La celda en la ciudad, cuento de Geney Beltrán Félix

Geney Beltrán Félix

En el marco de la Antología de Narrativa Mexicana Contemporánea, presentamos un cuento de Geney Beltrán Félix (Culiacán, 1976). Fue editor de literatura del FCE. Obtuvo el Premio Nacional José Vasconcelos 2003.

 

 

La celda en la Ciudad

 

O invisível esconde-se no visível.

Murilo Mendes

 

¡Va a llegar bien tarde! Sale del metro corriendo, choca aquí y allá con gente apresurada, zombis morenos y friolentos medio ocultos en bufandas y gorros. ¡Han de ser ya pasadas las nueve!, tal vez las nueve y veinte. ¿Dónde dejó ese jodido reloj? Al salir de la estación se queda un instante sobre la acera —desorientado— mirando la calle. Como hormigas cansadas ruedan hacia el sur los coches de este lado de la avenida; en medio se ven los rieles del metro y en la banda de allá los autos huyen con rabia animal hacia el norte. Cree dudar un segundo. Lo marea la extrañeza. Se acomoda la corbata, se toca el bigote y luego los lentes. Sus ojos buscan en la esquina —tan sólo a diez pasos— el puesto de revistas. Ahí se encuentra ahora una carreta de hamburguesas.

            Avanza hacia la esquina, espera un momento a que pasen tres señoras con bolsas negras que penden de sus manos como gallinas muertas, levanta la vista y ve el cielo nublado, denso, frío. Una capa de vómito gris sobre la Ciudad.

            El contador dobla a la izquierda; luego de cuadra y media se detiene y entra en un edificio. El vigilante se halla de espaldas; él no lo saluda siquiera. Sanguijuela, piensa —como que la sola vista de Remigio lo fastidia; sus aires patanescos le recuerdan a un profesor odiado de la Facultad de Contaduría.

          Nervioso, se para ante el elevador, pulsa el botón y al salir en el cuarto piso titubea: ¿acaso ayer remozaron la entrada? Toma hacia la derecha y empuja la flamante puerta de vidrio. Vaya que aprovecharon el domingo, se dice. Frente a la computadora del escritorio descubre a la nueva recepcionista, una muchacha alta, de ojos grandes y apariencia felina. El viernes su jefe le dijo que a partir de hoy una secretaria muy guapa tomaría el lugar de Selene. Así le gustan a Martínez, claro —piensa—: mujerones.

            Carraspea y meloso pronuncia:

            —Buenos días, señorita.

            La mujer lo ve apenas; se levanta y sin responderle se da media vuelta. Igual es medio sorda, él intuye. Busca su tarjeta del lado del reloj. ¿Eh?, ¿quién la habrá tomado? Abandona la recepción y se encamina a su cubículo.

            —¿Qué se le ofrece?

            Vuelve la vista; es la voz siseante de la nueva. Con desdén y sin decir una palabra el contador prosigue su marcha. ¡Si ella no le contestó el saludo hace un rato! Pero al poner un pie en el área contable se queda perplejo. ¿Quién es ese tipo en su escritorio? Y hasta se tomó la libertad de mover su PC. No sale de su asombro cuando desde el cubículo le lanza el intruso una pregunta:

            —¿Buscaba usted a alguien?

            —¿Qué? ¿Se puede saber qué está… haciendo usted en mi lugar? ¿Dónde está el señor Martínez?

            —¿Martínez? ¿Quién es Martínez?

            Se da una palmada en la frente. ¡Es el colmo! ¿Cómo que quién es Martínez? Buscando calmarse, sin embargo, responde:

            —Martínez, el jefe, ¡hombre! El gerente de contabilidad, ¿quién más?

            El intruso lo ve y sonríe. Es un tipo alto y robusto, de cuarenta años, piel blanca y mucho cabello, de expresión jovial y animosa. Se levanta de su lugar y hace el gesto de acompañarlo a la salida, con benigno aire de león que no quiere utilizar su fuerza:

            —Me temo que se ha equivocado de oficina. Aquí no hay ningún Martínez.

            Él se queda boquiabierto. Mira al intruso como esperando la carcajada que disuelva la broma y dé pie a las explicaciones. Martínez renunció, usted es ahora el jefe, yo seré su asistente. Algo así. ¿Cómo se va a equivocar de oficina? ¡Si aquí mismo ha trabajado quince años!

            Cuando se da cuenta, ya está frente al elevador. El intruso le dice:

            —Buenos días, mucha suerte —y se da media vuelta. Él, sorprendido, ve cómo el hombre se para ante la nueva secretaria y con dejo coqueto le habla en voz baja mientras ambos lo miran de reojo, ¡apostaría que con sorna, alimañas!

            El elevador se abre.

            Él sale a mitad de la calle y se planta frente al edificio. ¿Cómo se pudo haber equivocado? ¡Tendría que haber dos edificios exactamente iguales en la Ciudad! Se lleva la mano izquierda al bigote y luego se acomoda los lentes. Caramba, qué friega. Se revisa la corbata y el saco y se pasa la mano derecha por el cabello. ¿Ahora qué hago? Camina en sentido contrario al de la estación del metro. Aunque conoce esta calle desde hace tres lustros, ahora todo lo teme cambiado; ahí están los edificios, pero creería recordarlos un poco menos grandes, menos grises y feos. Éste era de fachada guinda, aquél tenía vitrales de… ¿Y la fonda? Suspira. Estoy cansado, piensa; al llegar a su casa hablará con el jefe por teléfono. Ando con diarrea, señor Martínez, me siento bien molido —o si no diarrea será entonces cualquier otro achaquito simple que no exija una visita al doctor—. Tomarse un día, ¡qué tendrá de malo! Vería esos programas de la televisión que sólo ven las amas de casa, le daría la sorpresa a su hijo pasando por él a la escuela, quizá cocine… Sigue caminando y al llegar a la esquina extiende el brazo y un taxi amarillo hace alto. De él desciende un muchacho de unos 22 años, no muy gordo, no muy bajo, cargando cuatro libros gruesos. El contador sube y cuando se da cuenta ya le ha dictado al chofer la dirección de su casa. Se recarga en el asiento trasero y cierra los ojos. Luego de veinte minutos el taxi se detiene.

            —Servido, amigo.

            —Hay un error —dice apenas ve por la ventanilla—. ¿Ésta es Buganvillas?

            —Claro —responde el taxista—. Ahí está el número 123.

            Hacia la derecha, la casa de dos plantas tiene el número 123. Hay un jardín pequeño, espacio en la cochera para un auto, la fachada es de un color verde boscoso y un letrerito avisa cortésmente Si me tapa mi salida yo le poncho las llantas.

            —No, hay un error.

            El chofer lo mira molesto. ¿Pues qué cree que no conoce su trabajo?

            ¡Pero es que no…! En Buganvillas 123 hay un edificio de seis pisos. Él, su esposa y su hijo viven en el 202, un departamentito de dos recámaras. ¿De dónde sacaría para comprarse una casa? Su esposa es secretaria en una oficina, ¿cuándo juntaríamos para una casa como ésta?

            —Aquí no es… —insiste él ya con voz muy insegura; y se le ocurre entonces la explicación del embrollo—. ¿No habrá otra calle con el mismo nombre? Voy a la colonia Flora Nacional. Si me presta su Guía la busco…

            —Ésta es la colonia Flora Nacional —responde el conductor, marcando las palabras con encono. Es un hombre fornido y grande, de voz ronca, bigote y barba espesa y negra. Tiene pinta de guardabosques, cuidado, se dice el contador.

            —¿De veras es aquí, me lo jura?

            Mecánicamente, toma de la cartera un billete y le paga.

            —¿Qué es esto?

            —¿Qué es qué…?

            —Esto —y el chofer muestra el billete.

            Él toma el billete de la mano del conductor y lo mira perplejo. Levanta la mirada temiendo encontrar los ojos del taxista, se sabe con esa expresión de borrego que espera, quizá merecido, un puñetazo en la cara.

            —Ah, caramba. ¿Yo se lo di?

            —Mire, no estoy para bromas…

            La voz trae amenaza. Él observa el billete, ¿será de otro país? Tiene el dibujo de una mujer; alrededor de ella se ven unos como gatos grandes, y los letreros se hallan en un idioma y un alfabeto para él desconocidos. ¿De dónde salió este billete? Abre otra vez su cartera. Está vacía. Mete la mano en los bolsillos del pantalón.

            No encuentra nada.

            —No sé qué pasa… —murmura.

            El conductor suspira. Fija la vista hacia el frente y dice:

            —Mira, cabrón… mejor bájate a la chingada o te llevo a la delegación. ¡Bájate, qué la chingada! ¡¿Es que no me entiendes, pinche rata?!

            El contador desciende del taxi musitando Disculpe usted, no sé qué pasa, muchas gracias… Ya en la banqueta revisa su cartera. No tiene nada, ni sus credenciales. No trae ni las fotos de Ingrid e Iván. Él ni se dio cuenta… Le preocupa que den las dos y él llegue tarde a la escuela de su hijo: de veras querría sorprenderlo, habría deseado llevar de ahí a su esposa e Iván a comer a un restaurante.

            Qué día —farfulla.

            Camina sin saber dónde se halla o a dónde va. Toma hacia la esquina más próxima: a 200 metros se divisa una avenida de doble carril. Mira las casas. Hay aquí y allá varias tiendas, pero todas tienen los letreros y anuncios en ese alfabeto descompuesto. Los trazos son serpentinos, las formas de las letras o números parecen provenir de una cultura alienada. ¿Qué barrio es éste? La gente entra y sale de los almacenes, él camina a pasos lentos y es empujado varias veces mientras escucha palabras y gritos en un código gutural que ni de lejos comprende. Los rostros mismos de los peatones le parecen deformes, a ratos carnavalescos y sobre todo malignos, irracionales…

            Al llegar a la avenida toma hacia la derecha. Arrastra ya tanta fatiga que ni ganas le dan de volver la vista. Oye el motor de los autos que pasan a su izquierda; de vez en cuando distingue portones eléctricos y jardines solitarios más allá de verjas gruesas y altas. No hay una banca, un parque, no hay peatones tampoco.

            Rumbo de ricos, qué curioso —piensa.

            Prosigue en el mismo sentido hasta que desemboca en otra avenida, ésta ya más imponente. Tiene cuatro carriles, bardas grises y altísimos pasos a desnivel; es una telaraña vial de pavimento sin fin.

            La entrada del puente peatonal, una estructura de fierros amarillos, se halla pocos pasos a su derecha. Le llega el rabioso ruido de los autos. Sube al puente. Nadie puede suicidarse así, se dice luego. No hay manera de aventarse a los carriles, esperando ser arrollado por los coches. Pero, ¿qué hace él pensando así, tan optimista?, se regaña. Al llegar al otro extremo del puente, sobre la lateral opuesta de la avenida, ofuscado descubre que… vaya, ¿a quién se le ocurre dejar así las cosas? Está cerrado: el puente no tiene salida, falta la escalera. Se rasca la cabeza, suspira y se da media vuelta. Su desespero se alimenta de saber que no sólo no llegará a tiempo a la escuela para recoger al niño, sino que acaso no pueda aprovechar la tarde libre para llevarlo al cine a ver un estreno de caricatura, juntos comer palomitas, el refresco de manzana que les gusta.

            Porque ya nada parece extrañarle. Sólo se siente agotado, desea regresar a su casa, ver a Iván y a Ingrid. Su hijo anduvo con catarro, ojalá esté mejor. Sin embargo, al regresar al primer extremo ahora sí no lo cree: ya no hay escalera. Es como si en estos minutos el puente se hubiese convertido en una jaula soldada en el aire sobre el paso de los autos. ¿Es todo una trampa? Tal vez lo quieran secuestrar. Cree ver la imagen de su hijo en un crucero, lavando parabrisas a raíz de la muerte del padre, asesinado al no haber tenido Ingrid para el rescate. Traga saliva.

            Pero no hay nadie. Mira el cielo. Todo se ve gris: una niebla espesa y sucia. Comprende: no puede salir del puente peatonal, no puede aventarse al paso de los carros, ninguna otra persona pasa por aquí. Es una pesadilla, ¿qué más?

            Se recarga y sienta. Nervioso espera ahora el fin del sueño. Descubrió el juego; ya nada importa. Sólo cabe esperar.

 

No. Se ahoga. Fuera de sí hay sólo autos que corren a toda velocidad. El ruido es del infierno. Por fin grita, sudoroso y muerto de frío. Su voz se pierde. Los autos pululan bajo el puente: es su rugido un zarpazo en los oídos, en la cabeza, en el cuerpo.

            No habla: sólo aúlla, no ve a nadie. ¿E Iván? ¿Qué será de él? El frío le arranca las vértebras. Se pone de pie, busca jalar la malla con las manos: «¡Iván!», grita. «¡Espérame!» Grita por varios minutos a lo lejos, en dirección a la esquina, sus ojos detenidos en la silueta de un chamaco de la edad de su hijo que tiende una franela sobre los parabrisas de los autos.

            Ya ronco y lloroso, al final, levanta la mirada. Calla por fin. Lejos ve cómo el sol se pone. La noche se adensa y cae como un bulto pesado sobre la Ciudad, la avenida, el puente, su piel. Los autos siguen, y ahora él ve cómo la celda se va haciendo más pequeña, ve sus oscurecidos contornos acercarse a su cuerpo. Grita, no se escucha a sí mismo: sólo los autos abajo, una jauría de hienas hambrientas.

            Al amanecer es ya sólo un cadáver, contraído el rostro en una mueca de fijos gestos asustados. A su lado pasa, sin mirarlo, Iván con un trapo y una cubeta en la mano izquierda. Cruza el puente peatonal rumbo al siguiente semáforo.

 

Relato perteneciente al libro Habla de lo que sabes (Jus/ISC, 2009).

 

 

Datos vitales

Geney Beltrán Félix (Culiacán, México, 1976) es editor y escritor. Estudió letras hispánicas en la UNAM y literatura inglesa en la Universidad de Toronto. Fue editor de literatura del Fondo de Cultura Económica y jefe de redacción del suplemento Hoja por Hoja. Ha sido becario de la Fundación Lorena Alejandra Gallardo y la Fundación para las Letras Mexicanas (2006-2008). Obtuvo el Premio Nacional José Vasconcelos por el libro El biógrafo de su lector (Tierra Adentro, 2003), un ensayo sobre la obra de Macedonio Fernández. Compiló, con Verónica Murguía, el tomo titulado El hacha puesta en la raíz (Tierra Adentro, 2006). Publica crítica literaria en revistas y suplementos. Su bitácora virtual reside en www.elgeney.blogspot.com. Actualmente es jefe de redacción de la Revista de la Universidad de México.  Ha publicado también el volumen de ensayos El sueño no es un refugio sino un arma (unam, 2009) y el libro de relatos Habla de lo que sabes (Jus, 2009).

También puedes leer