A continuación presentamos un cuento del narrador chileno Tomás Virgilio Reyes (Talca-Chile). Este nombre es el pseudónimo que utiliza el escritor Rodrigo Jara Reyes en publicaciones de narrativa. En 2006 publicó el libro de cuentos El extravío y otros relatos. Es recogido en las antologías Travesía por el río de las nieblas, 2000, Faluchos, treinta poetas maulinos, 2003; El lugar de la memoria, 2007.
EL SECRETO DE MATILDE
A Carmen Reyes Albornoz
La muerte de Matilde fue un golpe inesperado. Era posible, claro que sí, y no sólo por las probabilidades que toda persona tiene de morirse sino por los setenta años recientemente cumplidos, porque en mi familia hay una costumbre iniciada por el bisabuelo Francisco que dio con morirse justo el día en que cumplió dicha edad. Tiempo después, mi abuelo y mi madre también morirían a los setenta. Pero el inusual caso de mi hermana sobrepasa con creces aquella costumbre familiar, deja atrás cualquier presupuesto lógico y se adentra en lo premonitorio, en lo mágico y sobre todo, en lo terrible.
El último sábado de abril del año pasado, recibí una llamada que avisó el repentino fallecimiento de Matilde. Rosa, la mujer que le ayudó desde siempre en los quehaceres de la casa, la encontró muerta en su cama. Rápidamente cancelé compromisos, hice unas cuantas llamadas a mis hermanos, al médico de turno y partí en dirección a San Pedro.
Falleció mientras dormía la siesta, logró articular Rosa al tiempo que se enjugaba las lágrimas con una toalla. Luego tomó mi brazo y en silencio me guió hasta la habitación donde ocurrieron los hechos. Recorrí con un cosquilleo en la espalda aquel pasillo en el que yo mismo jugué a las escondidas. Oí risas, pequeños pasos que corren y volví a sentir la mano de Matilde acariciándome el pelo, aliviando el miedo infinito que siempre tuve a la oscuridad.
La pieza era la misma que había usado de niña, el mismo color blanco invierno, el mismo crucifijo en el muro, las mismas muñecas con rostro de yeso en el mueble del rincón más alejado. El médico que solicité antes de salir de San Cristóbal, me confirmó el tipo de fallecimiento.
-El infarto es la más piadosa de las muertes- dijo- sin sufrimiento psicológico ni físico.
Me habló de una serie de trámites, certificados y no sé cuántos otros papeles, pero yo sólo quería quedarme un rato a solas con el cadáver de Matilde. Necesitaba ese espacio para dejar salir algunas lágrimas atascadas al fondo de los ojos, tan atascadas y tan al fondo, que finalmente no salieron.
De pronto me llamó la atención un movimiento en el rostro hélido de mi hermana, acomodé mis anteojos y pude ver unas hormigas que salían de la nariz y la boca levemente abierta. Las aplasté contra la piel helada, salí de la habitación y llamé sin más al servicio fúnebre.
Cuando terminaban de acomodarla dentro del ataúd, llegaron familiares de San Pedro y mis hermanos desde Viña del mar y Santiago. Todos los que acudieron a la primera y a la postre única jornada de velatorio fueron testigos directos de lo ocurrido, pese a ello se han empeñado en dar por olvidado el asunto. Sí, claro, a nadie le gusta meter la nariz en hechos que ponen en jaque las certezas de lo cotidiano, lo que sienten que les pertenece y a lo que ellos se creen pertenecientes.
Lo que es a mí, aquellas horas cambiaron los pocos años que me restan de vida y lo he asumido como tal, con todas sus consecuencias materiales y espirituales.
*
Vivió con la obsesión de perseguir hormigas. De niña buscó sus escondrijos para vaciarles agua caliente, aceite hirviendo o lo que fuere. Con un trozo de acero o un palo puntiagudo escarbaba sus madrigueras hasta exterminarlas por completo. Años después, en plena adolescencia, organizó excursiones con los primos llegados de la capital. Argumentaba diversos motivos pero yo sabía que su objetivo era aniquilar hormigueros. En aquellas salidas siempre llevó consigo una cantimplora llena de parafina, fósforos y un palo con punta.
Las veces que mi madre la sorprendía con dichas herramientas la conminaba a permanecer en su pieza durante horas y días. En una ocasión, burlando la vigilancia de los adultos, entré a su habitación casi en penumbras. En su cuaderno y aprovechando la poca luz que entraba por la orilla de la ventana, Matilde dibujaba hormigas despedazadas en explosiones o cortadas con cuchillos y hachas. Me dijo que eran bichos horrendos, que comían mariposas y caracoles y tarde o temprano se la comerían a ella. Me aseguró que soñaba todas las noches con hormigas que la devoraban, por eso tenía la obligación de exterminarlas.
Fue una niña y luego una muchacha hermosa. Muchos jóvenes la seguían y cortejaban durante semanas y meses. Conversó con cada uno pero nunca les aceptó regalos ni invitaciones. Lo de conversar lo digo en sentido figurado, porque Matilde hablaba poco con los extraños, seguramente les contestaba con monosílabos y mirando hacia algún lugar perdido en el espacio. Después de un tiempo intentando forzar la situación, los pretendientes se aburrían y la dejaban en paz. Los vecinos hablaron de lesbianismo, locura, pero eran palabras sin el más mínimo respaldo en los hechos.
Nadie supo cual era el problema real de Matilde. Mis padres no relacionaron su conducta con la obsesión por destruir hormigueros. Desde pequeña la llevaron a los mejores médicos los que le recomendaron psicólogos y psiquiatras, tipos que por cada sesión cobraban importantes cantidades que mi padre pagaba con la venta de algunos animales, y todo el esfuerzo para nada, pues la encontraban normal y la enviaban a casa.
A pesar del diagnóstico de los expertos, mis padres continuaban creyendo que la niña padecía retraso mental o algún problema grave en su naturaleza. Mis hermanos tampoco vieron con claridad lo que pasaba con la mayor. La respuesta a todas las interrogantes sobre su salud y su manera de actuar fue un secreto entre Matilde y yo y así se mantuvo por todos estos años.
Después de muerto mi padre y por expreso deseo suyo la parcela quedó en manos de Matilde. Así el viejo demostró confianza en su calidad de persona normal y, al mismo tiempo, dejó claro que necesitaba ayuda. Mis hermanos protestaron por un tiempo, pero finalmente todos conformamos nuestras propias familias y nos fuimos.
Contra todo pronóstico, Matilde hizo crecer la producción del campo. Organizó sus cuentas de manera eficiente y se hizo asesorar por expertos. Así compró terrenos y más terrenos en los alrededores. Al fallecer, la parcela era diez veces el tamaño de la que dejaron nuestros padres. Además, tenía varios millones ahorrados en una cuenta bancaria.
Debido al éxito económico y a la suerte que le acompañaba en cualquier cosa que emprendía, la gente de San Pedro y los alrededores le atribuyó un supuesto pacto con el diablo y el oficio de bruja. No puedo negar que Matilde tenía cierto poder y más que poder, un sexto sentido que le servía para oler de lejos los buenos negocios, ese mismo sexto sentido lo usaba para adivinar donde se ubicaban los escondrijos de las hormigas y para oír sus pequeños pasos cuando osaban entrar en la casa.
Por el cariño y por el secreto que nos unía desde pequeños, ella tomaba el tren interprovincial y me visitaba un par de veces al año. A mi mujer no le gustaba lo silenciosa que era y menos que sólo hablara conmigo. Siempre estuve enterado de lo que le pasaba a Matilde: sus miedos, sus enfermedades, sus aciertos en los negocios y las providencias que tomaba para defenderse de las hormigas.
Ninguno de mis tres hermanos se interesó en sus asuntos, creían que estaba loca y que mi padre había sido injusto al no repartir la propiedad entre todos sus hijos. Debido a ese resentimiento no la visitaron jamás y las veces que estuvieron conmigo nunca preguntaron por su vida, su salud o lo que fuere. En ese contexto, la sorpresa fue mayúscula al enterarse que la propiedad se había multiplicado, que había dineros en el banco y sobre todo, que ellos recibirían una buena tajada como herencia.
*
Aquella noche de velatorio nos quedó claro que Matilde había vivido en un constante prepararse para esa jornada. El ataúd estaba al centro de la galería en la que con mucha antelación habían sido retirados la mesa y los sillones. Quedaban unas treinta sillas dispuestas en círculo esperando la llegada del féretro. En los muros cercanos destacaban las fotografías del papá, la mamá y los hermanos. La pared más alejada sostenía un enigmático cuadro con manchas oscuras sobre una superficie color piel y, justo al frente, una vieja foto de Matilde a los diez años. En su mano derecha el palo puntiagudo y en la izquierda un tarro con agua caliente o parafina.
Si hay algún mensaje en la decoración, me dije, ese mensaje es para mí, el único que ha conocido las dotes simbólicas de Matilde. Ese descubrimiento me puso más que nervioso pero mi mujer me tranquilizó insinuando que todo era normal, que nada pasaría.
Al apagar los cirios y encender los cuatro tubos fluorescentes que colgaban del cielo raso, las exclamaciones surgieron al unísono: “¡Dios mío!, ¿qué es eso?” Ejércitos de hormigas plagaban los rincones, las junturas de los muros, el suelo y subían hasta perderse en el paño azul oscuro del féretro.
Busqué escobas, paños, tiestos con agua. Rosa me mostró el lugar donde Matilde guardaba tarros y más tarros de insecticida. Limpiamos con prontitud pero en pocos segundos estaban allí otra vez. Todas las hormigas del mundo parecían haberse congregado: negras, amarillas, rojas, pequeñas, grandes. Luchamos la noche entera por mantener a las hordas hambrientas lejos del ataúd.
No sabría explicar la manera, pero desaparecieron con las primeras luces del día y sin dejar el más mínimo rastro, como si hubieran sido imaginarias y todos los presentes fuéramos víctimas de un sueño colectivo y alevoso. Sin embargo, en los alrededores sucedió algo terrible, algo que luego se constituiría en la única prueba material de lo ocurrido la víspera. Toda la hierba, las flores, las enredaderas, las hojas de los árboles; desaparecieron. Desde la casa y hasta unos cuarenta o cincuenta metros a la redonda el lugar parecía un desierto. Sólo los troncos desnudos y las ramas gruesas de los arbustos permanecían como testigos silenciosos de lo ocurrido.
Datos vitales
Tomás Virgilio Reyes (Talca-Chile) es el pseudónimo que utiliza el escritor Rodrigo Jara Reyes en publicaciones de narrativa. Hizo estudios superiores en la Universidad de Talca, donde obtuvo el título de Profesor de Estado. Publica poemas, cuentos, artículos y ensayos en revistas nacionales e internacionales. En el año 2006, auto-publica el libro de cuentos El extravío y otros relatos. Es recogido en las antologías Travesía por el río de las nieblas, 2000, Faluchos, treinta poetas maulinos, 2003; El lugar de la memoria, 2007.