Vicente Alfonso (1977) es uno de los narradores mexicanos más interesantes del último lustro. La novela policial Partitura para mujer muerta, recibió un premio y ya ha sido reimpresa en dos ocasiones. Hace unos días, el narrador coahuilense recibió Premio Nacional de Narrativa María Luisa Puga 2009 convocado por la UACM.
Señas particulares
Vino a la estación por primera vez en marzo del año pasado, con el paquete de copias y el rollo de cinta. Estaba despeinado y traía en la oreja un lápiz, como los carpinteros. Yo estaba en mi oficina hablando por teléfono, y es probable que lo hubiese olvidado fácilmente si no hubiera sido por la cicatriz que le manchaba el pómulo. Digo que lo manchaba porque no era una cicatriz larga como la que deja un navajazo; parecía más bien una quemadura, una especie de borrón en medio de la cara. No sé, de inmediato me pareció que la mancha contrastaba con el resto de sus rasgos, que entonces me parecieron infantiles.
Dio un par de golpecitos en la ventana y luego se metió como si fuéramos conocidos de toda la vida. A modo de saludo levantó el paquete de hojas que traía en la mano. Desde mi escritorio le hice una seña, le pedí que esperara. Así lo hizo. No sé por qué no pude dejar de verlo. Había en sus movimientos un aire de preocupación, como si estuviera haciendo algo meditado durante mucho tiempo.
Estuvo un par de minutos viendo por la ventana a las personas que pasaban, que entraban y salían de los vagones. Pensé que esperaba a alguien, que quería hallar a un conocido entre la gente.
–¿Qué quiere? –pregunté apenas terminé la llamada.
–Buenas. Vengo a pegar un cartel.
–¿Tiene permiso?
–Ajá –contestó.
–Aquí déjelo –dije, extendí la mano–. Nosotros lo pegamos.
–No es por nada pero me gustaría pegarlo yo.
–A ver. Déjeme ver –dije.
Alargó hacia mí el brazo. El cartel era un retrato hablado.
–La estoy buscando –dijo–; bonita, ¿no?
Vaya que lo era. Ojos grandes y expresivos, rasgos finos, sombras acomodadas con esmero. Con el mismo trazo, el dibujante había hecho un par de labios carnosos sobre los que flotaba un lunar apenas perceptible. El cabello, corto pero no demasiado, parecía revuelto por un viento suave. Debido a la perspectiva, era visible sólo la mitad de la oreja izquierda: de ella pendía un arete largo. En los hombros, un par de tirantes delgados sugerían que la mujer usaba un vestido de noche. Debajo del dibujo había sólo una frase: ¿La ha visto? y un teléfono.
–Como quiera –le dije–. Nomás no quite ninguno de los otros.
Salió de la oficina, se enfiló a los andenes. Lo seguí. Como un pintor prepara el lienzo, el hombre despegó del tablero los restos de otros pósters y pegó el suyo. Repasó con los dedos los fragmentos de cinta en las esquinas, se aseguró de que el retrato quedara bien fijo sobre la superficie. Dio unos pasos atrás y se quedó mirando la cara de la mujer trazada a lápiz. No sé por qué, pensé que iba a llorar.
–Ojalá tenga suerte –deseé–. En serio.
Pasaron cuatro, tal vez cinco semanas. A veces, al volver de mi ronda, me detenía a ver el dibujo: los labios, los ojos, el cabello. Me preguntaba entonces qué historia unía a esa mujer con el tipo de la cara marcada. Tal vez ella lo había dejado y él no se resignaba. Quizá ella misma era la autora de la cicatriz.
Una tarde me di cuenta de que el aviso ya no estaba. No me extrañó: a veces la gente arranca los anuncios por ganas de molestar, por curiosidad o nada más porque le gustan y quiere llevárselos para pegarlos en su casa. El rostro de la mujer era tan agradable que no me extrañaría que algún estudiante se lo hubiera robado para ponerlo en la pasta de un cuaderno. Además, es un hecho que en no pocas pesquisas el desaparecido regresa por propia voluntad. En esa situación generalmente son los parientes apenados quienes quitan los carteles y suspenden la búsqueda.
A principios de mayo, el hombre volvió a aparecer por mi oficina. Traía, como la primera vez, el rollo de cinta, el lápiz en la oreja, el paquete de copias. Pero esta vez me pareció cansado. Y más preocupado.
–Ya vine –dijo. Parecía seguro de que iba a recordarlo.
Actuaba como si nos hubiéramos visto el día anterior.
–¿Puedo? –levantó la mano con las hojas.
Asentí con la cabeza mientras veía el retrato. Era muy parecido al otro. Se trataba sin duda de la misma mujer, pero había en ella ligeras variaciones. Después de unos segundos pregunté:
–¿No sería mejor con una foto?
–No sé. Aún si la tuviera, no estoy seguro de que fuera apropiado.
–No se apure, va a ver que sí la encuentra –dije.
Sentí ganas de preguntar quién era ella, por qué la buscaba. Estuve a punto de darle al hombre un par de palmaditas en la espalda como si fuéramos compadres. Pensé incluso en iniciar una conversación. Pero algo lo impedía, le enturbiaba el carácter del mismo modo que la cicatriz le manchaba la cara. Tal vez sólo estaba cansado, preocupado por el destino de aquella mujer. Antes de salir, volteó a la ventana para estudiar los rostros de la gente que pasaba: vendedores, empleados de oficina, estudiantes, obreros.
Horas después, al terminar mi ronda, fui al tablero y me detuve delante del cartel. A mi lado los trenes arribaban, los pasajeros bajaban y subían, pasaban sin mirarme, evitaban mirarse unos a otros. Después de unos minutos concluí que la diferencia entre los retratos estaba en el cabello: en éste era un poco más largo, aunque seguía ondeando como si lo estuviera meciendo un viento leve. Más allá no había cambios: el arete largo, la gala sugerida en los tirantes del vestido. Y debajo, la frase ¿La ha visto? , y el teléfono.
Yo me preguntaba qué tenía que ver ese hombre con una mujer como la del dibujo, cuál era la historia de esa pesquisa, de la elegancia de ella y del descuido en el que parecía estar cayendo él.
Esa vez el retrato si permaneció en el tablero todo el mes. Poco a poco las esquinas comenzaron a doblarse, alguna mano anónima rayó una frase obscena. Luego alguien contestó con tinta diferente, hasta que el rostro de la mujer quedó irreconocible bajo una telaraña de rayones.
El hombre regresó a principios de mes con un nuevo retrato. Esa vez no fue siquiera necesario que entrara a mi oficina. Más que cansado, me pareció que estaba enfermo: ojeroso y taciturno, el resto de su cara parecía adaptarse a la cicatriz del pómulo. Sólo me hizo una seña desde la ventana y levantó las hojas. Yo asentí en silencio. Había algo en su persistencia que me decía que no estaba dispuesto a resignarse, que necesitaba encontrar a la mujer.
Así pasaron cuatro, tal vez cinco meses. Ahora que lo pienso, sólo una vez llegué a creer que la imagen de ella se estaba diluyendo con el tiempo. Fue en diciembre. Yo hacía mi ronda y me encontré al hombre fijando en el tablero una nueva versión del retrato. Esta vez había diferencias importantes: la mujer aparecía un poco más lejana, de modo que el retrato incluía parte del torso. En efecto, llevaba un vestido de gala. Además era posible ver una mano sosteniendo lo que parecía el brazo de un violonchelo.
Bajo los ojos de él se habían remarcado las ojeras, y había dejado de afeitarse. Volteó a verme, pero no me saludó. Sólo inició la conversación como si yo supiera a qué se refería.
–Estuve pensando, ¿sabe? –señaló, se volvió hacia el retrato–. El detalle del violonchelo es importante. Pero no sé, siento que algo le falta…
–Tenía un lunar por aquí –dije.
–De veras, eso es.
Entonces tomó el lápiz de su oreja y allí mismo dibujó el lunar. Aprovechó para añadir un par de trazos a los ojos, ensombreció los labios.
–Creo que así debe verse ahorita –dijo–. Y no se por qué, pero estoy seguro de que es violonchelista.
No supe qué decir. Tantas veces había visto el retrato de aquella mujer. En más de una ocasión me había sorprendido repasando sus rasgos, preguntándome la razón por la que el hombre estuviera acabándose la vida en esa búsqueda.
Así pasó enero.
–Ya no. Fue el último mes – le dije la siguiente ocasión en que pasó por mi oficina.
Me miró con sorpresa, como si no tuviera autoridad para negarle que pegara sus retratos.
–Entienda –dije– cada vez hay más avisos y no sé si…
No esperó siquiera a que terminara la frase. Se volvió y comenzó a caminar hacia el andén. Lo seguí, le escupí dos o tres advertencias, pero me dio la impresión de que no me escudaba. Ambos caímos en un silencio estúpido, pesado.
Comenzó a pegar la hoja en el tablero. Yo lo observaba.
–La última –dijo.
El retrato era casi idéntico al del mes anterior: el cabello flotando, ahora más largo, los dedos asiendo el brazo del violonchelo. Sin embargo, en esta nueva versión los hombros aparecían apenas sugeridos y el torso se difuminaba poco a poco. Me volví a ver al autor que terminaba de pegar el aviso: con tristeza pensé que el efecto de degradado era un reflejo de su memoria.
Pasaron las semanas. Comenzó febrero. Yo presentía que, a pesar de lo acordado, el hombre iba a volver con una nueva versión del retrato. No fue así. Entonces, no sé por qué, me sentí estúpido. Once meses seguidos eran suficiente tiempo. Caminé hasta el tablero con la intención de quitar el aviso, pero no pude hacerlo, porque alguien se me había adelantado.
Una noche, a finales de julio, terminaba mi ronda cuando vi a una mujer que bajaba del tren y comenzaba a caminar por el andén. Llevaba al hombro un estuche de violonchelo. En lugar del vestido negro llevaba un pantalón de mezclilla y una blusa blanca. Reconocí de inmediato los aretes largos, el cabello suelto agitado por la corriente de aire que creaba la llegada del siguiente tren. Sentí cómo mi pulso se aceleraba, recordé los retratos que el hombre había pegado en el tablero. ¿La ha visto?, repetí. Lo intenté, pero no pude recordar el teléfono. Entonces me di cuenta de que, mientras caminaba hacia mí, la mujer hurgaba en su bolso. Parecía nerviosa. Yo también lo estaba.
Cuando estuvo cerca pude ver el lunar nítido, exacto, que flotaba sobre sus labios gruesos. Ella también me vio, parpadeó cuatro, tal vez cinco veces, como si eso le ayudara a ordenar sus ideas. Entonces volvió a hurgar en su bolso. De allí sacó una libreta. La abrió. Me mostró un retrato hablado.
—¿Lo ha visto? —preguntó.
De inmediato reconocí la cicatriz. No sé por qué le dije que no, que nunca lo había visto.
Datos vitales
Vicente Alfonso nació en Torreón, México, en 1977. Ha sido becario de la Fundación para las Letras Mexicanas en 2005-2006 y 2006-2007 y del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Coahuila en 2002-2003. Actualmente tiene la beca de Coahuila para Creadores con Trayectoria. Con Partitura para mujer muerta (Literatura Mondadori, 2008) obtuvo el Premio Nacional de Novela Policíaca. Otros de sus títulos son El síndrome de Esquilo (Ficticia, 2007) y La Laguna de Tinta (UA de C, colección escritores Coahuilenses, 2006). Su labor como reportero y articulista le ha valido premios como el Armando Fuentes en 2003 y Estatal de Periodismo Coahuila 2007. En 2002, el Gobierno de Coahuila le otorgó la medalla Nazario Ortiz. Entre 2002 y 2004 fue editor internacional del diario El Siglo de Torreón. Sus trabajos han sido publicados por revistas como La Gaceta del Fondo de Cultura Económica, Este país, Tierra Adentro y Proceso.