Sigifredo Marín: La creación del pensamiento/El pensamiento de la creación (III)

Maurice Blanchot Emmanuel Levinas

Tercera entrega del ensayo de Sigifredo E. Marín sobre el pensamiento de Foucault, Blanchot y Deleuze. Concluirá el día de mañana.

VI. El teatro del pensamiento Deleuziano según Foucault

Michel Foucault escribió Teatrum Philosophicum un ensayo muy sugestivo y muy crítico sobre dos libros de Deleuze (Diferencia y repetición y Lógica del sentido). Según Foucault estos dos libros que considera grandes entre los grandes abren el diálogo del pensamiento contemporáneo a principios de la década de los setentas: son tan grandes que sin duda “es difícil hablar de ellos y muy pocos así lo han hecho. Durante mucho tiempo creo que esta obra girara por encima de nuestras cabezas, en resonancia enigmática con la de Klossowski, otro signo mayor y excesivo. Pero tal vez el siglo será Deleuziano” (Foucault-Deleuze, 1995: 7) sin embargo terminó el siglo XX y ya está bien avanzado el siglo XXI y nuestro tiempo está muy lejos de ser deleuziano, si por tal entendemos un tiempo para la creación, el humor, el amor y el juego. Según Foucault , Deleuze considera que lo relevante es ubicar un problema como una distribución de puntos nodales; en vez de centro, un descentramiento continuo como línea laberíntica que se bifurca, retrocede, avanza y en espiral regresa enteramente renovada.

La tarea de la filosofía deleuziana según Foucault es la tarea del pensamiento contemporáneo: invertir creativa y críticamente el Platonismo, subvertir la metafísica occidental (la metafísica del ser, dios y el sujeto). Para Foucault todas las filosofías comienzan hoy como rechazo del Platonismo, es decir, como revocación de la sustancia y de la esencia. Foucault prescribe la tarea del pensar contemporáneo: “Y soñaras con una historia ideal de la filosofía que sería una fantasmática platónica, y no una arquitectura de los sistemas” (: 9), se trata entonces en acoger todo lo reprimido, lo negado, lo rechazado, lo minimizado, lo marginado por el idealismo de Platón, así mismo se trata en escapar al juego dialectico de la razón que distingue entre lo falso y lo verdadero, lo accidental y lo esencial, el devenir y el ser, lo uno y lo múltiple. Las cosas no son nada fáciles porque para invertir el platonismo no es suficiente poner patas arriba a Platón: sería inútil restituir los derechos de la apariencia, devolverle su consistencia y sentido sin cuestionar por entero la lógica del pensamiento platónico. Se trata de otra cosa:

Invertir, con Deleuze, el platonismo es desplazarse insidiosamente por él, bajar un peldaño, llegar hasta ese pequeño gesto que excluye el simulacro, es también desfasarse ligeramente con respecto a él, abrir la puerta para el chismorreo al sesgo; es instaurar otra serie desatada y divergente; es constituir, merced a ese salto lateral, un paraplatonismo descoronado. Convertir el platonismo (trabajo de lo serio) es inclinarlo a tener más piedad por lo real, por el mundo y por el tiempo. Subvertir el platonismo es tomarlo desde arriba, (distancia vertical de la ironía) y retomarlo en su origen. Pervertir el platonismo es apurarlo hasta su último detalle, es bajar (de acuerdo con la gravitación propia del humor) hasta este cabello, esta mugre que está debajo de la uña, que no merecen en lo mas mínimo el honor de una idea; es descubrir el descentramiento que ha operado para volverse a centrar al rededor del Modelo, de lo Idéntico, y Mismo; es descentrarse con respecto e él para representar (como en toda perversión) superficies. (: 11)

Siguiendo a Deleuze, Foucault considera que mientras que la ironía nos eleva y subvierte las cosas, el humor nos precipita en la inmanencia y nos pervierte. Pervertir a Platón es entonces desplazarse hacia la malevolencia sofista, la desfachatez de los sínicos, y el aquelarre de las orgías dionisiacas. Para Foucault hoy se requiere pensar la plenitud material y fantasmática de lo impalpable y lo nimio: “es preciso, pues liberar a los cuerpos del dilema verdadero-falso, ser-no ser (que no es más que la diferencia simulacro-copia reflejada una vez por todas), y dejarlas que realicen sus danzas, que hagan sus mimos, como extra-seres” (: 13). Esto es lo que Foucault considera como la empresa de hacer un a topología de la materialidad del cuerpo.

La Lógica del sentido es -según Foucault- un tratado de metafísica del extra-ser, es una obra que rompe las dicotomías entre física y metafísica, desidealiza el cuerpo y materializa lo incorporal. En suma la obra de Deleuze es un tratado de metafísica contar la metafísica, en el sentido en que es una crítica a la ilusión y el ilusionismo que ha mantenido atado de forma milenaria a occidente a la Idea. Es una metafísica afirmativa liberada de la profundidad originaria del ser y también liberada del castigo de Dios, es una metafísica de la superficie, de la ausencia de Dios y del juego de la perversidad. La metafísica deleuziana -añade Foucault- se efectúa como una crítica radical a la filosofía de la representación, la cual se concibe como una filosofía del origen y la presencia que desacredita el simulacro, la vida y el devenir.

Una de las cuestiones más importantes del pensamiento deleuziano según Foucault es pensar metafísicamente el acontecimiento puro. El acontecimiento, como la herida, en nacimiento o la muerte e siempre el efecto perfecto y sincronizado de cuerpos que se entrecruzan, se mezclan o se separan, pero tal efecto no pertenece a los cuerpos si no que es impalpable e inaccesible. El acontecimiento -aclara Foucault- no refiere a un estado de cosas verificable, si no que flota en el límite de las cosas y las palabras como lo que sucede. De forma paradigmática la muerte es el acontecimiento de todos los acontecimientos, el sentido en estado puro el suceso límite que acaece en el punto extremo de toda singularidad. Foucault es muy sensible a las reflexiones de Maurice Blanchot y Deleuze sobre los acontecimientos extremos de la vida y la muerte como formas que escapan a la gramática, al lenguaje y a la razón; el sentido del acontecimiento es neutro, impersonal e interminable. En el límite de los cuerpos, “el acontecimiento es un incorporal (superficie metafísica); en la superficie de las cosas y las palabras, el incorporal acontecimiento es el sentido de la proposición (dimensión lógica); en el hilo del discurso, el incorporal sentido -acontecimiento- esta prendido por el verbo (punto infinitivo del presente)” (: 19). Pensar el acontecimiento implica pensar el presente desde la multiplicidad y el desplazamiento y no desde la presencia eterna e imperturbable. Pensar el acontecer implica dejar que el pensamiento acontezca, que fluya y fluxione, algo que filosofías del acontecimiento como el positivismo, la fenomenología, y la filosofía de la historia, según Foucault, han dejado fuera o escamoteado, pues desplazan el acontecimiento a su cosificación, significación o historización temporal, es decir, lo vuelven dato inerte, experiencia subjetiva o punto de una serie o línea causal. El Ser, Dios, la Razón no son sino estrategias para no pensar el acontecimiento. La obra de Gilles Deleuze -afirma Foucualt- sirve como un excelente propedéutico para repensar el acontecimiento (: 21).

El acontecimiento rompe con la generalización y la ley, complica el acercamiento desde una perspectiva unilateral o monolítica. Por tanto, pensar el acontecimiento sería pensar la repetición de lo singular universal. Según Deleuze, el acontecimiento va ligado al fantasma, fantasma y acontecimiento implican la afirmación disyuntiva de lo pensado y el pensamiento: “El pensamiento tiene que pensar lo que le forma, y se forma con lo que piensa. La dualidad crítica-conocimiento se vuelve perfectamente inútil: el pensamiento dice lo que él es” (: 23). Pensar el acontecimiento implica renunciar al objeto sintetizante sintetizado y abismarse en una insuperable fisura sin sujeción originaria ni sujeto. Desde esta óptica, el yo racional se borra o se diluye en una multiplicidad de puntos dispersos y simulacros.

Lógica del sentido responde a una pregunta: ¿Qué es pensar? Pregunta que, según Foucault, la filosofía deleuziana se plantea y replantea desde múltiples acercamientos. En todo caso, la tentativa tiene un elemento recurrente: buscar una teoría del pensamiento que esté plenamente liberada del sujeto y del objeto, un pensamiento sobre el acontecimiento singular, que considere el azar, la indeterminación y los poderes de lo falso; pero sobre todo, una teoría del pensamiento que considere el cuerpo, sus miembros fragmentados, sus articulaciones, flujos y superficies:

Lógica del sentido nos da a pensar lo que durante tantos siglos la filosofía ha dejado en suspenso: el acontecimiento (asimilado en el concepto, del que en vano más tarde se intentaba sonsacarlo bajo las formas del hecho, verificando una proposición, de lo vivido, modalidad del sujeto, de lo concreto, contenido empírico de la historia), y el fantasma (reducido en nombre de lo real, y colocado en el extremo final, hacia el polo patológico de una secuencia normativa: percepción-imagen-recuerdo-recuerdo-ilusión). Después de todo, en este siglo XX, ¿existe algo por pensar más importante que el acontecimiento y el fantasma? (: 26)

Según Foucault, la obra de Gilles Deleuze nos permite ir más allá de las combinaciones y mezclas entre el estructuralismo, Freud y Marx, pues dichas mescolanzas generan un pensamiento normalizador y normativo. Pensar en toda su radicalidad del acontecimiento implica ir más allá de la filosofía de nuestro tiempo, de sus modas y medios. Ya Nietzsche nos había advertido sobre las fatales y nefastas consecuencias de la historia como error, por su parte Deleuze, con la paciencia del genealogista nietzscheano, señala todas esas impurezas, abyecciones y mezquindades inherentes al proceder filosófico. Deleuze considera que la filosofía ha excluido de forma acrítica la estupidez, la imbecilidad, y la errancia, más por miedo que por mostrar sus propios límites. Deleuze critica la filosofía que resulta incapaz de hacerse preguntas y plantearse problemas que vayan más allá de las soluciones preestablecidas. Excluir la tontería ha llevado a gran parte de la filosofía occidental al borde de la esquizofrenia por oscurecer la ruindad moral del pensamiento propio.

La diferencia es una cuestión interesante que plantea Foucault acerca de Deleuze. Según Foucault, la diferencia se suele analizar como diferencia interna (diferencia de algo o en algo), pero, en todo caso, se le delimita y se busca dominarla. La diferencia se piensa a partir de la unidad y la mismidad, con lo cual se anula o aniquila su poder diferenciante. En este sentido, Deleuze ha denunciado la sujeción de la diferencia al sentido común. Si el pensamiento fuera capaz de liberarse del sentido común tendría que repensar la singularidad más allá de las generalidades o particularidades del objeto. ¿Si en lugar de buscar lo común bajo la diferencia se buscara pensar diferencialmente la diferencia? Independientemente de cual fuera nuestra respuesta, asumir dicha pregunta nos obliga a ir más allá del sentido común que atraviesa toda la filosofía occidental. El sentido común o buen sentido, que reina sobre la filosofía de la representación, sustituye la intensidad pura de la diferencia por su intención abstracta y por el simulacro de su generalización, por lo tanto es preciso pensar el pensamiento como irregularidad intensiva, disolución del yo, acontecimiento agudo, ruptura de lo idéntico, variación inconmensurable, en suma, es preciso construir una nueva filosofía provista de nuevos conceptos.

La filosofía de la representación tiene muchas presentaciones, estrategias, cursos y discursos, pero, más allá de sus diferencias internas, tiene una intención fundamental: reducir el pensamiento a una clasificación, ordenación y unificación que reconoce la alteridad, la multiplicidad y el devenir como una presentación sujetada a su representación ideal. En la filosofía de la representación, el mundo, en su inmensa y rica diversidad, es concebido como un objeto predicable, por tanto, la diferencia y la singularidad se encuentran dominadas dentro de un sistema de oposiciones, negaciones y contradicciones. En última instancia la identidad es el espejo del ser y del no ser, del devenir y de la historia. Es por esto que Foucault, siguiendo a Deleuze, señala que la filosofía de la representación conduce a la dialéctica, a una repetición de la forma, vacía de todo contenido sustantivo. La dialéctica no libera lo diferente, sino todo lo contrario, garantiza su encierro perpetuo. Es, en tal contexto, donde Foucault destaca la profunda originalidad del pensamiento de Deleuze, dado que para liberar la diferencia se requiere un pensamiento sin contradicción, sin dialéctica y sin negación: “un pensamiento que diga sí a la divergencia; un pensamiento afirmativo cuyo instrumento sea la disyunción; un pensamiento de lo múltiple -de la multiplicidad dispersa y nómada que no limita ni reagrupa ninguna de las coacciones de lo mismo; un pensamiento que no obedece al modelo escolar (que falsifica la respuesta ya hecha), pero que se dirige a problemas insolubles, es decir, a una multiplicidad de puntos extraordinarios que se desplaza a medida que se distinguen sus condiciones y que insiste, subsiste, en un juego de repeticiones” (: 33). El asunto es enormemente complicado, porque se exige pensar las cosas particulares sin renunciar al rigor conceptual, escapar de la lógica formal, y al mismo tiempo concebir la posibilidad de una lógica de las multiplicidades, sin renunciar a la distinción, esto es, se trata de concebir ideas distintas y oscuras a la vez, que no estén sometidas a la contradicción de ser y no ser, Foucault lo expresa de forma puntual: “en vez de preguntar y responder dialécticamente, hay que pensar problemáticamente” (: 33).

Pensar problemáticamente significa pensar desde una complejidad que se sustrae, y nos sustrae, a toda generalización unívoca; en este sentido Foucault y Deleuze condenan las categorías filosóficas como una de las formas -estrategias- más audaces de sujeción de la diferencia. Las categorías garantizan la objetividad del concepto, establecen la realidad como objeto a partir de formas a priori del conocimiento. Desde siempre las categorías se han movido bajo el impulso moral del viejo decálogo de reconducir la diferencia a lo idéntico. Por tanto, “para liberar la diferencia, es preciso inventar un pensamiento acategórico” (: 34). En Deleuze, el carácter unívoco no categorial del ser relaciona directamente la multiplicidad con la unidad, sin que la diferencia quede neutralizada en la identidad. De forma concreta, lo real no se subordina a lo ideal ni lo contingente a lo necesario. La eliminación de las categorías filosóficas es una condición para afirmar el carácter unívoco del ser, es una pequeña gran revolución metafísica, puesto que libera la diferencia y el acontecimiento como expresiones vivas de la inmanencia de la vida.

Siguiendo a Nietzsche, Deleuze reivindica los poderes de lo falso y la errancia. Lo falso, lejos de oponerse a la verdad, nos acerca a la interpretación compleja de una realidad enmascarada. Por su parte, la errancia ya no está relacionada con el error, no es el desajuste o inexactitud de la idea respecto a la cosa, sino que la errancia pone de manifiesto el desequilibrio perpetuo, intermitente e infranqueable que hay entre las palabras y las cosas, y lo que es aún más enloquecedor, al interior mismo del lenguaje. Es en este sentido que Deleuze reivindica la estupidez como inherente al ser y pensar humanos: la estupidez sería algo así como un estado natural del que venimos y hacia el cual nos precipitamos de forma irremediable. El autor nos aclara: la estupidez no se opone a la inteligencia, podemos ser profesionales de la inteligencia y del conocimiento, y actuar o pensar de manera estúpida. La ciencia y la tecnología no son antídotos contra la estupidez, sólo el pensamiento -que se atisba de forma fragmentaria en el arte, y aún más esporádicamente en la filosofía- puede enfrentarla, claro está, las pequeñas victorias siempre tienen el mismo fin ineludible de una gran derrota: el triunfo absoluto de la estupidez. Es a partir de lo anterior que Foucault, siguiendo a Deleuze (quien a su vez sigue a Nietzsche) señala que, en última instancia, pensar es atisbar la soberanía de la estupidez; el pensador sabe que el ser estúpido no le es ajeno a su oficio, en tanto nada de lo humano le resulte enteramente ajeno. De ahí la recuperación de la noción de mala voluntad de Nietzsche, pues el pensador debe tener bastante mala voluntad para no ser atrapado por el juego de la verdad y el error, y sólo si se es capaz de situarse más allá del ilusorio dominio de la verdad, se estaría en condiciones de escapar a las categorías filosóficas, las cuáles nos obligan a pensarlo todo a partir de lo verdadero y lo falso, y lo bueno y lo malo.

Aunque las drogas como el LSD y estados extáticos invierten las relaciones del mal humor, la estupidez y el pensamiento, caen en la tentación nihilista de sumirnos en el más profundo tedio, que a fin de cuentas no es sino el grado cero de la estupidez. El gran reto consiste en enfrentar la estupidez y no morir en el intento. Me explico: se trataría de darse cuenta de la incapacidad congénita que nos constituye y, sin embargo, no sucumbir ni a su hechizo ni inmovilización, a incluso ir más allá del reconocimiento de ésta, pasar de la melancolía y la indiferencia ante el pensamiento y el mundo, para afirmar finalmente la redención trágica de todas las cosas como efímeras, incluyendo, claro está, a la estupidez misma. Habría que ir, pues, de la filosofía de Schoppenhauer a Nietzsche y de éste a Diógenes El Cínico, es decir, de la melancolía a la alegría, y de ésta al juego.

Se puede escuchar la sabiduría trágica de Gustave Flaubert tanto en Foucault como en Deleuze. Ya lo había dicho el viejo gruñón, autor de Madame Bovary: para ser feliz se requiere tener buena salud, suficiente dinero y ciertas dosis de imbecilidad bien mesuradas. Con su elocuente retórica, Foucault lo resume en una frase célebre:

Pensar ni consuela ni hace feliz. Pensar se arrastra lánguidamente como una perversión; pensar se repite con aplicación sobre un teatro; pensar se echa de golpe fuera del cubilete de los dados. Y cuando el azar, el teatro y la perversión entran en resonancia, cuando el azar quiere que entre los tres haya esta resonancia, entonces el pensamiento es un trance; y entonces vale la pena pensar. (: 41)

La anterior cita nos muestra y demuestra por qué la lectura de Foucault sobre Deleuze es una de las más sugestivas y relevantes que se hayan hecho: porque nos invita a pensar por cuenta propia a partir de la experimentación más rigurosa, y a la vez, creativa, de y desde la obra del autor. En un sentido similar, lo mismo cabe afirmar de la lectura deleuziana sobre Foucault. Su valor reside en pensar bajo el más estricto acompañamiento foucaultiano sin reducirse a una mera glosa.

Una de las mayores empresas de la filosofía contemporánea -apunta Foucault- ha sido pensar el retorno de la diferencia. Y tal empresa es acometida -según él- por Gilles Deleuze:

Basta comprender que de una diferencia siempre nómada, siempre anárquica, con el signo siempre en exceso, siempre desplazado en volver, se ha producido una fulguración que llevará el nombre de Deleuze: un nuevo pensamiento es posible; el pensamiento, de nuevo, es posible. (: 47)

Pensar puede ser un ejercicio extraño y extremo, incluso peligroso, si es capaz de activarse como arte político en tanto arte de vivir. Pensar bien podría ser: respirar, luchar, resistir, residir de otra forma. Invención de modos de existencia y posibilidades de vida, el pensamiento que buscan Foucault y Deleuze implica la génesis de turbulencias y sacudimientos, emplazamientos y desplazamientos. Se relaciona directamente con la emergencia de nuevas formas de subjetividad e intersubjetividad, intensidades de vida y creación de comunidades inéditas. De ahí la exigencia de repensar la sexualidad, la ética y la política no como temas raros o marginales, sino como problemas inmediatos de un pensamiento radical que no se deja atrapar por las redes intelectuales y culturales hegemónicas. Un pensamiento que se vincula con formas de resistencia y lucha cotidianas, tiene la demanda concreta de hacer de la libertad una invención de posibilidades tangibles de ser, crear e imaginar. Pensar activa el acto de interpretarse en libertad, empero la hermenéutica del sí mismo ya no se limita a ser una simple práctica de autointerpretación, sino que da lugar a la exploración de modos de vida compartidos. A partir de una radicalización del pensamiento, el viaje del sí mismo deja de ser autosuficiente, fundamental y originario, y se vuelve, un punto de encuentro, una encrucijada de afectos, en suma: una heterotopía de prácticas inconmensurables de libertad libres de todo individualismo y automatismo social.

El filósofo en Occidente -dice Foucault- tiene el perfil del antidéspota, ha buscado poner límites a los excesos del poder. Y sin embargo, la historia de Occidente ha mostrado como filósofo siempre se mantiene en una zona de ambigüedad muy próxima a las seducciones del Príncipe, o bien extrañas mezclas; no en balde Hanna Arendt llamó a Heidegger: “el Príncipe del pensamiento”. Hoy la filosofía juega diversos y contradictorios papeles frente al poder, “un papel que no sería el de fundarlo o reconducirlo. Todavía es posible pensar que la filosofía puede asumir el papel de contrapoder, a condición de que este papel deje de consistir en hacer valer, frente al poder, la ley específica de la filosofía; a condición de que la filosofía deje de pensarse como profecía, a condición que deje de pensarse como pedagogía o como legisladora, y que se dé como tarea analizar, elucidar, hacer visible y, por tanto, intensificar las luchas que se desarrollan en torno al poder, las tácticas utilizadas, los núcleos de resistencia; a condición, en resumen, de que la filosofía deje de plantearse la cuestión del poder en términos de bien o mal, y se la plantee en términos de su existencia” (Foucault, 1999-II: 117). Hoy la filosofía no tiene que buscar la esencia metafísica del poder sino dar cuenta del tejido de sus relaciones. No se trata de descubrir lo oculto ni ver lo invisible sino hacer visible la misma visibilidad, esto significa, hacer aparecer lo próximo y familiar, lo inmediato, lo que se encuentra a flor de piel. Filosofar sería hoy bajar del Olimpo de las almas bellas de la metafísica y mancharse de corporalidades, de afectos y efectos de finitud.

Pensar en (y desde) el acontecimiento y no en (y desde) lo absoluto, es la tarea que le asignan Deleuze y Foucault a la filosofía. Exceptuando a los estoicos, el acontecimiento no había sido pensado sino hasta Nietzsche, quien “fue el primero en definir la filosofía como actividad que pretende saber lo que pasa y lo que pasa ahora. Dicho de otra manera, estamos atravesados por procesos, por movimientos, por fuerzas; no conocemos estos procesos ni estas fuerzas y el papel del filósofo es, sin duda, ser el que diagnostica tales fuerzas, diagnosticar su actualidad” (: 152).

Una filosofía del acontecimiento es pensamiento del presente, de lo que nos ocurre. Se trata de retomar aquello de lo que el teatro se ocupa; dado que el teatro siempre se ocupa del acontecimiento; de un acontecimiento que se repite todas las noches en un tiempo indefinido. “El teatro capta el acontecimiento y lo pone en escena” (: 152).

El pensamiento de Deleuze -celebra el autor de Las palabras y las cosas- es un pensamiento danzante, genital, intensivo, afirmativo, un pensamiento acategórico y anti-idealista. En Deleuze la filosofía ya no es pensamiento metafísico sino teatro de una lucidez directa:

Teatro de mimos con escenas múltiples, fugitivas e instantáneas donde los gestos, sin verse, se hacen señales: teatro donde, la máscara de Sócrates, estalla de súbito el reír del sofista; donde los modos de Spinoza dirigen un anillo descentrado mientras que la substancia gira a su alrededor como un planeta loco; donde Fichte anuncia “yo fisurado/Yo disuelto”; donde Leibniz, llegado a la cima de la pirámide, distingue en la oscuridad que la música celeste es el Pierrot lunar. En la garita de Luxemburgo, Duns Scoto pasa la cabeza por el anteojo circular; lleva unos considerables bigotes; son las de Nietzsche disfrazado de Klossowski. (Foucault-Deleuze, 1995: 47)

Foucault aprecia la aventura deleuziana porque replantea su propia empresa de problematización del pensamiento. En efecto, el tránsito de la locura a literatura -en Foucault- tiene que ver la evolución de los espacios de liberación del pensamiento. En una entrevista realizada en septiembre de 1970 en Kyoto sobre la relación entre “Locura, literatura y sociedad”, señala que la exclusión de locura va a ser tratada en la literatura a partir del siglo XIX. Lo que le atrae de Hölderlin, Sade, Mallarmé, Roussel y Artaud es la irrupción abrupta de la locura en la literatura. Agrega que su interés actual por la literatura no es sino la radicalización de su interés por la locura. La capacidad de subversión de la escritura reside en potenciar el delirio y la locura. La escritura posibilita derivas revolucionarias no en función de asumir una finalidad o carga política sino porque resulta inherente al ejercicio de la escritura en tanto fuerza de contestación de la sociedad lateral e insignificante (Foucault, 1999-I: 388).

La cuestión clave para Foucault es que, a diferencia de la locura que se encuentra afuera de la sociedad, la literatura instaura ese afuera en las entrañas de lo social. El problema es que hoy -añade Foucault- la literatura está perdiendo su poder subversivo y su fuerza destructiva. El asunto de fondo es que las generaciones posteriores a mayo del 68 no han captado que los sistemas de enseñanza modernos no son “sino la renovación y la reproducción de los conocimientos de la sociedad burguesa. Todos los que enseñan y aprende, y no sólo en Europa, sino en todos los países del mundo, están viviendo una crisis y, por ello, las palabras que utilizan y las acepciones que les dan deben ser revisadas” (: 392). Ahora la subversión y la escritura de lo neutro pueden servir como estrategias verbales de inmunización del sistema cultural hegemónico. La institucionalización de Blanchot y Bataille -dice Foucault – convierte ese exterior en interioridad del sistema social. Es en este sentido que Foucault habla de la imposibilidad de enseñar y aprender en todas las universidades del mundo. Foucault distingue entre producción de conocimiento y creación de pensamiento; hoy las universidades nos ayudan a generar y distribuir conocimientos pero eso no incide directamente, o muy poco lo hace, en la creación del pensamiento. Y es en tan contexto donde Foucault vuelve a replantear su idea de método no como receta de investigación sino como experimentación abierta de búsqueda.

Es preciso interrogar al saber desde la creación del pensamiento. Y es justo cuestionar y problematizar el pensamiento a partir de las transformaciones de la escritura en el seno de la sociedad contemporánea.

También puedes leer