6 microrrelatos de Rogelio Guedea

Rogelio GuedeaEl poeta, ensayista y narrador Rogelio Guedea (Colima, 1974) nos presenta seis microrrelatos. Con ellos inauguramos la “Antología de Narrativa mexicana contemporánea”. Guedea ha merecido reconocimientos como el Premio Nacional de Poesía Sonora  y el Premio Adonáis, en España. Es autor de la novela “Conducir un trailer” (Premio Memorial Silverio Cañada, mejor novela española publicada en 2008) y “41”, ambas publicadas por Mondadori.

 

 

El hombre y su destino

 

Las he estado observando desde el ángulo de la puerta toda esta mañana. Puedo alcanzar con la vista su destino final, el que muchas de ellas, por cierto, apenas conoce. Una detrás de la otra: avanzan. Algo les dicen las que regresan a las que van. O viceversa. Su lenguaje es intraducible, diáfano, como la gota de luz al interior del ojo. Sobre la espalda llevan un pedacito de madera, un trocito de hoja, una basurilla que, a veces, les arranca el viento. Como están hechas de futuro, ninguna –ni las que van ni las que vienen- miran hacia atrás. Han construido un solo camino para no extraviarse. Dios mismo lo aprendió de ellas: toda la vida se reduce a encontrar un ritmo.

 

 

 

Futbolito

 

Cuando mi hijo y yo empezamos a jugar futbolito, me puse como firme propósito dejarlo ganar de vez en cuando.  Pensé que dejándolo ganar hoy sí y mañana también se le arreciaría el interés. De  manera que empezamos a jugar apenas regresaba de la escuela, un juego o dos, y a veces la revancha. No encuentro la forma de describir la expresión de su rostro cuando ganaba, sabiendo yo que en realidad lo había dejado ganar. Levantaba ambas manos en señal de triunfo y arrojaba un espumarajo de felicidad por las narices. Todos los días, regresando de la escuela, nos encerrábamos en su habitación para jugar. Conforme pasó el tiempo, empecé a darme cuenta de que cada vez era más fácil dejarlo ganar y más difícil hacerlo perder, hasta que llegó el momento en que ganarle se me hizo prácticamente imposible. Pasaron semanas o meses para que pudiera realmente adquirir la destreza que me permitiera darle la batalla. Sudaba mares para conseguir meterle un gol, pues sus defensas eran murallas infranqueables y sus medios tenían la habilidad de conectar muy bien con sus delanteros, que no había forma de hacerlos errar. Sin embargo, aproveché una debilidad en su portero para hacerme al triunfo, y fue entonces que las partidas empezaron a emparejarse y puede conseguir ganarle hoy sí y mañana también. No encuentro la forma de describir la expresión de mi hijo cuando yo ganaba: levantaba ambas manos festejando mi triunfo y arrojaba un espumarajo de felicidad por las narices, tal como si desde algún remoto día se hubiera puesto justamente como firme propósito dejarme ganar -nunca he sabido si por amor o por piedad- de vez en cuando.

 

 

 

Cuestas

 

Mientras subía la cuesta hacia el acuario –una cuesta empinada que me pareció la espalda de un animal enorme-, reparé en los que venían ya de vuelta: mujeres, niños, ancianos, hombres con sus perros. Un poco después, me detuve en sus manos, en sus piernas cortas o largas. Luego en sus ojos, en sus miradas. Yo seguía subiendo la cuesta mientras las imágenes o rostros de los que venían (chinos, neozelandeses, tal vez africanos o franceses) se iban mezclando con otras imágenes o rostros que vi en otros países o cuestas como ésta. Sin quererlo, es decir involuntariamente, me di cuenta de que estos rostros vivían ajenos a los otros rostros que había visto ya alguna vez, y que, pese a ello, también se acostaban, sufrían o se alegraban con la faena diaria y, en ocasiones, también, tenían deseos imposibles o tardes ligeramente en pie, como la lluvia. Aunque yo sabía que nada unía estos pasos con los que, en otro lugar, otros hombres y mujeres estaban dando, gente desconocida que quizá subía o bajaba otras cuestas, no pude evitar la tentación de ir hilando sus orillas, uniendo sus sueños, entretejiendo sus afanes o tristezas, y así, mientras subía, reintegrado con mis pasos, ligero de equipaje, vi cómo mis huellas, en el polvo, fueron adquiriendo poco a poco la forma del camino.

 

 

 

 

La mujer que compraba botones  para la camisa rosada

 

Cuenta la fábula (que no es de Esopo ni de Monterroso, sino de un escarabajo apellidado Kafka) que en aquel pueblo fantasma vivía una mujer con carita de garza que, un día, conoció a un hombre fornido con ojos de sapo, quien, a la menor provocación, le preguntó a la mujer con carita de garza que, de no tener inconveniente, le gustaría saber a dónde se dirigía, porque a él, es decir no al escarabajo apellidado Kafka, inventor de esta fábula, sino al hombre fornido con ojos de sapo, le gustaría acompañarla. La mujer con carita de garza, que caminaba como una garza y era elegante como una garza y que por eso a veces la confundían con un cisne, le dijo al hombre fornido con ojos de sapo que iba a comprar botones para la camisa rosada, y que, si él quería, podía acompañarla. Sin más preámbulo, la mujer con carita de garza cogió del brazo al hombre fornido con ojos de sapo, que ese día llevaba un sombrero amarillo y un saco de lana, y, más o menos con estas palabras, cuenta la fábula, le dijo que se sentía este día la mujer más dichosa y más por su manto de amor necesitada, por lo que, en lugar de ir a la tienda a comprar botones para la camisa rosada, fueron a un motel que estaba muy cerca de la casa del escarabajo apellidado Kafka. Lo que hicieron después de cerrar la puerta de la habitación 33, cuando la mujer con carita de garza se quitaba las medias y el hombre fornido con ojos de sapo se deshacía la corbata, no lo cuenta la fábula.

 

 

 

Supermercados

Ayer en la noche fui al supermercado. Suelo ir por la mañana, muy temprano, porque la fruta y la verdura preservan mejor el olor de su frescura. Pero esta vez fui por la noche. Cogí el carrito y empecé, como siempre, por la sección de frutas y verduras. Al lado mío estaba una mujer de cabello largo, rubio, que usaba pans y tenis blancos. La miré de reojo mientras escogía jitomates. Cuando iba por las mandarinas, vi que la mujer de cabello largo ponía en mi carrito una bolsa de zanahorias. Pensé que se había equivocado, pero luego vi  que fue a su carrito y lo empujó hacia la sección de ensaladas. Minutos después, mientras echaba cebollas en una bolsa, vi que la mujer ponía en mi carrito media arpilla de naranjas, para luego avanzar hacia los betabeles y los puerros. Entonces no pude evitarlo. Llené media bolsa de papas y, aprovechando que la mujer estaba desatando un manojo de betabeles, puse en su carrito una piña y un racimo de plátanos. Luego, me di la media vuelta y fui hacia la sección de aderezos. Cuando volví con un par de ellos, me di cuenta de que había en mi carrito una bolsa de betabeles y dos pimientos rojos. Entonces avancé lentamente hacia el carrito de la mujer, mientras ella hurgaba entre las lechugas variopintas, y al paso cogí media sandía, que puse en su carrito en una posición estratégica para que no le costara trabajo descubrirla. Lo mismo sucedió en la sección de cereales, en la de carnes, en la de vinos. Ella ponía en mi carrito pechugas de pollo y yo en el suyo carne molida. Ella una botella de vino tinto y yo una de espumoso. Avena ella. Café yo. Así hasta que salimos del supermercado, ya bastante noche esta vez, subimos al mismo automóvil  y durante el trayecto a casa nos fuimos convirtiendo, otra vez, en el marido ejemplar que era yo y en la esposa intachable que nunca ha dejado de ser ella.

 

 

 

Maneras de perder

 

El viejo maestro le daba a su joven alumno libros malos con apariencia de buenos para que aprendiera el oficio de mala manera pero con apariencia de buena. Así, mientras el alumno aprendía el oficio con los libros malos con apariencia de buenos que le daba su maestro, el maestro seguía su avanzada con libros buenos con apariencia de malos que él mismo mandaba traer de Francia o Alemania. Mañanas, tardes y noches, con tesón y ahínco, el alumno daba a corrección a su maestro la obra que le quemaba las pestañas, y el maestro, después de leerla minuciosa y metódicamente, tachaba aquí y allá lo que consideraba bueno pero que hacía aparecer como malo y agregaba aquí y allá lo que consideraba malo pero que hacía aparecer como bueno. Dos o tres o cinco años pasaron hasta que por fin la obra del alumno fue publicada por una modesta editorial. Contrario a lo que esperaba el maestro -que tenía siempre una risa de hiena al fondo del rostro- la obra de su alumno empezó a tener un éxito incomparable. Pronto encontró a un crítico que la aplaudió, a un lector que la recomendó y a un teórico que la puso como ejemplo en nuevos campos de investigación filológica. Como no terminaba de salir del asombro, el alumno fue donde el maestro para agradecerle todo lo que había hecho por él. Estuvieron conversando horas sobre esto y aquello, hasta que, poco antes de despedirse, el alumno le entregó un ejemplar autografiado de su obra al maestro, quien, después de cerrar la puerta tras de sí, no hizo más que colocarlo, descuidadamente, en el estante de libros buenos con apariencia de buenos que nunca, por cierto, solía leer. 

 

 

Datos vitales

Algunos de sus poemarios son Los dolores de la carne (1997), Testimonios de la ausencia (1998), Senos sones y otros huapanguitos (2001), Mientras olvido (Premio Internacional de Poesía Rosalía de Castro 2001), Ni siquiera el tiempo (2002), Colmenar (2004), Razón de mundo (Premio Nacional de Poesía Amado Nervo 2004), Fragmento (Premio Nacional de Poesía Sonora 2005), Borrador (2007), Corrección (2008) y Kora (Premio Adonáis 2008).

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