Un cuento de… Xanath Caraza

Xánath[1]Presentamos un cuento de Xanath Scarza, una escritora mexicana que radica en Estados Unidos. Es viajera, educadora, poeta y narradora. Ha colaborado con su trabajo original y ensayos en Pilgrimage Magazine, Quercus Review, L’crème, Antique Children, La Bloga, Pegaso, Latino Poetry Review Blog, Present Magazine.com, El Cid y Utah Foreign Language Review

 

Agua pasa por mi casa, a mi casa se viene a soñar

 

La luz que por un segundo iluminó su recámara la despertó.  Siguiendo a la luz, llegó el trueno.  Lentamente se sentó en la cama y el siguiente relámpago le golpeó la cara.  Por un momento pudo observar el cuarto vacío donde ahora dormía.  Después otro trueno.  Estaba confundida.  Sabía que era su espacio pero estaba desierto.  La luz de otro relámpago se metió entre las persianas.  Una vez más pudo ver el cuarto en blanco.  En esta ocasión reaccionó al ritmo de las primeras gotas de lluvia.  Una gota tras otra fue golpeando el techo y los cristales de las ventanas; entonces, el recuerdo y la claridad le asestaron también el pecho.

Dejó el ensueño para pasar a la realidad, ya no estaba confundida.  Se ubicó en esa realidad, su realidad.  Era su vivienda temporal, la que le habían asignado después de que las aguas pasaran por su casa.  “Agua pasa por mi casa, cate de mi corazón”, se le vino a la mente una y otra vez, con obsesión.  Con insistencia, se repetía esa frase, agua pasa por su casa, cate de su corazón.  El corazón, el lado izquierdo le palpita, le retumba, siente mariposas en el estómago.  El Amazonas, los canales de Venecia, el agua clara y limpia, limpia, no, no está limpia.  El agua pasa clara, agua por su casa, cate de su corazón, Chac Mool se puso verde, cobró vida entre el moho.  Chac se quiso salir de la caja con puerta de cristal donde estaba, los chaneques se disfrazaron de ranas.  El caballito de mar se escapó y ya no lo pudo encontrar, porque su corazón creció y se fue.  La foto que tenía de los canales de Venecia se llenó de agua, las góndolas anduvieron en su casa, agua pasa por su casa, por su gran canal.  Su barquita de totora del Titicaca también se fue.  El agua creció, subió hasta el techo, se lo llevó todo.  Por eso las cazuelas para mole que tenía como adorno en el estudio, se llenaron hasta el tope de agua.  Agua pasa por su casa, cate de su corazón.  No, no hay aguacate; hay agua que pasa por su casa, que pasó por su casa y no se llevó todo, lo destruyó todo.  TODO.  DO.  TO.  DOTO.  DOT, TOD, OT, OD, DOTO, TODO, ODO, OTO, TD, OO, TTTT, DDDD, OOOO.  Agua pasa por su casa, no hay aguacates, no entiende que no hay aguacates, que no hay, que hay agua que pasó por su casa, por la tuya, no la mía.  El agua clara y pura, no hay agua clara y pura, es agua que pasó por su casa.  Agua que se bebe las letras, se traga las palabras, los pensamientos.  Agua pasa por su casa, no hay diosa de la misericordia, no hay misericordia, hay agua, agua que pasó por su casa, lágrimas que pasaron por su casa, libros que pasaron por su casa, palabras que flotaron en la corriente, madera que flotó, libros que se ahogaron, pensamientos que se diluyeron, plumas que se fundieron con el agua, tinta que se desvaneció con el agua que pasó por su casa.  Dónde, dónde, dónde…  “Agua pasa por mi casa, cate de mi corazón”.  Que no es aguacate, es agua.

Siguió sentada en la cama.  Otro relámpago le iluminó la cara y después vino un trueno largo que hizo eco en cada una de sus células.  Todo pasó en la primavera.  Fue casi al año de haber perdido a su madre.  Fue unos días después del gran terremoto en Sechuán.  Fue cuando los días empezaban a ganarle terreno a la noche.  El corazón le palpita, salta, se emociona pero no sabe si le da vida.  La vida de la ciudad, de las calles y casas.  Casas que se caen aquí, aquí en la triste ciudad.

La sombra de Chac Mool, la deidad maya, la tomó por sorpresa.  Lo sintió deslizarse por entre las cajas que estaban en una de las esquinas de la recámara vacía.  De reojo vio su cuerpo alargado, paulatinamente oyó su respiración desvanecerse.  Ella se quedó inmóvil.  Otro relámpago alumbró su cuarto.  Chac había desaparecido.

Su huipil blanco vibró suavemente con el viento del Anáhuac.  El olor a copal le golpeó las fosas nasales y dejó que la recorriera por dentro.  Las notas del teponaztle acompañaron sus pensamientos.  Tecuixpo Ixtlaxóchitl y los otros niños nobles aztecas se maravillaron con el atardecer frente a las cristalinas y apacibles aguas del lago de Texcoco.  A lo lejos, el fuego sagrado se prendió en la cima de una pirámide, era tiempo de regresar a casa.

Apagó la lámpara de la mesita de noche.  El sueño le volvía poco a poco, después de leer unas páginas.  El sonido de la lluvia, ahora la arrullaba.  En el departamento vacío, los sonidos resonaban, se engrandecían en los espacios en blanco.  La última imagen que quedó en su mente, antes de conciliar el sueño, fue la de Tecuixpo Ixtlaxóchitl y los otros niños mirando el atardecer; se relajó y cerró los ojos.

Poco tiempo le duró la calma.  Un ataque de ansiedad le aceleró el corazón.  Súbitamente, su respiración se hizo más rápida.  Otra vez arreciaba la lluvia. Abrió los ojos de un jalón, los clavó en el techo tratando de adivinar, qué figuras se formaban en la tabla roca de éste.  A continuación, escuchó su respiración, era como un ronroneo grave.  Le pareció percibir la sombra del dios maya por segunda ocasión, entre las cajas de cartón que guardaban  los restos de su casa destruida.  El viento apretó y chocó contra las ventanas sin vehemencia.  Cerró los ojos y se concentró en el sonido de la lluvia contra los cristales.

Agua que cae, que corre.  El agua escurría por todos lados.  No había techo en el sótano de su casa.  Toda la tabla roca estaba en el piso y en el piso estaban los pedazos de su vida.  Todos los libros de los libreros estaban caídos.  Todo estaba mojado y lentamente disolviéndose con el agua.  El juego de enciclopedia de su niñez estaba irreconocible.  Su sótano se convirtió en una cueva con agua goteando desde el techo.  Pudo notar el inconfundible olor a moho y lo vio creciendo sobre todos sus libros.  Plantas crecían de las semillas de maíz azul que había guardado y tenía en una jícara labrada, junto a la chimenea.  Pudo ver las palabras perderse en el agua, las veía flotar entre la corriente de agua.  Los pensamientos también se escapaban, al ritmo de agua que goteaba.  Todo el ambiente desprendía humedad.  A su figurilla de Chac Mool se le pasó la mano, quiso salirse de la caja de madera donde la tenía.  Chac hizo de las suyas otra vez.  Boullosa, Luisa Josefina, Yourcenar, Vargas Llosa, García Márquez, Anzaldúa, Borges, Cisneros, Cortázar, Castillo, Viramontes todos estaban mojados.  Flotaban con las palabras revueltas, las palabras mezcladas en la corriente de esa rama del Amazonas.  Revueltas las palabras con las pirañas y pirarucus del Amazonas.  Del río-mar que llegó hasta el sótano de su casa.  Todo se volvió el mar, sus sueños y el agua se hicieron uno.  Agua que pasó por su casa.

Estiró la mano hacia la mesita de noche y prendió la lámpara una vez más.  El sonido de los caracoles marinos se hizo sentir en el valle del Anáhuac.  Un viento dulce acompañó la luz de la mañana, que volvía rojo el cielo, arriba de las cúspides de las pirámides.  Tecuixpo tomó entre sus manitas una pitahaya roja como el cielo del amanecer, la subió a su boca y un chorrito de jugo se escapó de entre sus labios.  A continuación levantó una rebanada del anaranjado zapote mamey.  La fuerza de sus deditos la aplastó y con gusto de niña se la comió de un sólo bocado.  Bebió un sorbo de la humeante jícara labrada con chocolate caliente, absorbiendo su aroma en cada trago.  Tecuixpo estaba feliz, hoy vería a su padre, el emperador Moctezuma.

Esa mañana, paseó entre el mercado de flores de la bien trazada capital azteca.  Tonos amarillos, rojos y azules turquesa cautivaron sus ojos negros.  Se quedó quieta por un momento, cavilando.  No sabía si llevar otro hermoso pájaro de plumas rojas a su padre.  Indecisa aún, notó entre las callejuelas del mercado, el aleteo de un plumaje azul verdoso; los colores brillantes e iridiscentes la extasiaron.  El extenso plumaje, como el mar, la embelesó; ése sería el regalo para su padre.  Con su regalo seleccionado subió a su chalupa y majestuosamente recorrió los canales simétricos del centro del imperio azteca.  A su paso, la gente susurraba su nombre, Tecuixpo Ixtlaxóchitl, florecita de algodón.  Desde lejos, las montañas nevadas la veían recorrer el camino de agua hasta el palacio del hueytlatoani.

Apagó la luz, el sueño le tocaba los párpados con sutileza.  A punto de dormirse, sintió su respiración.  Abrió los ojos y advirtió entre las cajas de cartón, unos ojos que la miraban.  El relámpago iluminó por un instante la habitación y distinguió una silueta alargada entre las duras cajas.  Tuvo la sensación de que había más cajas de lo que podía recordar, las sentía más cerca de lo que ella se acordaba.  Por un momento sintió moverse a Chac.  Su respiración, ese ronroneo, se aproximaba cada vez más al pie de su cama.

Llegó el momento en que ya no pudo luchar contra corriente.  Se dejó llevar, se hundió en la fuerza de ese río-mar que derruyó su hogar, que arrasó con los pedazos de su vida y diluyó las palabras que la definían.  Empacó su vida fragmentada en cajas, dejó ir los restos de lo que quedaba, no recuerda con precisión la sucesión de los hechos, todo fue demasiado rápido.  Su memoria registró palabras como guardar, rescatar, no tocar ese rincón, dejar ir.  También recordaba humedad y vegetación expandiéndose en el sótano de su casa, que un día fue su estudio.  Recordaba dolor contenido en el pecho, que se exaltaba ante la imagen de haberlo perdido todo.  Todo se disolvía lentamente, como el papel de las páginas sueltas de un libro roto, donde se iban borrando las líneas de su vida, el agua lenta pero constante, se apoderaba de ellas con su caudal.

Ante la idea de que todo estaba demasiado cerca, las cajas y Chac, se extendió en su cama.  Miró el techo en medio de la oscuridad y otro trueno hizo vibrar el departamento.  La luz subsecuente le confirmó lo que creía.  Había más cajas de lo que recordaba, estaban más cerca de lo que suponía.  Pero Chac se había esfumado.

Se concentró en las últimas líneas que había leído.  Se imaginó que caminaba entre las calzadas de la capital azteca con sus hermosos jardines colgantes, el murmullo de la gente, los olores y colores de los mercados.  Sintió notas musicales penetrándola a través de los poros de la piel.  A lo lejos vio a Tecuixpo Ixtlaxóchitl, con su huipil blanco, navegando en los canales de agua de la ciudad.  La vio sonriente con sus ojitos negros y nariz aguileña.  Veía cómo la gente del Anáhuac la saludaba a su paso.  Veía cómo Tecuixpo, con el corazón en los labios le hablaba a su pueblo.  Disfrutó de esa imagen y sintió la luz del sol calentarle el rostro; aspiró profundamente y absorbió el humo perfumado que había en el ambiente.

Otro relámpago le hizo abrir los ojos.  La oscuridad y el sonido de la lluvia contra los cristales hicieron que su cuerpo sintiera frío.  Miró a su alrededor, no había muebles, el cuarto apenas tenía una cama, una mesita de noche, alfombra y cajas de cartón.  Ella estaba segura que las cajas se encontraban en una de las esquinas de la habitación, pero estaba equivocada.  Las cajas la rodeaban, la acechaban.

Recordó la primera noche después de su largo viaje, cuando descubrió el desastre.  Recordó cómo trató de salvar los documentos importantes para ella pero todos estaban mojados.  Llevó consigo los pocos papeles y libros que pudo rescatar.  Tenía que restaurar las líneas que definían quién era ella.  Necesitaba separar cada cuartilla húmeda y maloliente.  Vio la inmensidad de hojas fundidas por el agua y no supo de dónde sacó fuerza para despegar cada una de ellas.  Las extendió sobre la alfombra, una por una, obsesivamente.  Le urgía desprender las páginas de su vida reducida a esa pila de papeles en estado de descomposición.  Continuó apresuradamente, como si su propia historia dependiera tan sólo de eso, no paró.  Llenó el piso de la habitación de hotel donde pasó esa noche húmeda con las páginas que aún definían su existencia.

Alrededor de las cinco de la mañana terminó.  Todo olía a su casa descompuesta, pero vio, con un dejo de esperanza y de fortaleza renaciente, que al secarse las hojas, las palabras resucitaban.  No perdían la información escrita en ellas, estaban completas, aunque sangrantes y laceradas.  Finalmente se acostó en la cama con sábanas limpias.  Esa cama se volvió una isla en medio de un mar pútrido, lleno de tiburones listos para embestirla.  No recordaba con certidumbre la sucesión de los eventos de esa noche triste, pero ya no importaba.

La lluvia se fortaleció.  La respiración de Chac se dejó oír.  Esta vez también lo olió, estaba demasiado cerca a ella.  El penetrante olor a animal salvaje, felino le entró directo por la nariz.  Sintió el trópico en su nariz, al tiempo que la humedad y el calor la invadieron.  Otra vez sus sueños y el agua se estaban haciendo uno y Chac no dejaba de respirar.

Tecuixpo reparó en ella.  Le sonrió con sus ojitos infantiles.  Ella también la miró, le contestó con una sonrisa, mientras la veía alejarse en la chalupa imperial que la transportaba.  Descubrió a su alrededor los vibrantes colores, de las paredes de estuco, de los intricados edificios que conformaban la ciudad.  A la distancia oyó los teponaztles y otra vez, un humo perfumado le inundó las fosas nasales.  El sol de la mañana lo iluminaba todo.  El lago de Texcoco reflejaba con apacible calma los rosados rayos de sol y el azul profundo del cielo.  A lo lejos, las montañas nevadas resguardaban la capital del Anáhuac.  Caminó un rato conmovida por tanta belleza y un olor dulce, de maíz cocido, le llegó de entre las calzadas donde caminaba.  Se detuvo para disfrutarlo.  Maravillada, no dejó de admirar el templo mayor que se situaba en la distancia, a su derecha.  Se dirigió a la orilla de otro de los varios canales de agua cristalina, donde se detuvo para ver pasar varias chalupas llenas de flores recién cortadas y fruta fresca.  Se acercó más al agua del canal para tocarla, al aproximarse no pudo ver su rostro, no había ningún reflejo.

Recordó el agua que pasó por su casa.  Agua turbia, donde se perdieron sus palabras.  Recordó los colores disueltos, las palabras sueltas flotando en el agua.  Recordó el departamento vacío y la lluvia golpeando las ventanas.  Después pensó en Chac y su constante ronroneo.  Insistentemente, buscó con la mirada el canal de agua que llevaba a Tecuixpo, evocó el delicado perfume a copal, pero sólo distinguió un penetrante olor felino.  Intentó prender la luz de su lámpara, extendió la mano, no había corriente eléctrica.  Un rayo más la tomó por sorpresa iluminando la habitación vacía.  Fue cuando notó que los ojos de Chac seguían sus movimientos.  Se levantó de la cama y buscó en la oscuridad una pluma.  Empezó a dibujar en la superficie de las cajas de cartón a ciegas.  Poco a poco, sus diseños fueron transformándose en palabras, llenó una a una la superficie de las cajas de cartón con dibujos y palabras.  Dibujó a Tecuixpo con sus ojos infantiles, escribió, agua pasa por mi casa, cate de mi corazón.  Siguió escribiendo.  Corazón que palpita y salta, se emociona y da vida, da vida aunque a veces la arrebata.  Mi vida, la vida de las calles, de casas que caen, que se derrumban y vuelven a formarse, como toros salvajes que pelean, que corren por los campos.  No allá, aquí en la ciudad, en la ciudad de las grandes avenidas, de las calzadas amplias, limpias, vacías como páginas en blanco, listas para ser llenadas, como libro abierto, listo para ser leído.  Con mil colores, mi ciudad, el corazón que palpita.

Siguió escribiendo hasta caer de rodillas.  Entonces, abrió los ojos y una figura felina estaba a su izquierda, junto a ella.  El dios maya se acercó más hasta rozarle la piel, abrió la boca amenazante, entonces se desvaneció.  Ella siguió escribiendo sin parar en las superficies de cartón.  Escribió Chac Mool, escribió lo que se había imaginado, se escribió a sí misma y poco a poco, comenzó a sentir en su cara la luz del amanecer, el olor a copal que se le impregnaba en la piel.  Vio el agua cristalina del lago de Texcoco y a lo lejos, escribió, se vislumbran los surcos que dejaba la chalupa de Tecuixpo, donde ella llevaba un ave con plumaje azul verdoso, tan largo como el interminable mar.  Agua pasa por mi casa, cate de mi corazón; que no es aguacate, que a mi casa se viene a soñar, no entiendes, agua pasa por mi casa, que pasó por mi casa, que no es aguacate, que es agua.  

 

 

Datos vitales

Xánath Caraza es viajera, educadora, poeta y narradora. Ha colaborado con su trabajo original y ensayos en Pilgrimage Magazine, Quercus Review, L’crème, Antique Children, La Bloga, Pegaso, Latino Poetry Review Blog, Present Magazine.com, El Cid y Utah Foreign Language Review. Además su trabajo ha sido publicado en las siguientes antologías: Woman’s Work: The Short Stories (Girl Child Press, 2010), Cuentos del Centro: Stories from the Latino Heartland (Scapegoat Press, 2009), Primera Página: Poetry from the Latino Heartland (Scapegoat Press, 2008) y Más allá de las fronteras (Ediciones Nuevo Espacio, 2004).

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