Un cuento de Isaí Moreno

 Isaí Moreno Presentamos a continuación, en el marco de la Antología de Narrativa Mexicana Contemporánea, un cuento de Isaí Moreno (México, D.F., 1967). Es novelista y posee formación en matemáticas y literatura. Algunas de sus novelas publicadas son Pisot (Ed. Lectorum, Premio Juan Rulfo para Primera Novela) y Adicción (Planeta-Joaquín Mortiz).

 

 

IMPOSIBILIDAD DEL MOVIMIENTO

(CICLORAMA GRIS)

 

 

Al lado de ese río hay un hombre en actitud de espera[1]. La fotografía nos lo muestra inmóvil y al verlo advertimos la perseverancia de la imagen por subsistir en el papel. Su figura enfrenta la lógica de la destrucción sumándose a un orden que, en sucesión de otros órdenes, ha tenido como consecuencia la existencia de ese hombre, o bien, la posibilidad de una historia. Tras él corre oblicuamente el agua en su inercia perpetua, pero sólo nos causa la ilusión del movimiento, de que tiende a escaparse en su inestabilidad y no puede permanecer en un sitio preciso: líquido sin forma. Al fondo está un puente en perpendicular al arrastre del río, más allá unos edificios rodeados por árboles. Piensa el hombre, así lo parece, mientras su mano derecha se apoya en la barda. Es notorio su cuidado por no quedar tan a la orilla de las aguas avanzando apacibles, grises como el cielo del medio día nublado que transcurre. La corriente lleva consigo evocación de eones: a través de geografías, de avatares, se ha rehecho cientos de veces desde las colinas y montañas hacia el mar en un ciclo que permanecerá cuando ese hombre ya no exista. Y él lo sabe, se debe a ello su respeto por el río, el cuidado de no caer de espaldas en aquél por una pérdida de la estabilidad sobre la barda. Mas no es eso, en el agua eterna, en lo que está cavilando. Ni podría saberlo con precisión porque nadie es dueño de un pensamiento completo, éstos van y vienen como la fuga de los instantes. Tampoco centra el hombre su atención en los edificios antiguos frente a él, con las aceras laterales casi vacías[2]. Se diría que está mirando hacia la acera inmediata, pero observa más bien las ruedas de un tranvía pasando a su derecha: tranvía verde grisáceo, con la franja blanca que atraviesa su largura, construido para la eventualidad de una historia. Cuánto tiempo debió transcurrir desde que los parientes antiguos de ese hombre junto al río descubrieran el elemento que, al rodar, lleva consigo la inmensidad. Podríamos afirmar que la rueda gira, o que gira el mundo alrededor de ella haciendo contacto con el suelo y, en ese caso particular, las vías. Si alguien fuese adherido a la rueda vería al hombre como si se alejase en una espiral extraña, similar a los hechos del mundo responsables del descubrimiento de la rueda y, por tanto, el descubrimiento del tranvía. Paralelas al río, las vías se pegan a los postes en un punto que ya no importa. Despierta interés que la visión periférica del hombre esté registrando las ruedas de ese gusano de metal y vidrio[3]. Su atención no debe estar sólo en las ruedas, sino en la parte posterior del último vagón del tranvía, o más razonablemente en el interior de tal vagón que avanza en dirección contraria al río. Ahí, dentro, oculta casi en su totalidad por el reflejo del cristal, una silueta es disimulada por las hojas de un diario abierto. Imposible deducir su sexo: sólo alcanza a verse un poco del cabello tras el papel. No es en esa persona en la que se concentra el hombre al lado del río, tampoco en el anciano con gorra en el otro extremo del vagón, dormido al parecer, o somnoliento en las horas del día empañado que envuelven su cansancio. Asimismo los reflejos del cristal llamaron, o llaman la atención del hombre junto al río y captan su interés por un instante menor al de un latido (porque en el reflejo se repite el encuentro de los seres –la tiranía–, y en la foto el tiempo se diluye y pierde significado). Lo que en realidad lo inquieta es la presencia de un hombre, también pensativo, dentro del vagón. Lo mental es un escenario en que ideas se enfrentan con sensaciones, quizá por ello el hombre no se percata de inmediato del otro que en el interior del tranvía también lo mira. Cuando se vuelve a observar ese rostro parecido al suyo, también contemplativo, el tranvía ya ha pasado como lo hacen las circunstancias fugaces y se funden con la existencia. Fundirse es confundirse. He ahí al hombre que, en su posición sobre la barda, se queda sin moverse. No puede hacerlo pues pertenece a la fotografía. Mas en el fondo de su pecho los latidos se aceleran, su respiración se intensifica. Y he ahí al otro, que dentro del vagón piensa también, y un soplo de angustia enfría el interior de su pecho. Hay en el mundo una lucha de contrarios, pero también se manifiesta la unidad de éstos cuando las cargas opuestas se atraen y los sexos distintos se juntan. La amplitud de posibilidades de lo diverso implica también el universo. Quien va dentro del tranvía, mientras retiene en la retina la silueta del tipo visto junto al río, ha creído siempre que la semejanza es la causante de que los hombres se destruyan. Dentro de su cabeza parpadea fugaz la imagen del individuo fuera, con un pie en el suelo, cual si quisiera apoyarse para dejar la barda, emprender la carrera tras el tranvía con el afán de confirmar los parecidos. El hombre pensativo del vagón se dice que, sin duda, los iguales más tienden a repelerse que a unirse[4]. Recuerda una leyenda antigua aún narrada en la ciudad. Dicen las voces del lugar que cada persona nace con un enemigo idéntico a él. Ambos, el hombre y el adversario están predestinados a no soportar la existencia del otro. Pueden nunca encontrarse en la vida. Pueden por el contrario hacerlo. Si así ocurre se reconocerán y sostendrán un enfrentamiento a muerte. Eso es lo que cavila el individuo: que el hombre junto al río pudo tener la intención de correr por la vía para alcanzarlo y acabar con él: por ello su postura imprecisa sobre la barda, como de indecisión a afirmarse sobre el suelo y emprender la carrera. Luego sonríe el hombre y un par de arrugas se dibuja en su rostro de prematura vejez. Se pierde en la lejanía con su idea disparatada, divertida acaso. No sabe eso el hombre inmóvil junto al río, que el otro, de rostro muy parecido al suyo, se ha imaginado a un enemigo mortal, así como en ese momento tampoco escucha el agua que corre a su espalda y baja por laderas arrastrando más agua consigo hasta los confines del mundo. Él ha pensado algo tan distinto respecto de quien va en el interior del vagón, por ello su respiración acelerada. De reojo percibe cosas como sólo ocurre en el mundo plano de las fotografías. Hay una silueta a su siniestra, muy lejos aún e inmóvil también. La figura se acerca a él y podría ser ella, y no quien va en el interior del tranvía, la persona causante de su expectación. Es diminuta, pero su tamaño aumenta a medida que se acerca desde la izquierda del hombre. Aún no es posible discernir sus rasgos, pero se sigue acercando hacia él desde el puente. Es curioso que lo haga pues hemos convenido en que todo se halla inmóvil en la foto. El hombre junto al río está esperando a su hermano mayor. Hace años que no se ven ni hablan. Mucho menos comen en casa de uno o del otro, o en algún restaurante. Han convenido hacerlo ese mediodía nublado y gris. Y es que los semejantes, se dice sin decírselo el hombre junto al río, suelen luchar por cosas sin significado: un día inesperado los hermanos discuten, riñen y de ser posible se maldicen, hasta que no soportándose más violentan la unidad sagrada de la infancia alejándose. Pero con frecuencia muy poco ocasional una ley extraña junta a los semejantes en busca de sus orígenes, al igual que se unen los elementos después de haber  luchado tras la tormenta. Fue el hermano mayor quien tomara la iniciativa y él quien la aceptara con vacilación, nervioso. Una llamada telefónica. Una cita. La propuesta de verse para no olvidar sus rostros. Lleva el hombre esperando por tiempo indeterminado, indeciso, espiando al tiempo en la carátula del reloj, y es necesario decir que para hacerlo no necesita moverse, aprovecha la visión periférica del ojo (ojo: lente). Al contemplar los edificios oscuros frente a él, dos o tres banderas festivas en un poste, las vías, o las aceras con escasa gente, recuerda la voz titubeante con que respondió a la invitación del hermano. Las palabras de lo asociado a las ideas, a las cosas, tardaban en llegar, tal vez por culpa de la línea del teléfono o debido a un temor escondido en la entraña, o sólo desdén… Ver el cronómetro vez tras vez, mirar de reojo el tranvía paulatinamente lejano, empequeñecido, es lo que hace el hombre en su inmovilidad. Ni siquiera necesita volver a la izquierda los ojos para distinguir la silueta acercándose cada vez más a la vez que el tranvía se aleja llevándose los reflejos en sus cristales. En el mundo de los reflejos, como en el de las ventanillas del tranvía, cabe la posibilidad de que un hombre idéntico a él junto al río piense en la llamada telefónica de su hermano, decidido al encuentro y la reconciliación. En el mundo de los reflejos transcurren asimismo las medias horas y por igual los humanos suelen retrasarse tras cosas imprevistas. Ahí también pueden caminar hacia un encuentro impreciso, con el abatimiento y lentitud que les imprime el peso de la existencia, peleando incansables contra la corriente de elementos que se oponen a su paso. ¿Llegará el hermano? El hombre se interroga, su vista sigue fija en el sitio que han ocupado las ruedas del tranvía, su mente en el rostro observado, muy semejante al suyo. Concluye algo mientras un soplo idéntico al del que va dentro del vagón recorre sus entrañas y las enfría. Quizá el hermano mayor era el que iba en el vagón. Es posible que no se haya decidido a bajar junto al puente metros más allá, donde se detiene el transporte para el descenso de pasajeros. El tranvía se ha perdido con el otro al que quiere imaginar que esperaba, a quien no hizo seña alguna por temor o por orgullo. Olvida, o asume hacerlo, la costumbre de su hermano de llegar siempre un poco tarde, mucho más si se piensa en el mal de las rodillas que ha empezado a aquejarlo. La silueta que se acercaba por su izquierda parece haberlo esquivado, ahora atraviesa la calle hasta la otra acera. Podría haber sido también el hermano, a quien por instrucción médica le ha sido recomendado caminar antes que usar el tranvía. Posiblemente también le atribuló el miedo al encuentro. Miedo u orgullo, quizá impaciencia. Tras un instante el hombre junto al río, aún en su posición inmóvil, decide que se levantará (se aseguraría que ha nacido para la inmovilidad, la estática de la foto lo confina al espacio de papel y nulifica la posibilidad de haberlo hecho partícipe de una historia). Planea alejarse caminando con rapidez junto al agua. Aunque no tendrá éxito en el cometido de moverse supongamos que lo consigue. Ya se ha desplazado de ahí y la imagen de la fotografía nos muestra el ciclorama sin su presencia. Digamos que nadie, ni siquiera nosotros, habría podido detenerlo. A continuación, en nuestro oído resonaría el discurrir de las aguas del río y luego se haría el silencio.    

 

 

                                                                                                              Isaí Moreno

 


[1]              Su inmovilidad nos permite determinar que se encuentra sentado sobre una barda de ladrillo que delimita la calle. El hombre apoya la punta de un pie en el suelo y el talón del otro en la parte vertical de la barrera. Sobre su playera blanca tiene puesta una camisa sin abotonar. Pasa de la mediana edad y en sus sienes hay el nacimiento de una región gris de cabello.   

[2]              Las fachadas de los edificios son grisáceas, el diseño de su arquitectura ha dispuesto que tengan múltiples ventanas, algunas de las cuales dan a balcones y su parte superior es semicircular. Otras tienen cejas de ladrillos oscuros, lo que contrasta con los edificios de diseños modernos, a manera de cajas de granito que se elevan al cielo, dispersos al otro lado del río. Los arquitectos de la ciudad han conseguido, sin embargo, fundir lo viejo con lo contemporáneo, las arquitecturas aprenden a complementarse yendo de la lucha de los contrarios a su unión.     

[3]              El vidrio en su transparencia de cristal… Vidrio que refleja árboles que a su vez ocultan edificios al otro lado el río. El cristal permite ver, discernir en su caso, siluetas y rostros dentro del tranvía. El vidrio es la transparencia ambigua: la mitad del mundo pasa por el cristal, la otra mitad se refleja y, de modo desconcertante es el propio mundo: íntegro. El cristal (el espejo es también cristal) es el único elemento que crea, que hace surgir mundos.     

[4]              A pesar de ser demasiado parecidos ambos hombres, el del tranvía es un poco más viejo, aun cuando ninguno de sus cabellos es gris. En el rostro lleva las marcas del tiempo como los trazos de una cartografía. Tiene puesta una chaqueta y una camisa de franela a cuadros.

 

 

 

Datos vitales

Isaí Moreno (México, D.F., 1967). Es novelista y posee formación en matemáticas y literatura. Su novelas publicadas son Pisot (Ed. Lectorum, Premio Juan Rulfo para Primera Novela) y Adicción (Planeta-Joaquín Mortiz). Su novela El suicidio de una mariposa resultó finalista en el 2009 del Premio Rejadorada en Valladolid, Es profesor de la carrera de Creación Literaria en la Universidad Autónoma de la Ciudad de México. Colaboraciones suyas se encuentran en diarios y revistas como La Jornada, Cuaderno Salmón, La Tempestad y Nexos. También practica la fotografía y parte de su obra ha ilustrado libros y carteles publicitarios. En la actualidad prepara su tercera novela y un libro de cuentos. Administra el blog Orange Road del sitio de Blogger

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