En el marco de la Antología de Narrativa Mexicana Contemporánea, presentamos dos cuentos breves de Agustín Cadena (Ixmiquilpan, México, en 1963). Es novelista, cuentista, ensayista, poeta y traductor, además de profesor universitario. Mereció, entre otros, el Premio Nacional de Cuento San Luis Potosí 2004.
El Coco
Prieto, cacarizo, con bigotes de sobaco de indio: así nos imaginábamos al Coco cuando éramos niños, allá en la vecindad de la calle República de Nicaragua. De todos, yo era el más nervioso, el más asustadizo. Mi madre regañaba a los otros chamacos: “No me anden espantando a m’ijo”, les decía. “El Coco no existe”. Pero yo les creía más a ellos. Siempre les creí más a ellos y por eso me fue mal.
El Coco se aparecía atraído por el aborregado olor de la infancia y era perverso, despiadado. Cazaba niños y se los llevaba a su mujer, la Cocatriz, para que ella los guisara en salsa de chile verde. Por eso tenía manos grandes y duras. Vestía overol de mezclilla y un gorro de estambre negro y caminaba con tenis para no hacer ruido. A la espalda cargaba su costal y dentro de él el cuchillo cebollero con que cortaba en pedazos a sus víctimas de modo que le cupieran sin notarse. A veces, para despistar o matar el hambre mientras agarraba algo, traía las bolsas del pantalón llenas de cacahuates.
Gracias a su ubicuidad, el Coco acechaba en todos los rincones oscuros: en la vivienda que se derrumbaba lentamente a la entrada del edificio y que ya no se podía rentar, en las azoteas, en los roperos. De noche, sus dominios se extendían a la vieja escalera de piedra y al patio del fondo, donde se tendía la ropa. Por supuesto, en cualquiera de estos sitios podía ser conjurado, ya fuera apretando los ojos o, en los casos más graves, haciendo con los dedos la señal de la cruz. Pero donde sí era señor absoluto era en la calle. Las calles le pertenecían por completo. En ocasiones, si no andaba muy ocupado comiendo niños, atendía un puesto de tiliches en Correo Mayor. Era desobligado, como mi padre, y le gustaba empinar el codo. Ya borracho, le pegaba a la pobre de la Cocatriz. Esto me lo contó mi hermana, que nunca le tuvo miedo. Cuando crecimos fue la primera en dejar de creer en el Coco.
Antiguo oficio
Sus dedos se detuvieron temblorosos, palpando el dobladillo de satín. Vacilaron un momento y comenzaron a avanzar por debajo. La muchacha lanzó un gritito, como si se hubiera picado con una aguja, y sin embargo no dijo nada; lo dejó hacer. Y él sintió en sus dedos la suavidad del lino, entrañable, antiguo, que dio paso al algodón. Ahí estaban las holandas y los encajes. Rozó la piel por un momento y siguió explorando. Reconoció las ligas y las tocó apenas, con sólo la punta de sus dedos nerviosos. Cuando su tacto alcanzó la seda, la muchacha abrió la boca como para decir algo, pero permaneció callada, expectante. Debajo estaban ya la piel, lozana, cara, y el más fino terciopelo.
—¿Dónde andará un retacito de casimir que eché por aquí? —preguntó el viejo sastre, ya casi ciego.
—Yo lo ocupé en la tarde —le contestó su hija sin levantar la vista de lo que estaba cosiendo—. No te lo dije antes porque no sabía qué estabas buscando.
Datos vitales
Agustín Cadena (Ixmiquilpan, México, en 1963) es novelista, cuentista, ensayista, poeta y traductor, además de profesor universitario de literatura. Ha publicado más de veinte libros de casi todos los géneros literarios y ha colaborado en más de cincuenta publicaciones de diversos países. Premio Nacional Universidad Veracruzana 1992, Premio de los Juegos Florales de Lagos de Moreno 1998, Premio Nacional de Cuento Infantil Juan de la Cabada 1998, Premio Netzahualcóyotl del Gobierno de Hidalgo 2000, Premio Timón de Oro 2003, Premio Nacional de Cuento San Luis Potosí 2004, Premio Nacional de Cuento José Agustín 2005. Parte de su obra ha sido antologada y traducida al inglés, al italiano y al húngaro.