí estaba yo presente, impartiendo justicia. Antes bebía vinos añejos, fumaba Partagás. Ahora nada, puras noches que se borran. Desechas.
Siguiendo de largo, a más o menos una quincena de metros, se encuentran bajo la luz de una farola un par de afeminados cuerpos cargadamente maquillados y vulgares. Coquetean con transeúntes y automovilistas despistados. Uno, el más joven, es un pelirrojo cuarentón entrado en carnes. Viste pantimedias verdes que dibujan tentadoramente sus redondeadas piernas y calza unos espléndidos Ferragamo. Saluda efusivamente al hombre que avanza apoyado en la pared.
-¡Santas visiones!, no puedo creerlo, sabía que andabas mal y deprimido pero nunca pensé verte por estos barrios, echo una piltrafa y borracho con un licor del nabo. ¡Uf, que pena!, estás out chaparrongo.
-Silencio muchacho, no digas cosas a la ligera. Practica lo que te enseñé.
-¡Vaya pues!, ya veo que pasa si hago lo que me enseñaste. Traes la ropa hecha harapos.
-No hables de más, bien debieras saber que hay batallas que no se pueden ganar, y mucho menos a cerdos capitalistas amamantados por el estado.
-Ya, calma, no hablaba en serio, sólo que se me hizo raro verte por aquí, tenía tiempo que no nos veíamos, desde que embargaron los juguetes caros y quebró la empresa. ¡Con un carajo!, te arañaron a la mala los ojetes.
-Nos jodieron, toda la ciudad está vendida, a no ser por el cementerio que no se pudo fraccionar, la tienda del pingüino y el sanatorio psiquiátrico, todo les pertenece. Imperialistas de porquería.
-¿Y tu casota, también la decomisaron?
-También, ya sabías, preguntas para molestar pero ese negocio lo hicieron los obreros, vieron que andaba endeudado y que iríamos a la quiebra si no vendíamos, se organizaron y la corte dictaminó que se pagarían utilidades con la venta de la casa.
-Increíble, hasta tu puerta llegaron los socialistas y los tecnócratas. Se comieron tu pastel. A puñetazos. ¡Bárbaros! ¿Y cómo van tus noches desde entonces?
–Qué pregunta tan estúpida. Jodidas, hambrientas, se nota la sorna en tu rictus. De la tierra que no veía la luz mientras yo reinaba no me queda nada, casi ni el recuerdo, las lunas y sus cielos me desprecian.
-Entonces, ¿por qué las recorres? eres un payaso, digo, yo sé que la fuerza de la costumbre pesa, pero hay que reponerse, además en los últimos tiempos ya no trabajabas como antes, en tu estado deberías tener cuidado, hay mucha delincuencia por estos lugares.
-Los años no pasan en vano, desde que te fuiste tuve el doble de trabajo. Francamente solo no pude, era mucha presión para mí. Además cómo no quieres que nos topemos, bien sabes que desde siempre formamos parte de la noche, primero del imperio, ahora de los confines. Fui creado para vivir la oscuridad, respirar con el crepúsculo.
Los años no pasan en vano.
-¡Ja!, dímelo a mí, que si no sabré como pesan los años en eso de la carne y el fuego, así como ves yo también la llevo jodida, a todo mundo le gustan los peques, amantes andróginos y frágiles, y por increíble que parezca la franquicia todopoderosa también surte de “acompañantes”asalariados, canjeables y pluriétnicos. ¡Santos pederastas!, a nosotros, los mayorcitos, no nos respetan los pendejos, ¡pero conmigo se chingan! Afortunadamente todavía le puedo romper la madre a varios; además siempre vuelven, difícilmente van encontrar a alguien con este cuerpo. Para peripecias circenses el chico maravilla.
-Te voy a pedir por favor que omitas ciertas imágenes verbales, tus palabras me deprimen. Veo a la distancia que las teorías de Wertham eran ciertas. Eres una loca desatada.
-¡No puedo creerlo!, después de todos estos años y educación cosmopolita sigues teniendo pavor del hombre…
-No temo al hombre, simplemente no me gustan, como a ti.
-Si vas a juzgar tan mezquinamente bien puedes largarte, no necesito tus estúpidos regaños. Ridículo, no eres más que la sombra de la sombra, un mal boceto de Miller.
-Bueno, nos vemos.
-Ya, no importa, pero dime ¿qué hiciste con tu coche? hasta donde supe lo habías podido conservar.
-Pues no, inmediatamente después de la quiebra me divorcié de Celina, estábamos casados por bienes mancomunados. Tuve que malbaratarlo y darle la mitad. Perra. No pude rescatarlo.
-Dirás gata. Pero no la culpo, no puede negar su esencia. Nunca pensé que te dejaría. Lástima, era un carrazo.
Por cierto, ¿fuiste al sepelio de tu amigo el periodista?, supongo que te enteraste de su muerte. Es cierto que no tuvo los honores que le correspondían, y como bien sabes de unos años para acá ya no era el mismo, decían que la inversión térmica había menguado sus habilidades, estaba desilusionado y débil. Era un simple mortal, común y bastante corriente, al fin era reportero.
-No, no fui a su funeral, y francamente no me aflige, de haber ido habría armado un numerito. Por si no lo sabes murió envenenado; Lois le daba kryptonita molida en los alimentos, ya ves que rayada parece parmesano. Lo hizo por la póliza del seguro. Se equivocó. Él cabrón tenía su querer, una maravilla de mujer, además ni siquiera estaba sindicalizado. En todos sus años de servicio no había hecho antigüedad, era empleado de confianza, ya sabes como se las gastan en Metrópolis.
-¿Y tú, como supiste?
-Lo quería, y me gusta investigar. Su muerte fue sospechosa. Siempre fue un tipo fuerte y saludable.
La plática es interrumpida por un motor seco de coche importado que frena con brusquedad, lastimando y poblando el silencio con ruidos de ciudad contemporánea.
El joven sexo-servidor sonríe con nerviosismo.
-¡Santos frenos, es el señor Chinaski!, tengo que irme, nos veremos en otra ocasión. Parece que la noche pinta bien. Cuídate y quítate de una vez el uniforme.
-Debiera hacerlo, la imagen ya no me pertenece, la vendí hace un par de meses cuando se empezaron a privatizar las ideas, de hecho me compraron hasta las palabras, a este paso nos vamos a quedar mudos, como la niebla.
Un ruidoso claxon ahogó su voz, misma que el hombre de tacón dorado y mallas verdes no alcanzó a oír. Corría con su bolsa bajo el brazo hacia el auto imponente. Sube. ¡WHAM! Se despide con la mirada. Le ha dejado unas monedas. En la mano. Las oprime.
Piensa que las monedas son iguales en todo el mundo, secas y sucias. Ansiosas.
Siguen siendo las mismas que tuvo por montañas, iguales a las que ahora le pagan en las fiestas de niños, donde funge de animador, de mesero, de afiche fotográfico.
Los odia a todos, a los comerciantes, a los empresarios, a los poetas, a los ejecutivos, a las secretarias, a los fotógrafos, a los derechos reservados, a las sociedades anónimas, a los diseñadores y agiotistas. A los niños que lo abrazan, lo apedrean, lo tocan y lo muerden. A los niños que le gritan rata, que le cortan las alas, que se aburren, que lo ignoran. A los que han hecho jirones la voluntad de los mortales.
Solo, en una arteria negra como vena contaminada, contempla la noche que se extiende indiferente, eterna, con la arrogancia que le confiere su dimensión. Pareciera ser conciente de su propia enormidad, de su vida y dominio.
l derrame nocturno, viscoso como el petróleo, atracó en puerto Wayne; la noche, antigua aliada, se ha vuelto contra él, le ha negado el vuelo. Finalmente el héroe se disuelve en la materia de lo bruno, en la sangre corrupta. El suspiro ronco de Ciudad Gótica sepulta la leyenda entre tiendas de comida rápida, luminosos centros comerciales y vidas sin nombres. El príncipe de la oscuridad no tiene identidad ni pasado, todos lo olvidaron.
Se arrastra entre sótanos, calles, alcantarillas, almacenes, grietas, farmacias, casas, tuberías, azoteas y nidos. Repta con ratas y personas, ambas en el mundo y en él mismo. Híbrido. Despreciado.
Su anforita plateada sonríe con arrogancia, a crédito y precios bajos.
Rebosa de felicidad desde el aparador de la miseria.