Un cuento de Gabriel Payares: Cuando bajaron las aguas

gabriel_payares[1]

Presentamos, en esta entrega del Portal de Soares, un cuento del narrador venezolano Gabriel Payares (Londres, 1982), autor de Cuando bajaron las aguas (2009), única obra ganadora de la mención narrativa del VI Concurso de Autores Inéditos de Monte Ávila Editores Latinoamericana en 2008.

 

 

Cuando bajaron las aguas

 

La casa de los padres siempre forma parte

del escenario del crimen

Sándor Márai

 

Cuando bajaron las aguas, fui el primero en descender las escaleras. La madera podrida del pasamanos babeaba un líquido marrón, que acompañaba cada paso con un crujido y un burbujeo, lloriqueando bajo mis pies. Abajo, en la sala, reinaba el suave olor de la tierra removida. Desde los primeros peldaños, que bajé arrastrando el sueño con los talones, pude ver la puerta de la casa, entreabierta y desencajada como una mandíbula rota, denunciando la violencia a la que había sido sometida. Más brutal que la Seguridad Nacional de los relatos del abuelo, el río había arremetido contra nuestra puerta, abriéndose camino sin contemplaciones y convirtiendo nuestra sala en una pecera enorme; de la que sólo quedaba ahora una densa capa de lodo amarillo entre los escombros de lo que alguna vez habían sido nuestras pertenencias. Junto a las piedras y ramas que el río nos había traído, se encontraban los miembros mutilados de nuestras sillas y mesas, marcos vacíos de cuadros de familia y el silencio absoluto del prolongado apagón.  

          Hasta ese momento, nadie me había visto bajar. Mi mamá deliraba de fiebre, ardiendo en sudor sobre la cama del cuarto, con mi papá día y noche a su lado. Del abuelo no sabíamos nada desde el primer día de la inundación. Llevábamos así más de una semana, recluidos en el piso de arriba, pasando noches en vela mientras mi mamá se quejaba del frío y de los gusanos imaginarios que veía trepando por sus piernas; gusanos que mi papá le juraba ahuyentar untándole algún menjurje en la piel con un trapo viejo. Sin medicinas en casa y constantemente empapados por la lluvia, la fiebre cedía a ratos, y atacaba de nuevo cuando todo parecía calmarse. Mi papá culpaba de ello a los mosquitos, que se habían reproducido como locos durante los varios días en que estuvo la sala completamente sumergida. Días en los que, cuando anochecía y ellos se echaban a temblar –uno de fiebre, el otro de miedo– yo dedicaba horas enteras en mi habitación a arrancarme el sueño de los párpados, imaginando a los mosquitos revolotear sobre las aguas, y fantaseando con el lento brotar de sus larvas en una especie de orgía en miniatura. Me imaginaba miles de monstruitos germinando en las aguas oscuras, bebiéndose la sangre que nos habían robado; y a veces llegaba a escuchar los ruidos obscenos que hacían para recordarme su presencia, su hambre, y lo inútil de mi vigilia. Para recordarme que tarde o temprano tendría que dormir. A veces pasaba, delirante, de los mosquitos a las cucarachas y luego a toda una amplia variedad de animales inventados y terribles. En más de una ocasión creí distinguir en la penumbra un puñado de gusanos intentando colarse por la rendija de mi puerta, estrechándose unos sobre otros para tratar de acercarse a mi cama. Pero el sueño me solía vencer antes de que se abrieran camino hacia dentro, y a la mañana siguiente nunca había ni rastro de su visita. Desaparecían junto a la fiebre de mi mamá, que despertaba diciendo que ya se sentía un poco mejor.

          Los ruidos usuales de nuestra sala –televisor, teléfono, perro– se encontraban sepultados por la arcilla blanquecina que cubría el suelo; habían sido reemplazados por un distante y sonoro goteo. Me detuve en el último peldaño, sujetándome firmemente al pasamanos, y preferí observar desde allí el húmedo desierto que se extendía en todas direcciones. No me sorprendió la ausencia de monstruos que el agua había dejado. Supuse que o bien no saldrían de sus escondites mientras yo pudiese gritar pidiendo auxilio, o que tal vez la corriente los había arrastrado lejos de casa. Esa idea me pareció a la vez posible y tranquilizadora. Dando media vuelta, corrí a buscar a mis padres.

          Él acudió casi de inmediato, y ella a los pocos instantes. Por alguna razón, no compartieron mi sonrisa de alivio. Quedaron boquiabiertos al notar lo vacía que estaba la sala; o quizás para ellos estaba en realidad repleta de monstruos. Monstruos escondidos entre los trocitos de su propia vida, camuflados aquí y allá como la basura en cada rincón. Aferrándose a los hombros de su marido, mi mamá reprimió un sollozo. Él, por su parte, sostuvo un silencio seco, como el de las piedras. No sé si esperaban hallarlo todo en su sitio después de que el río derribara nuestras puertas, o si nunca se habían imaginado cómo quedaría la sala cuando las aguas por fin se retirasen; pero mi alegría inicial se marchitó en silencio.

          Aquella noche cenamos enlatados: atún, sardinas, duraznos en almíbar. Mi papá había logrado rescatar de la cocina varias latas en perfecto estado y un cuchillo roto que usamos para destaparlas. El hambre acumulada nos dolía en el estómago; aún así, mi mamá comió apenas unos cuantos bocados. Sus labios rechazaron la comida con una mueca de asco, insistiendo en que el olor del lodo se había colado dentro de las latas. Yo no sabría decir si tenía o no tenía razón: comí tan rápido que apenas pude detallar la infame mezcla de sabores. Pero cuando el sueño comenzó a cerrarme los ojos, mi mamá no había comido casi nada, a pesar del hambre y de la insistencia de mi papá.

            Los mediodías eran hirvientes, el punto de ebullición del día. Me levantaba con la boca pastosa y demasiado calor, y después de correr por el pasillo hasta el cuarto de mis padres, por lo general conseguía a mi mamá junto a la ventana, derribada como un viejo pilar. Sus ojos resecos por la fiebre anunciaban siempre una breve sonrisa. Demasiado débil para cargarme, me abrazaba con fuerza, inundándome de un calor que parecía brotarle de los poros; luego nos asomábamos al paisaje de la destartalada ventana de su cuarto, y observábamos el desierto submarino que rodeaba la casa. No sólo nuestras puertas habían sufrido el embate del agua: apenas algunos árboles permanecían en pie, islas producto de la lluvia torrencial y la crecida del río. El resto de la llanura se perdía en una enorme mancha azul y marrón. “Mira, mi amor”, me dijo alguna vez apuntando hacia el agua un dedo tembloroso, “el río se lo llevó todo lejos”. En esa ocasión me pregunté si en verdad el río se había llevado el mundo lejos de nosotros, o si más bien su corriente nos había arrastrado hacia el más allá, lejos de todo el mundo conocido.

          Mi papá, por su parte, parecía decidido a recuperar la casa, a convertirla en algo similar a lo que había sido antes de la inundación. Se impuso a sí mismo una rutina diaria que iniciaba después del precario desayuno: revisar el cajetín de la electricidad, levantar los teléfonos en busca de señal y comprobar el gas de las bombonas. Los resultados nunca parecían ser muy alentadores. Ahora que el agua cedía terreno y que las lluvias se secaban, aquellos detalles cobraban cierta trascendencia. Yo lo acompañaba siempre en silencio, viéndolo hacer, como esperando a que me indicase mi propio lugar en aquel nuevo orden de las cosas.

          Así fue que, impulsados por diversas razones, comenzamos a salir más de la casa. A veces hacía falta herramientas, otras veces un poco de sol. El clima sombrío nos negaba ambas cosas, amenazándonos con más y más lluvia. Nuestras provisiones habían comenzado a mermar más de lo usual y alguien tenía que echar un ojo alrededor. Y si bien la mayor parte del tiempo salíamos juntos, de vez en cuando mi papá me pedía con tono grave que me quedara con mi mamá, “por si acaso”. Nunca decía por si acaso qué. Por mi parte, asumía aquel mandato irremediable como una sentencia de aburrimiento: prefería mil veces pasar las horas contemplando la basura que anidaba en nuestra sala, u observándolo luchar con las bisagras destrozadas de la puerta, a contemplar el sueño inquieto y caluroso de mi mamá. Ya que prácticamente no dormía de noche, sumergida en la fiebre y el delirio, pasaba la mayor parte del día acostada, debatiéndose con la depresión y procurando ser útil en algunas cosas puntuales. Conmigo, no obstante, siempre se mantuvo igual de cariñosa: algunas veces me abrazaba durante horas, sin decir una sola palabra, y otras cotorreaba de manera incesante, desordenada, ofreciéndome cosas y más cosas cuando todo volviese a la normalidad.

          Un día, después de recibir el tan temido “ve a cuidar de tu madre”, miré a mi papá a los pies y le pregunté si ella se iba a morir. “No”, me dijo acariciándome el cabello, “sólo tenemos que esperar a que se mejore”. Le agradecí el gesto tanto o más que las palabras. Su paciencia me resultaba protectora, como si su lucha diaria nos fortaleciera y uniera, a pesar de que yo no jugase en ella sino el papel de un pequeño espectador.

          Fue a la tarde siguiente cuando nos tropezamos con el bote. Boca abajo, hundido a medias en el fango que rodeaba a leguas nuestra casa, nos llamó la atención de inmediato el nombre pintado en uno de sus costados: “San Cristóbal”. Yo nunca antes había visto un bote, ni nada que remotamente se le pareciera; a mi papá jamás le entusiasmó la idea de pescar y el río nunca estuvo lo suficientemente cerca. Tal vez fue esa precisa ironía lo que llevó a mi papá a desenterrar y arrastrar hasta la casa aquella pequeña embarcación sin remos. No lo sé a ciencia cierta, ni sé qué vio en su madera manchada y resbalosa, que a mí a lo sumo me recordaba a la de nuestras ruinosas escaleras. Lo cierto es que, en apenas unos días, el barco pasó a formar parte de nuestras escasas pertenencias y a ocupar un rincón preferencial de nuestra sala. De entrada, sus pequeñas proporciones me fascinaron. Cada vez que mis juegos me llevaban cerca del bote, solían terminar siempre a bordo de él, remando hacia puertos lejanos, o volando por encima de la casa y viéndolo todo en miniatura. La aparición de mi papá, de regreso de alguna de sus breves expediciones, solía poner punto final a mis viajes, devolviéndome de golpe a la misma sala enmohecida. Pero yo descendía del bote cada vez con un rostro diferente, convertido en un osado piloto, un marinero tenaz o un explorador extraviado.

          Mi mamá, por su parte, ni siquiera pareció notar su existencia. Absorta en sí misma, el poco tiempo que pasaba de pie lo dedicaba a luchar con los mareos de la fiebre y a atender la cocina tanto como le era posible. Limpiar era una tarea completamente inútil. Requería tanto la presencia de mi papá, que a veces no hacía más que esperarlo en el marco de la puerta. En su marasmo, no fue capaz de entender lo que el bote suponía, ni lo que quizás significó su repentina aparición en nuestra casa; la extrañeza parecía haberla abandonado por completo. Y si bien para mí el bote no era más que un juguete que mi papá había traído, a menudo me sorprendía esperando el día en el que alguno se subiese al bote conmigo. Había en mi espera una suerte de complicidad, de frustrada aventura compartida; y si bien nunca me atreví a interrumpir sus atareadas rutinas para pedirles que complacieran mi capricho, siempre hubo en el bote un lugar vacío con sus nombres.           

         Había pasado casi una semana de la llegada del barco, cuando mi papá no regresó de su acostumbrada salida matutina. Lo estuvimos esperando hasta que cayó la tarde y comenzó a hacerse de noche. Ninguno de los dos sabía qué esperar. Cenamos en completo silencio, y ya pasada la medianoche, los nervios y la fatiga nos obligaron a descansar. Dormí con mi mamá en su cuarto, un sueño aterrado y sin reposo, interrumpido cada dos horas cuando se levantaba a echar un vistazo al paisaje oscuro, esperando dar en la oscuridad con el cuerpo maltrecho de mi papá volviendo a casa.

          Cuando amaneció todo seguía igual, impasible, aunque las cosas habían cambiado radicalmente. La tristeza de mi mamá se había trocado en ira, como si el calor de la fiebre se hubiese instalado dentro suyo; no paraba de sollozar con voz asfixiada un mantra de dos únicas palabras: “nos dejó”. No supe si asustarme más por la ausencia física de mi papá o por el exilio mental de mi mamá, pero de alguna manera ambos estaban ahora lejos de mí; a ambos se los había llevado el río. Aquel silencio desconcertado de mi parte poco ayudó a tranquilizar a mi mamá. La hizo centrarse en mí, queriendo consolar sus dolores con una avalancha de caricias y reafirmaciones. “No te preocupes” me repetía, tomándome en brazos febriles, “Yo sí estoy contigo. Yo no te voy a dejar”. Yo respondía con un ligero asentimiento, como aceptando algo que no lograba entender del todo.

          Lo primero que hizo entonces fue cerrar las puertas. Viéndola luchar con el cerrojo podrido, me preguntaba si lo hacía para evitar que algo entrase a la casa, o más bien para impedir que algo saliese. Quizás no quería que mi papá volviese después de haberse marchado, o quizá sólo nos protegía de una nueva arremetida del río. Cualquiera que fuese el caso, un aire húmedo se apoderó inmediatamente de la sala, y mis eventuales paseos desaparecieron por completo. Su tristeza se tornó en una prisión para ambos, y yo de tanto echar de menos a mi padre, comencé a detestarlos a ambos: a él por marcharse y a ella por permanecer; a él por las explicaciones que me hicieron falta, y a ella por las que nunca le pedí. Aquella crueldad que crecía en mi interior no tardó en tomar cuerpo durante las noches, en los millares de insectos que trepaban los cristales de la ventana, espiando al interior de nuestra tumba con forma de casa, y esperando la noche en que nos hallaran sin vida y pudieran entrar tranquilamente a chuparnos la sangre que nos quedase.

          La última noche que pasé en la casa, desperté con esas pesadillas. Casi sin pensarlo, dirigí mis pasos en silencio hacia la sala, esperando toparme con los engendros que me asediaban en el sueño. Si aparecían, me entregaría a ellos; dejaría que me devorasen de una buena vez, y con gesto suicida, guardaría silencio para no despertar a mi madre. Pero mis pasos dieron sólo con el bote. Después de mirarlo largo rato, hice acopio de todas mis fuerzas, para empujar con mis manos el borde de la madera, hasta desplazar el bote sobre el fango agrietado de la sala y hacer estrellar su punta de madera contra una de las hojas torcidas de la puerta. Empujé y empujé nuevamente, mientras las embestidas de la quilla comenzaban a abrirse paso torpemente hacia afuera, tal y como lo hace un niño al nacer, ensanchando con su propia cabeza la pelvis de su madre. Pero afuera no me esperaba el frío y aséptico aire del quirófano, sino la húmeda desolación de una llanura anegada. Aunque me ardían las manos y resbalé un par de veces en el lodo, nada detuvo mi  deseo de sacar el bote de nuestra sala. Al final las puertas cedieron en su empeño carcelario y mi rostro se enfrentó desnudo a la medianoche.

          Mis fuerzas flaquearon cuando la primera parte de la embarcación chapoteó en el agua. La humedad trepaba mis pantalones, los brazos me latían sin compás y el cabello sudado se adhería a mi frente; pero finalmente lo había logrado. El agua cenagosa, mezcla entre charco y espejo, prometía un viaje calmado, lento, un paseo en lo oscuro que me conduciría al lugar en que mi papá se encontrase. En mis hombros recaería aquella secreta aventura.

          Tomé un descanso, dejándome caer dentro de mi salvavidas de madera; el cielo sin estrellas resultaba un espectáculo apropiado para la serena angustia que comenzaba a sentir. Me abrumaba la sensación de querer ir en mil direcciones a la vez, y ante aquella encrucijada interna, me abandoné a lo que los azares del sueño me deparasen. Fue así como desperté, no sé a qué hora, rodeado de nubes marrones dibujadas en el agua. A lo lejos, la oscuridad de la llanura. En mi barco, el tembloroso sabor del pánico. Me había dejado arrastrar por el capricho silencioso de las aguas. Enmudecí, pues no había nadie a quien pudiera gritarle, al tiempo que percibía el delicado compás de algo que rozaba insistentemente la madera. Un pequeño rasguño apenas, que no tardó en multiplicarse a mi alrededor hasta devenir en un coro nocturno de los quejidos del bote. Como si algo de muchas patas comenzase a trepar lentamente de las aguas. Algo hambriento. Algo que, cansado de espiarme desde las ventanas del cuarto de mi madre, había decidido embarcarse conmigo a la deriva, y ahora hallaba su oportunidad para hacerse cruelmente manifiesto.

          Y en el instante preciso en que el enjambre alcanzó el borde y clavó sus miles de ojos diminutos en mi piel, no acerté más que a tapar rápidamente los míos con mis manos.

 

 

Datos vitales

Gabriel Payares (Londres, 1982) Licenciado en Letras por la Universidad Central de Venezuela, es tesista de la Maestría en Literatura Latinoamericana de la Universidad Simón Bolívar. Realizó en 2006 el taller de escritura creativa de Monte Ávila Editores, en la mención narrativa, dirigido por Carlos Noguera; así como el Taller de Ensayo Literario dirigido por Armando Rojas Guardia en la Fundación para la Cultura Urbana en 2008. Ha sido colaborador de diversos medios impresos y digitales, tales como la revista literaria Babel, la revista digital de humanidades Léxicos, los portales literarios Ficción Breve Venezolana, Fundación para la Cultura Urbana y Letralia, así como del suplemento cultural “Papel Literario” del diario El Nacional, el magazín Lector Urbano y la revista de poesía El Salmón. Docente universitario de la Universidad Central de Venezuela, ha publicado el libro de cuentos Cuando bajaron las aguas (2009), única obra ganadora de la mención narrativa del VI Concurso de Autores Inéditos de Monte Ávila Editores Latinoamericana en 2008.

Librería

También puedes leer