La ficción Juárez

Mausoleo de Benito Juárez

En el siguiente ensayo Alejandro Toledo (Ciudad de México, 1963) revisa los modos en que ha sido representada la figura de Benito Juárez en los monumentos, la literatura, el cine, la televisión. Un interesante texto sobre el presidente que expidió las leyes de Reforma, a través de los modos en que ha sido exaltado o desmitificado.

 

La ficción Juárez

 

Para el dramaturgo y novelista austriaco Franz Werfel, la de Benito Juárez es una presencia poderosa que no necesita ser mostrada a los espectadores. Al principio de la obra Juárez y Maximiliano (1924), justo en el cuadro inicial, mientras aguarda el momento en que le concedan unos minutos para entrevistar al presidente de México en su huida hacia el Río Bravo, especula el personaje Clark, corresponsal de guerra del The Herald neoyorquino: “Este ilustre y venerado señor don Benito Juárez parece ser todo un mito”.

            El mito está visible, al menos para el periodista que hace una larga antesala y atisba a ratos su silueta, pero será igualmente inalcanzable. Cuando Clark siente haber cruzado miradas con Juárez, reacciona de un modo incomprensible. “No tengo miedo, pero el corazón me late desesperadamente”, reconoce. Y desiste de su empeño de conversar con él: “Creo que me las tendré que arreglar sin la entrevista”.

            Más adelante Stephan Herzfeld, compañero de infancia de Maximiliano, dirá al emperador: “Juárez es una curiosa fuerza. Nadie sabe nada de él. No hay ni aun retratos suyos. Su más impersonal personalidad desaparece detrás de unos cuantos decretos, y sin embargo, la oye uno rugir a la distancia como un gigantesco Niágara. Ese hombre no es de este siglo”.

 

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La “más impersonal personalidad”, exacta descripción del Benemérito de las Américas, esa figura blanca beatificada casi en la Alameda por su “hemiciclo”, o crecidísima en una monstruosa testa, elefantiásica, en la salida de la ciudad de México a la carretera a Puebla (se hacía la broma, en una representación de Jesusa Rodríguez, de juntar dinero para construirle el cuerpo entero a la “cabeza de Juárez”), ese indígena marmóreo al que se dedicaban poemas inútiles en las ceremonias estudiantiles de los años sesenta y setenta (del siglo pasado): “Benito Juárez/ a tus pies hoy,/ venimos los niños/ a rendirte un tributo de amor/, que tus leyes son gloria y orgullo/ de mi bella y querida nación”; o al que se visitaba en sus lúgubres aposentos en uno de los patios marianos del Palacio Nacional, donde está o estaba la cama en la que poseyó presidencialmente a su señora y arrojó, además, su último suspiro; o se le encontraba en la pantalla chica, para asombrarse de la exacta clonación de Juárez en la persona de José Carlos Ruiz, el Juárez duro y solemne de la telenovela histórica El carruaje (Ernesto Alonso, 1972), producida justo en el centenario de su muerte.

            El mito, la figura rígida o curiosa fuerza, tenía sus también rígidas representaciones en la pantalla grande, en cintas estadounidenses como Juárez (William Dieterle, 1939, a partir de la pieza dramática de Werfel), en la que el prócer encarnó en el actor austrohúngaro Paul Muni y Bette Davis fue una sensual y dislocada Carlota, o películas mexicanas como El joven Juárez (Emilio Gómez Muriel, 1954), con Humberto Almazán en el papel principal y Maria Elena Marqués como doña Margarita, y en la que se propone un cumplimiento casi religioso del destino patriótico cuando el pequeño pastor de ovejas es llevado por milagro al centro del lago, en un terreno de tierra en el que descansaba de pronto convertido en isla móvil o balsa, y escucha desde el cielo los designios de la Patria (puesto que Dios no está en su reino) de que el país espera de él grandes cosas.

 

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Quizá por la misma percepción de su rigidez, en los años ochenta se intentó dar movimiento al personaje Benito Juárez. Antes, claro, a la ceremonia oficial de la escuela se le oponían ñoños rituales contestatarios, y se creaban estrofas desaliñadas: “Benito Juárez/ nació en Oaxaca,/ se echó un clavado/ y cayó en la caca”, o corrían los rumores en el patio de recreo sobre un chiste doble del Manuel el Loco Valdés en la televisión que le había costado al comediante salir dos veces del “aire”: una, cuando preguntó aquello de cuál había sido el primer presidente bombero; y otra, sobre la primera dama bombera, es decir Bomberito Juárez y Manguerita Maza de Juárez.

            El castigo era señal de un endiosamiento, puesto que seguían gobernando las rigideces; y la burla pícara, reacción frente a lo que se ordenaba fuera intocado.

            Benito Juárez representaba el enigma sagrado de la nación, excepcional arribo al poder de un indígena zapoteco, lo que implicaba la enseñanza de que si el estudiante se esforzaba, si ponía la constancia debida en sus clases, acaso se llegaría a ser como él. El chiste televisivo e inocente del Loco Valdés conjuntaba dos ambiciones hoy ridículas: ser bombero o presidente de la República.

            En la farsa teatral Manga de clavo (Juan Tovar y Beatriz Novaro, 1985), Juárez se baja del templete o la base de la estatua en que se encontraba (estatua de sí mismo) y se pone a patinar por el escenario, y el público se divierte y desconcierta por ese acto irreverente, por un Juárez al fin “animado” aunque trastabilleante que pasea entre Antonio López de Santa Anna y Maximiliano de Habsburgo.

 

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Y hay ya, en la literatura, un Juárez medio humano en Noticias del Imperio (1987), de Fernando del Paso, que habla con su secretario como un mortal (o casi) con otro mortal y bromea con los prejuicios sobre el color de la piel y dice que un día le escribirá a su señora: “¿Sabes, Margarita? ¿Sabes qué? Nos salió bonito el Archiduque”, como quien ve a un niño recién nacido y dice: “Salió muy bonito el bebé, con ojos azules y muy blanco”.

            Del Paso, justamente, se encontró con el problema de cómo retratar a un personaje de hierro, tan petrificado que no despierta ternura sino otra clase de sentimientos muy encontrados. Respiró el novelista al encontrar la correspondencia que tuvo Juárez con su yerno Santacilia: “Descubrí así que Juárez no sólo era ambicioso (como todo político), sino que además para llegar adonde llegó fue un hombre que tuvo que sostener una lucha tremenda por su origen, para hacerse respetar y darse dignidad y darle dignidad a la República, y no abandonarla no sólo en el sentido físico sino en el moral. En su peregrinaje por el país, llevando el Archivo Nacional con las once carretas arrastradas por bueyes, se le mueren dos hijos y su esposa se tiene que exiliar. Es una tragedia personal inmensa la que sufre Juárez, mientras Maximiliano está dedicado al ceremonial de la Corte. Eso me hizo respetable a Juárez; me dije: voy a pintar al Juárez que aprendí. Aunque al final me lavo un poco las manos con la pregunta: ¿qué vamos a hacer contigo, Benito?”

            Pregunta que también circula en Juárez, el rostro de piedra (2008), de Eduardo Antonio Parra, por su acercamiento a un personaje con rostro de “geometría sobria”, “rudas” o “inmóviles” facciones, de “semblante adusto” o “tiesa corrección”. Para bajarlo del pedestal, tanto Del Paso como Parra optan por tutear a Juárez. Al irlo reconociendo, y conforme avanzan las páginas de su novela, Parra llega a presentarnos a un ser apasionado por el baile, capaz de reír o aun sonreír y llorar en soledad, y al atestiguar estas maniobras otrora prácticamente imposibles siente el lector cómo el héroe patrio, instalado de tiempo atrás en la parálisis, en efecto petrificado, adquiere por la astucia narrativa algo de movilidad y también un poco de humanidad.

 

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El cuadro último del Juárez y Maximiliano de Franz Werfel propone esta situación frente a la iglesia de Capuchinas en Querétaro: los habitantes de la ciudad esperan la llegada del presidente, quien viene a ver el cuerpo acribillado de Maximiliano. He ahí a Juárez, dice la princesa Agnes Salm, “un viejecito, el vestido le queda mal, camina cuidadosamente”. Entra Juárez a la iglesia. El espectador no lo ve, sabe de sus movimientos por lo que dicen de él la princesa Salm, Herzfeld y el doctor Basch, testigos a distancia, por la manera como describen la escena y la forma en que lloran la muerte de Maximiliano. La princesa debe reconocer: “Juárez es el grande, el verdadero amo de este tiempo”. La multitud grita el nombre de Juárez, y una banda toca “La Chinaca”, el breve himno revolucionario.

            En la película de Hollywood (donde se sacrifica esa omnipresencia de Juárez, que está pero no se ve, gran hallazgo de la obra de Werfel, y se personifica al prócer), la escena es vista desde el interior de la iglesia. Juárez se acerca al féretro en el que yace Maximiliano, inclina la cabeza para decirle al muerto: “Perdóname”. Camina entonces hacia la salida con pasos cansados. Y entonces aparecen las palabras “The End”.

            La película del bomberito atómico, benemérito de las humaredas, llega entonces a su fin.

 

 

Datos vitales

Alejandro Toledo nació  en la ciudad de México en 1963. Ha sido becario del Centro Mexicano de Escritores y del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes, y miembro del Sistema Nacional de Creadores. Ha publicado diversos libros de conversaciones con escritores. Es autor de los volúmenes de cuentos Atardecer con lluvia (1996) y Corpus: ficciones sobre ficciones (2007); los libros de prosa ensayística Cuaderno de viaje (1999), Lectario de narrativa mexicana (2000), El fantasma en el espejo (2004) y James Joyce y sus alrededores (2005); los títulos periodísticos De puño y letra: historias de boxeadores (2005), La batalla de Gutiérrez Vivó (2007), Todo es posible en la paz: de la noche de Tlatelolco a la fiesta olímpica (2008) y A sol y asombro (2009); y las antologías Poemas y narraciones sobre el movimiento estudiantil de 1968, El imperio de las voces: Fernando del Paso ante la crítica (1997), Dos escritores secretos: ensayos sobre Efrén Hernández y Francisco Tario (2006), El hilo del Minotauro: cuentistas mexicanos inclasificables (2006) y Larva y otras noches de Babel (2007). Es coeditor (junto con Daniel González Dueñas y Ángel Ross), de Voces reunidas de Antonio Porchia, publicado en el 2006. Está a cargo de las Obras completas de Efrén Hernández, que edita el Fondo de Cultura Económica.

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