William Hazlitt: la sinuosa recta de la prudencia y la sabiduría

Ramón Castillo

A continuación, Ramón Castillo (Orizaba, 1981) nos presenta un excelente pórtico a la obra de un clásico del ensayo inglés y universal: William Hazlitt (1778-1830). Castillo actualmente es becario de ensayo en la Fundación para las Letras Mexicanas.

 

 

William Hazlitt: la sinuosa recta de la prudencia y la sabiduría

 

I

El gremio de los escritores, dice Borges, puede dividirse en dos: los que imaginan y los que razonan. Hawthorne, por ejemplo, pertenece a los primeros.  Es decir, aquellos que escriben a partir de imágenes. En él la narrativa surge a partir de la intuición y el sueño aunque, muchas de las veces, caiga en tramas de tinte moral que dan al traste con sus historias.  Los otros, los lógicos, se sirven de la abstracción. En ese terreno está Ortega y Gasset que puede razonar, “bien o mal”, pero no imaginar. De ahí que su mayor dolencia consista en las metáforas laboriosas y poco logradas que obstruyen el buen pensamiento al que llega. En términos elementales, se puede concluir que los escritores cuya inclinación pertenece a las metáforas y la intuición, se avocan —con mayor frecuencia— a la narrativa y la poesía, en tanto que los segundos a la filosofía y el ensayo. Esto es, como casi cualquier aseveración, discutible, perfectible o desdeñable. Sin embargo, la pertinencia de traerla al caso reside en el hecho de mencionar a un escritor como William Hazlitt que, de manera clara y evidente, pertenece a la estirpe de los pensadores y sin embargo le debe al grupo de los imaginativos toda la perfección de su lenguaje.

            Nacido en Inglaterra en el año 1778 e hijo de un predicador, William, de cinco años de edad, queda marcado simbólicamente por la iniciativa de su padre de viajar, con su familia, a Estados Unidos de Norteamérica, para apoyar la insurgencia de las colonias inglesas. Gesto que cobrará importancia cuando, ya mayor, Hazlitt asuma los ideales libertarios de la Francia napoleónica. Interesado desde temprana edad por la filosofía, renunció a la palabra escrita debido a la frustración de no poder expresar verbalmente las ideas que en su mente se insinuaban. Influido por su hermano mayor, opta por dedicarse a la pintura, oficio que efectúa de manera más o menos satisfactoria. Pero no es sino hasta el encuentro que tiene con los poetas que delinearán el romanticismo inglés, Coleridge y Wordsworth, en 1798, que Hazlitt asumirá su verdadera vocación.

            Agradecido por aprender de estos poetas la precisión e importancia de la palabra, el ensayista parece sugerir con sus posteriores críticas a Coleridge, autor de la “Balada  del viejo marinero”, eso que años después Nietzsche hará decir a Zaratustra: “se paga mal al maestro si se permanece siempre alumno”. Serio y firme en sus convicciones, no tendrá reparo alguno en escribir que su maestro, a veinte años de su último logro literario, “solo ha vivido del eco de su propia voz”. Salta a la vista, por comentarios como éste, que William Hazlitt ejercía el doloroso y heroico trabajo de no otorgar concesiones de ningún tipo.

            El pensamiento, a diferencia de la acción, no es unívoco sino múltiple. La escritura, por tanto, desde el punto de vista de William, tiene la libertad extraordinaria de abordar cualquier tema y deslizarse por los sutiles matices que lo componen. La potencia intelectual de Hazlitt, desarrollada principalmente por su labor en publicaciones periódicas, no abruma al lector por la sobrecargada erudición o densidad de sus textos. Por el contrario, destaca un tono ameno, que en ocasiones, por su ligereza, puede engañar, suponiendo que lo grato es sinónimo de lo baladí. La prosa  de este ensayista atrapa por la suavidad de un flujo elegante, complacido mas no autocondescendiente. En él la búsqueda de sugerencias e insinuaciones sobrepasa cualquier tentación doctrinaria. Pensador con tintes imaginativos en la cantidad justa para no falsear sus intenciones, jamás engaña a su lector en cuanto a sus aseveraciones se refiere. Pertenece por entero a la familia de los filósofos, y no obstante, ilustra con amabilidad y fineza uno de los muchos objetivos de toda literatura: seducir.

 

II

Hazlitt, al igual que René Descartes, cree que la lectura es una conversación con hombres de otras latitudes y tiempos. Su prosa parece enarbolar el ideal ilustrado que, como explica Peter Sloterdijk en “Normas para el parque humano”, visualiza a los libros como “voluminosas cartas a los amigos”. Una estrecha correspondencia en la que los destinatarios siempre son anónimos e infinitos, concepción humanista y favorecedora, explica el filósofo alemán, de una filiación que conmueve y congrega a todos aquellos que son sacudidos por este cúmulo de cartas abiertas.

           Lector profundo de los antiguos, William Hazlitt no es inocente. Su atenta lectura reclama e interpela a los autores y, a veces, al ver insatisfechas sus expectativas, no duda en hacer patente el desencanto por sus contemporáneos. Se pregunta con aparente elegancia flemática, que disfraza la virulencia lúcida del inconforme, por qué la gente disfruta leer libros nuevos. Si el arte en general se ha desarrollado tan grandemente, sugiere en “The Spirit of the Age”  —considerada por los críticos como su gran obra—, no vale la pena intentar hacer algo si no es absolutamente original, algo que se una al inventario de las grandes obras y lo lleve más allá de su estado anterior. Desafortunadamente, la gran parte de la literatura de su tiempo, asegura él, no vale la pena ser leída cuando se tiene a Shakespeare a la mano. Sorprende y preocupa lo moderno, lo actual que puede ser tal juicio, una observación cargada de lúcidos reclamos. Coleridge, tal vez la figura más importante en su vida, es sólo “un espejo que refleja la grandeza de los tiempos pasados”, pero que no dice ni hace nada nuevo o digno de mención. Aquella época colmada de conversadores y no de hacedores, se solazaba —ante la mirada desaprobatoria del ensayista— en su propia miseria, un orgullo vacuo, una sonrisa idiota. De nuevo, la sentencia parece tan cercana que, aún a pesar del tiempo transcurrido intimida.

            El estilo lúdico, mordaz e inteligente de sus ensayos y críticas ha impedido su envejecimiento o su olvido. Respetuoso del valor de una charla fácil y alegre, jamás exenta de inteligencia, desdeña los recatos de los eruditos y aboga por el pragmatismo de un oficio bien logrado, que en él toma forma como una escritura asaz profunda y al mismo tiempo  placentera.

 

III

La inconformidad, la disensión y el desacato son características de este hombre, pero que deberían, como imperativo ético, extenderse a cualquier ensayista, a cualquier escritor. Por supuesto no debió ser fácil convivir con él, pues, según el testimonio de Thomas de Quincey, mediante sus ensayos, sus críticas y sus actos, Hazlitt se enfrentó a todos los intereses y personas poderosas en Inglaterra.

           Fue tal la efervescencia de sus creencias, la ferocidad con que las defendía, que uno de sus más célebres ensayos, “Sobre el placer de odiar”, concluye con la punzante declaración de no haber odiado al mundo lo suficiente por su mediocridad. Es verdad, el “resorte mismo del pensamiento y la acción” es tener algo qué odiar: una idea o costumbre, un partido político y, por qué no, hasta un amigo. Todas son ocasiones de movilizar el pensamiento y la acción. Enamorado de la Revolución francesa, el ensayista inglés no concibe otro estado más que el de la belicosidad. Guerra de guerrillas contra todo, inclusive contra sí mismo, Hazlitt nunca baja la guardia, ni siquiera cuando pelea con su sombra. Orgulloso de pertenecer al pueblo que inventó el boxeo moderno, su trabajo literario es un encuentro contra los prejuicios y hábitos de su tiempo y sociedad. Observa con detenimiento cada detalle, lo analiza, lo comenta. Como un viejo alquimista, parece creer en la sentencia que dicta que así como son las cosas arriba, también lo son abajo; correspondencia entre el todo, no hay tema que merezca ser desdeñado. Escribe sobre el placer de la pintura, la gente que tiene sólo una idea en su vida, el miedo a la muerte, Inglaterra, un reloj de sol, la servidumbre o el amor propio, temas que por más disímiles que parezcan, demarcan la cartografía de una mente hábil y curiosa.

            En los ensayos de William Hazlitt existe el reconocimiento, a veces desencantado, a veces en extremo brillante, de la debilidad de la razón ante las pasiones y el hábito. Con una mezcla peculiar de empirismo británico y un psicologismo innatista, admite que el hombre se guía por el prejuicio, la pasión y la costumbre. Tendencias que frecuentemente lo desvían de la “línea recta de la prudencia y la sabiduría”. En el demoledor comienzo de uno de sus ensayos, Hazlitt escribe: “Soy uno más de quienes no creen que la humanidad esté gobernada precisamente por la razón o por un frío cálculo de las consecuencias”. Estas líneas describen a la perfección la postura básica con la que interpreta al mundo. La ignorancia e imbecilidad siempre tendrán mayores adeptos que el buen sentido y la inteligencia. De esta oscilación entre tesituras pesimistas, el escritor y filósofo extrae el primer presupuesto a partir del cual ejecuta su labor creativa. Asume con determinación que el trabajo ensayístico, aún cuando los resultados sean adversos, no debe caer en la facilidad o el derrotismo. Su principal lucha consiste en oponer a la inercia de la costumbre, la crítica ilustrada y la exigencia personal. Las palabras que dedica a la preparación del boxeador, son aquí fácilmente superpuestas: “Todo el arte de entrenar consiste en dos cosas: ejercicio y abstinencia, abstinencia y ejercicio; todo ello, repetido alternativamente y hasta la saciedad”. No hay más. Sólo trabajo. Algo en lo que estarán de acuerdo Edgar Allan Poe y Charles Baudelaire años después.

 

IV 

Su carácter intransigente así como la firmeza de sus convicciones llevaron a Hazlitt a vivir una vida plagada de desencantos y fracasos. Matrimonios fallidos, escándalos, amistades rotas y penurias económicas no aminoraron jamás su fuerza crítica. En lugar de eso, sus ensayos buscaron siempre la exigencia del esfuerzo y la claridad. Heredero del pensamiento filosófico clásico, cree que la razón y la pasión son entidades contrapuestas. El hombre feliz, a la usanza socrática, es el hombre sabio, conocedor no sólo de la naturaleza humana sino también de la forma de guiarla y llevarla a buen fin. Para un lector actual esto sonará demodé o ingenuo, quizás así sea. Nuestra época  ha hecho del cinismo y la ironía sus mecanismos de defensa. Pero bien vale la pena regresar la mirada a un autor tan patente como éste que, precisamente, por no ceder ante el equívoco, sugirió un camino ante la desesperanza y la estupidez.

            Considerado por la tradición inglesa como uno de sus más grandes ensayistas y críticos, William Hazlitt responde sin duda a la clasificación propuesta por Nietzsche de “pensador intempestivo”. Su obra está más allá y en contra del tiempo en la que se formó y puede aún dialogar con nuevos lectores debido a su confianza en un tiempo por venir. Como una carta que solicita la celebración de una amistad dirigida a un ignoto destinatario, lo más justo es otorgar a la prosa de este ensayista un esfuerzo para con la inteligencia y un reconocimiento al placer de su lectura.

            Decepcionado ante el fracaso revolucionario  Hazlitt decide recluirse en el mundo de las letras. No como una escapatoria o negación de su realidad, sino con la plena conciencia de saber que es ahí donde sus palabras permanecerán resguardadas de la muerte. En “Sobre el sentimiento de inmortalidad en la juventud” apunta: “Mientras podamos mantener vivos nuestros pensamientos queridos y nuestros intereses más íntimos en las mentes de otros, parece que no nos hemos retirado del todo de la escena”.

 

 

Datos vitales

Ramón Castillo (Orizaba, 1981). Egresado de la Licenciatura en Filosofía en la Universidad de Guadalajara. Se define a sí mismo como un sutil misántropo, fetichista libresco y gozoso voyeur del eterno femenino. Ha publicado cuento, ensayo y reseña en diversos medios tanto nacionales como internacionales; ha participado también como ponente en varios congresos sobre Filosofía y Arte. Actualmente es becario en la Fundación para las letras mexicanas en el área de ensayo.

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