Un cuento de: Susette Hernández

Sussete Hernández

Susette Hernández Madera (Guadalajara, 1980), es Licenciada en Letras Hispánicas y Maestra en Estudios Cinematográficos por la Universidad de Guadalajara. Ha publicado en diversas revistas y suplementos literarios del país. Guionista y docente colaboró en el libro compilatorio Análisis fílmico y literario editado por la Universidad de Guadalajara. Editora de la revista Reverso desde el año 2000.

 

DOLORES

 

Hay otras palabras para nombrar esta tristeza.
Siempre será necesario recordar

Eduardo Mariño

Dolores levantó la cabeza y miró a través del cristal del automóvil. Contempló con interés el deslizamiento sutil de las gotas de lluvia al golpear contra las ventanas. Pensó en lo que la abuela les había explicado a ella y su hermana de niñas mientras veían llover desde la cocina con olor a chocolate caliente. Entonces creyó que los ojos y la voz de la anciana eran viejos e impenetrables.
En este momento comprendía a qué se refería la abuela cuando hablaba de esas cosas que sólo los años y el cansancio de la vida nos explican.
Los hilos interminables de lluvia la enfrentaban invariablemente a la imagen de esa mujer de cabellos blancos y a las noches de aterradoras tormentas que ella sentía como del fin del mundo. Siempre visitaban a su abuela en temporada de lluvias, cuando el cielo parecía caérseles encima acribillándolos con sus relámpagos. Por eso ante la mirada de la abuela se sentía como una niña cobarde e insegura.
Dolores observó con cuidado el lento transitar de un coche gris. Estiró la manga del suéter y desempañó el vidrio. Continuaba lloviendo y con dificultad adivinaba las siluetas que se dibujaban a la distancia. Sus recuerdos se hicieron tan vívidos como la primera noche de un julio hacia ya tantos años, en que ella y su hermana escondían las cabezas entre las sábanas para no escuchar el clamor del viento al pasar entre las tejas de la casa.
La lluvia se intensificaba y el transitar de los coches a su lado levantaba indiferente una enfurecida ola que arremetía una y otra vez contra su puerta.
Recordó con claridad la sonrisa de María. Cuando era pequeña atribuía a su hermana la facultad de invocar el aguacero a través de la vieja canción de lluvia de la abuela. Por eso la respetaba y temía. Nunca lo dijo, pero a Dolores le parecía aterrador verse a sí misma caminando delante de ella. No le gustaba que vistieran a María con sus mismas ropas, ni que las peinaran iguales, encontraba entre ellas docenas de diferencias que el resto de la gente no quería ver.
Habían transcurrido cuarenta minutos desde que él bajó del auto insistiendo en que no tardaría. Dolores se sintió encerrada no en un espacio pequeño, sino en el insufrible espectro de su pasado.
Tenía la impresión de que el carro decrecía cada minuto, e imaginó entonces lo que habrían sentido María y la abuela cuando cerraron sus cajas y las dejaron bajo tierra. Le pareció tan temible la sensación como el recuerdo de esa noche de julio en que todos la miraron con ojos aterrados cuando entró empapada a la cocina y dijo sin aliento que el río se había llevado a Dolores.
Desde ese día no volvió a ser ella. Todos corrieron dejando detrás, derramado sobre la mesa, el chocolate. Ella siguió los espumosos ríos hasta el suelo y fue allí, bajo la mesa, donde decidió que no diría la verdad. En su memoria la fantasmal figura de María cobró vida de una manera cruda y tormentosa.
La corriente había crecido de manera colosal sin que ellas pudieran hacer nada. Esa fue la última vez que vio los pies de su hermana caminar delante de ella.
María se había atrevido a entrar sola en el cieno a pesar de que había sido idea de Dolores regresar por el camafeo, quien temerosa se había rezagado. Tenía tantas ganas de llorar que María le dio la espalda y siguió metiéndose en el lodazal.
Ella sólo podía pensar en lo que diría la abuela si las descubría. Fue entonces cuando escuchó el estridente sonido del agua al golpear contra el suelo, buscó a María que iba delante de ella pero no pudo verla. María había desaparecido.
Sintió su frente congelada, se dio cuenta de que había estado recargada en el vidrio durante mucho tiempo por que le dolió despegarse de él. Tocó su frente y sus heladas mejillas. Se percató entonces, de que había estado llorando.
A través de las gotas de agua las luces de los carros en el espejo retrovisor la remontaron a la noche del velorio. Recordó el parpadear de las flamas en las velas, el susurro tumultuoso de los rezos, el olor a incienso y cera derretida. El sabor de la tierra mojada en sus labios.
Evocó también el instante en que la anciana la llamó a la cocina y le dijo:
– Ahora estás sola, María.
Y la abrazó como nunca antes había abrazado a Dolores. Ella no comprendió el significado de sus palabras cuando la vio levantarse fatigada de la silla; tampoco lo hizo cuando se encerró esa misma noche en su cuarto para no salir más. La abuela murió tres días después del entierro de María, y fue hasta el momento en que sacaron el féretro del cuarto con el cuerpo de la anciana, cuando Dolores asimiló lo fúnebre de sus palabras.
-Ahora estás sola, María. -se repitió con ternura mientras escribía con el dedo su nombre en el empañado vidrio.
No quiso que supieran que había sido su culpa. Que habían ido al río por ella, y que vio entrar a María en el lodazal sin decir nada, que después de todo había sido su idea regresar por el camafeo. Creyó que le era más fácil morir que ver el dolor en los ojos de la abuela por la muerte de María. Pensó que era lo justo.
Dolores limpió con suavidad la ventana, comprendió que en su interior no pararía de llover.

También puedes leer