Juego de ajedrez, cuento de Fidencio González Montes

Fidencio González Montes 

En el marco de la Antología de Narrativa Mexicana Contemporánea, presentamos el extraordinario cuento “Juego de ajedrez” de Fidencio González Montes (D.F., 1954), uno de los primeros textos que abordan la temática homosexual en México. Texto de notable factura por la manera en que se construye lo literario.

 

Juego de ajedrez

 

LLEVÁBAMOS MÁS de una hora caminando por la playa, recogiendo alguna conchita de vez en cuando o mirando a las nalguitas extranjeras que pasaban sin pelarnos. Llevábamos más de una hora sin hablar, tal vez pensando en que los doscientos pesos que traíamos se hicieron mierda en un dos por tres. Y para de malas no podíamos agarrar ningún cotorreo con las gabachas porque ninguno de los dos mastica el inglés. Así a señas nomás no hay chance. Me cai que nunca habíamos llegado a pisar arena en esas condiciones paupérrimas como dicen los periódicos de las colonias perdidas. Lo único bendito que atesorábamos era una cajetilla semivacía de cigarrillos. Fumarse un tabaco al aire libre es padrísimo, hace que uno se acuerde de los comerciales de la tele pero esta vez los actores estaban más jodidos que un carro recién sacado del corralón. Apenas estábamos dándole el segundo golpe cuando se nos acercó un cuate a pedirnos uno. Hasta entonces dejamos de creer que éramos los únicos marcianos que andaban sin lana por esos contornos. Lo extraño es que ese bato no tenía ficha de ser de los de acá, del bando proletario, uno se da cuenta luego luego. Ese chavo tenía los ojos claros y era güero y hasta con la barba partida y todo. Pero mejor vamos por partes, para qué empezar con mentiras, aunque Alfonso y yo nos conocemos desde hace un chorro de años, cada quien tiene su tirada. Yo francamente no me dejo agandallar así como así, en cambio mi friends, a lo mejor porque es dos años menor que un servidor, le vale gorrión todano y se avienta a lo que caiga. Ah, pues a él se le ocurrió aterrizar en este Acapulquito sin nada de feria. Bueno, pues iba en que a veces me comporto muy desconfiado, así que empecé a sospechar de ese cuate. Nos preguntó que de dónde éramos y todas esas diplomacias que se acostumbran cuando las personas se acaban de conocer y bla bla bla. Total que el susodicho trató de meternos miedo, que por aquí en la costa la onda está gruesa, que es un cuete andar sin un quito y toda una bola de frases paternales. Me dio mala espina, a la mejor es un espía disfrazado de diño burgués para sacarnos la sopa. ¿Cuál sopa? Me pregunté. Quién sabe pero más vale prevenir. No pues nosotros estudiamos y la venimos a rolar por acá y nada más. Alfonso, sin consulta previa –no se podía además– vio la posibilidad de un aliviane y le lanzó el rollo de que habíamos pasado la noche en un pinche hotelito infectado de chinches. No tenemos lana y ya ves que sin lana no aguanta, le dijo. Te va a tomar la palabra, pensé, y chance hasta sea traficante. Y no es que me espantara, nosotros también nos prendemos con yerba pero fuera de nuestra patria hay que andarse por las ramas. El abato nos preguntó si ya nos habíamos metido al agua. Pos con qué, le dijo Alfonso. El chavo ése puso su maleta en el suelo y sacó tres trajes de baño. Ya la hicimos pensé dejando a un lado mis preocupaciones de persona mayor. Ah qué caray, exclamó Alfonso como diciendo no te molestes pero presta el más efectivo. Me miró como diciéndome: mira buey, así se hacen los bisnes. La neta que a veces debo de reconocer la capacidad genial de mi casi hermano para sacar su bandera libre y agarrar pasaje de volada.

                Después de todo no la íbamos a pasar tan mal porque si ese chavo nos ofreció los trajes de baño todo indicaba que también iba a compartir algunos billetes. Atrás de una rocota nos desvestimos mientras nos decíamos los nombres. Me cai que estábamos llenos de júbilo como dicen en las telenovelas, no cabe duda que a veces uno vuelve a la niñez- César le hizo burla a Alfonso de sus piernas cubiertas hasta la madre de pelos. Era buena onda ese chavo, si no fuera por él andaríamos recogiendo conchas, pensé. A proposición de césar comparamos nuestras piernas. Según su juicio, Alfonso las tenía de futbolista, de Reynoso concretamente; yo de rocanrolero; y él, puta madre, de vieja, las tenía de mujer, sin nada de vellos. Después les voy a enseñar una foto de mi hermana, cabrones.

                No pues nos metimos al agua que estaba superfría, estaba superchingona y arriba un sol super-super. Allí nos dijo que dejáramos ese mugre hotel y nos pasáramos al suyo. Cámara Cesarín, tú mandas. Alfonso me preguntó a su estilo, alzando las cejas: cómo la ves; y yo le contesté en el mismo lenguaje de mímica: a toda madre. Después de una zambullida, mientras me frotaba la cara, sentí un agarrón en los huevos. Chale, y ahora qué pescado tiene las aletas tan maleducadas, pensé. Del agua salió la cabeza de Cesarín, chorreante, botado de la risa. ¿Te espantaste? No la friegues cabrón, le dije.

                Como a las dos horas salimos todos requemados, con los ojos bien rojos pero cubiertos de esa felicidad que se siente por todo el cuerpo. Recogimos nuestras cosas y caminamos hacia el hotel, de Cesarín por supuesto. El otro que se vaya a la goma con todo y su porquería de chinches. De pronto nuestro buen amigo César que me hecha el brazo y que me dice, voltea. Aun lado iba pasando un negro bien torote como la rocota donde nos desvestimos. Qué onda, le pregunté, ¿te conoce? ¿No te fijaste?, me dijo, ese chavo tiene un santo bultote que imagínate nada más qué de gritos pegará su novia. No te la jales pinche César, ya deja la mota. Y hablando de mota qué ¿ustedes no carburan? Preguntó. Simón hijín. Habíamos entrado en un buen desarrollo económico y social que para entonces ya no sospeché que ese cuate fuera el espía de mis terrores. Al rato conseguimos un conecte, nada más que tranquilazos. Cámara.

                En el hotel, el ruco se puso flamenco, que se tenía que pagar otro cuarto más y no sé qué otros trámites. Le ofrecimos una propina pero ni así. Chale, ¿y ahora? No hay fijón, dijo Cesarín. Pagó el otro cuarto y nos dio las llaves. Suban mientras yo le hablo a un cuate a ver si lo localizo. Ya vas. Qué diferencia: unas cortinas a todo dar, con ventilador, con una cama de poca y un baño aunque pequeño bien padre, palabra. Después del natural asombro, mi casi broder me preguntó: qué te parece, refiriéndose no al cuarto sino a César seguramente. Se me hace algo raro alcancé a decirle cuando el rey de Roma se asomó. Venía desilusionado. No está, dijo, anda por Cuernavaca, mañana llega o al rato, no me supieron informar bien. Se los voy a presentar, es de billetes, conoce a mucha gente de Acapulco, anda conectado con la onda de la ropa, es modisto. Ya vas, repetí por milésima vez. Ese chavo lo conocí cuando salí del internado, dijo sin que le preguntáramos. Y es que cuando me sacaron del internado también me salí de mi casa, algo así como ustedes que vienen a Acapulco a ver qué transa, nada más que yo en otro plan. Simón, me arrebató la palabra Alfonso.

                Empezó a aflojarse la correa del traje de baño mientras nos narraba la biografía de ese ñero. Bueno, pues vamos a remojarnos, dijo. Éntrale tú primero, exclamé temiendo otra ocurrencia de César. No tengan pena, somos hombres, ¿no? Bueno sí, claro que sí pero los tres en ese bañito tan chiquitito… no la friegues. Alfonso se metió al baño sin decir nada. Órale, no le saque al agua que no se va a ahogar, me dijo César. Espérate, mejor uno por uno, después te bañas tú y yo al último. Coyón, me dijo. Para entonces yo ya empezaba a verlo de reojo. Le grité a Alfonso que cerrara la puerta porque estaba entrando todo el vapor y César dijo que no fuera envidioso, que nada tenía de malo que él viera cómo se bañaba mi amigo. Y es que César estaba recargado en la cómoda desde donde podía ver al baño, cruzado de brazos, sentado en el buró, en espera que de una vez por todas sacara todo lo que estaba batallando por decir pero nel que se atreviera. Se paseaba de un lado para otro y volvía ponerse en el mismo lugar y a tomar agua de la garrafa, inquieto. Me cai que la estaba haciendo cansada, de una vez que lo paro: a ver chavo, empieza tu estriptis, quién eres, qué onda con nosotros, sincerízate. Eso era lo que el doncello esperaba porque me preguntó: ¿tú qué opinas de los homosexuales? Miau, que lanzo un silbido. Así que como quien dice tu plan revolucionario no anda del todo bien, pensé. ¿Y eso?, que le pregunto. Volvió a meterse otros largos tragos de agua. Yo no era así, empezó a contar, pero lo dijo en un tono tan dramático, tan a lo Libertad Lamarque que por poco suelto en frente de él la carcajada. Puse mi cara de, continúa por favor y adopté la elegante pose de sicoanalista circunspecto. Toda mi infancia la pasé en un internado, mis papás se divorciaron y no les importó que nosotros sufriéramos y nos metieron en un internado. A mi hermana de puras mujeres y a mí de puros hombres. Nunca iban a visitarme, mi madre andaba con sus obras de caridad y mi papá se fue al extranjero, fíjate. Esto se está poniendo interesante, pensé. Hasta Alfonso le había cerrado la llave y yo por mi parte me acomodé lo mejor que pude. El joto –como si yo no estuviera allí– se quitó los calzones. Uno con tantas horas de vuelo y que de repente vengan con estas mamadas. Con un ojo basaba para darme cuenta que la intención del chavo era despertarme el apetito sexual. ¿Y después? Le pregunté. Y después una noche, los más grandes del internado que entran a mi cuarto, yo estaba durmiendo, que me desvisten, yo no me daba cuenta de nada porque estaba profundamente dormido, no era para menos, todo el día me la había pasado llorando por la orfandad en que me encontraba, y después cuando desperté dos de ellos ya lo había hecho conmigo, buen, después me contaron que fueron dos y el tercero ya lo tenía encima. Yo les gritaba que no fueran malos pero no podía zafar porque entre todos me estaban agarrando. Yo creo que esa experiencia me quedó en el subconsciente, ¿no crees?, algo así como un trauma. Cuando crecí yo me resistía a creer que fuera de los otros, pero después pensé que debía aceptarme tal y como era y me costó trabajo pero me acepté. Sí claro, pensé. De veras que es difícil aceptarse así pero tampoco debo negar que la vida me deparó, ¿no crees? Pues sí, así es, le contesté lo más didácticamente que pude.

                Alfonso salió, secándose las orejas con la toalla. ¿Oíste la historia de mi vida?, preguntó César. Alfonso dijo que yes, que sí. ¿Crees que hago mal en ser así? No pos está grueso, quién sabe. Ahí se me prendió el foco de que Alfonso estaba guardando su otro yo. Después de meditarlo un rato me ruboricé de mi malsana morbosidad. Lo que sí me dio coraje era el hecho de que el joto nos tratara como si nosotros fuéramos un par de tarugos a los que se les da atole con el dedo. Ese nalgaspronto lo único que clamaba era miembro y nada más. Lo que más me cagaba era que sacara esas mentirotas del internado. Yo sabía que si empezaba a hacerle preguntas más concretas iba a contradecirse. Entonces que le digo que con viejas sí pero con homosexuales –por no decir puntos– nomás no puedo, porque yo también tengo mi trauma y es que cuando yo era chirris un viejo que vivía a un lado de mi casa quería que lo hiciera con él y me correteó desde el río hasta la casa de una tía a donde llegué más muerto que vivo. Me asusté tanto que ni los terrones de azúcar ni las limpias me sacaron ese espanto. Y una curandera me pronosticó que el día que me enchufara con un hombre me iban a salir manchas por todo el cuerpo, principalmente en la cara. El joto me preguntó: ¿cuántos años tienes?, y yo le dije que tantos y que me dice: ¿no se te hace que ya estás grandecito para andar creyendo en esas babosadas? Hijo de tu pinche madre, ¿entonces tú crees que me tragué la píldora de que te la dejaron ir cuando estabas durmiendo? Que eme encierro en el baño todo encabronado.

                Mientras me enjuagaba el que te platiqué pensaba en decirle a Alfonso que piráramos a otro laredo, a ver cómo chingaos le hacíamos; a la mejor teníamos suerte y nos embarcábamos con algunas gabachas, bueno, hasta andar caminando por la playa buscando conchitas era preferible a depender de un puta maricón. Pero cuál fue mi sorpresa que al salir del baño Alfonso y el joto ya estaban muy a gusto platicando. Ya se dejó agandallar este zorro, pensé. El putote había sacado toda su ropa de la mochila y se la enseñaba a Foncho: mira Foncho esta camisa, mira Foncho qué te parece esta truza. Todavía estaba encuerado el ojete. A mí ni me pelaron. Le pedí el peine a Alfonso y ni siquiera volteó a verme, lo sacó de la bolsa del pantalón y me lo dio como diciendo: ten y no estés molestando, no ves que estoy ocupado.

                Entonces los dos se pusieron de acuerdo de ir por la mota. Mientras el joto se bañaba Alfonso y yo no hablamos nada, tenía cara de fastidiado y mejor se puso a cantar. El joto salió y empezó a vestirse sin dejar de hablar con mi casi broder, como diciendo ya ves mamón cómo no necesito de ti. De él no me dolía nada, que vaya y chingue su madre; pero que Alfonso ni me fumara, siendo que los dos habíamos venido juntos para pasarla juntos y que ahora por un putazo de primera se cuelgue de esa manera tan vil… francamente sentía como una espinita, como un pelito que se atora en el cuello de la camisa después de la peluqueada. Por poco me levanto y le parto la moder a ese jijo, se estaba pasando de listo, y es que puso a reírse, a reírse como loco, como burlándose. Si no me le fui encima fue por no hacerle ver que sus pinches faramallas me llegaban. Eso me sostenía en el decoro del hombre digno. Charros.

                De veras que el pinche Alfonso anda más distanteado que una brújula destartalada, pues qué –me puse a reflexionar– acaso no tiene tantita cabeza para pensar que lo está utilizando como instrumento para alejarlo de mí, para que yo reviente y me desaparezca. Es precisamente lo que algunos maestros llaman afrenta. Si  Alfonso lo hubiera mandado a la fregada entonces se hubiera arrastrado conmigo pero sólo para no sentirme el perdedor. Me froté las uñas en las imaginarias solapas de mi imaginario esmoquin de catedrático chingón. Qué de lógica estaba derrochando para desentrañar la relación César-Alfonso. Estaba en eso de la felicitación a mí mismo cuando uno de los elementos de mi análisis, Alfonso –imposible que fuera César, según mi teoría de causa y efecto de conducta – me incitó caso por compromiso a que los acompañara a ir por la mota. Naturalmente y esperaba que me rogara de perdida unos cinco minutos y le dije como el hombre más ofendido del plantea: ¡No! Dio la media vuelta y los vi salir juntos; sólo faltaba que se tomaran la mano como las hermanitas que van a comprar un dulce a la tienda de la esquina. Me vale madres, y que me recuesto esa camota mientras regresaban, y traté de acordarme de algo agradable, de un trasero de gringa por ejemplo, pero volvía a lo mismo. Todo indicaba que el puto ya lo tenía en sus garras. Entre Alfonso y yo no había pasado nada, aparentemente, pero ahora se largaba con su dama. Por lo tanto me daba a entender que de su parte la bronca estaba bien declarada. Alá, me dije, como el detective con la lupa en la mano que va siguiendo paso a paso los móviles del crimen. Y es que los siameses no aparecían. Y cuando no se tiene a la mano un interlocutor –nel que cruzáramos aquellos primeros diálogos aunque ellos estuvieran allí– me da a suponer, por sospechar. Me creía un jugador de ajedrez que ve todas las posibilidades de cada pieza mientras su rival se ha parado a las luces de los quemadores. Pero de repente, tan-tan, ¿quién es?, pues quién va a ser, los novios. Alfonso llegó muy platicador, que le compraron la mota a un negro lanchero y que se las fueron a tronar cerca de una palmeras y bla bla bla. Los dos estaban bien cargados de humo, bien pachecos. El puto se clavó en los flequitos de la colcha y Alfonso le pidió que fuera al otro cuarto a oír música. Cuando nos quedamos solos, se me acercó. Pinche Alfonso, me cai que a veces es un niño, me dio un golpecito amistoso en el hombro y me echó el brazo por el cuello y me dijo: no te puedo decir por qué lo estoy haciendo porque ni yo mismo lo sé pero la amistad que existe entre tú y yo son dos eslabones que nadie los podrá separar. Siempre que se pone macizo le da por hablar como poeta. Me pidió perdón y fue a reunirse con el trompetista.

                Yo, mientras, saqué el último tabaco y me puse a fumar y a disfrutar de esa camota larga y ancha, a disfrutar del sol que, maldita sea, nomás me llegaba a los pies. De niño siempre me hizo falso el clásico chinguetas de las películas que en menos que canta un gallo, de amolado pasa  a ser el machín de una buena nalga y de un buen cantón. A menos que me decidiera por las nalgas del joto ya podría considerarme un personaje del mencionado film. En eso estaba cuando oí como un rechinar de cama. Que me levanto antes de que el cabrón se lo pasara por las armas. Si no me paro ese Alfonso es capaz de pasarse de la rayuela. Corrí antes de que fuera demasiado tarde. Ya casi veía los calzones de los amantes colgados en las aspas del ventilador, aunque sin asegurar quién estaría arriba de quién.

                Los muy hipócritas tenían la puerta abierta. Eso me hizo cachar la onda de que se estaba entablando – ¡Vámonos con mis observaciones cerebrales! – una relación más intensa pero menos secreta entre ambos. Me vieron y ni me fumaron. De repente se me hizo – ¡ya era tiempo! – que yo estaba desempeñando el papel del vigilante, imagínense, a mis años y con mi larga experiencia en asuntos de alcoba. Me sentí un auténtico pequinés, un perro mamón pegado a las faldas de su amo, al que patean por entrometido y ahí va el pinche perrito rastreando el olor. Eso fue suficiente para volver a tirarme en mi cama encabronado conmigo mismo por andar quijoteando donde no me llaman. En ese momento, recuperado de mis malas vibraciones, opté por ver más en mi interior y me encontré con una hambre de-la-chin-ga-da. Me valió y volví a repetir aquel gesto ensayado de cuando sentí por primera vez aquella imaginaria espinita en el cuello de la camisa, que a tal grado como es de comprenderse, ya la sentía más filosa. Ya parece que me iba a entretener en descifrar el porqué de ese naco sentimiento. No pues me salí sin voltear para allá, o sea para la puerta de los enamorados. Apenas había caminado los pasos necesarios para que me vieran, se preguntaran a dónde iba, se contestaran quién sabe, dudaran si llamarme o no y finalmente resolvieron hacerlo. Creo que la atizada los alivianó, estaban relajados y hasta el puto comentó que la yerba era de la sierra, efectiva. De repente se me hizo que ellos eran los que habían llegado juntos de México y el advenedizo era yo que estaba ahí paradote en la puerta. Ellos también tenían hambre y por primera vez estuvimos de acuerdo. ¿Pero acaso el hecho de que Alfonso ande de caliente significa que estamos en desacuerdo? Chale, seguramente el hambre me hacía desvariar en esas mariconadas. Acepté la propuesta de ir a la Quebrada después de empacar. A ver si así se me despejaba la mente. No me iba a quedar ahí paradote para que después calle por vida que un puto se conchavó a mi amigo y me dijo, fuchi, hazte a un lado valedor.

                A esas alturas, con las reglas del juego bien definidas no me quedaba más remedio que aceptar con naturalidad la posición gruesísima en que esa manota gigantesca –ojo, símbolo del destino– había puesto las piezas en el tablero de ajedrez.

                Antes de salir, el joto volvió a llamar a su amigo y otra vez no estuvo. Dejó dicho que al rato llamaba. En el restaurancito a donde nos llevó ya lo conocían. El mesero se sonrió con esa sonrisa que dice por dentro: vas a ver, ya te vi. Eso era el colmo, servir de pasto a la imaginación de los demás.

                Aparte del menú yo pedí un filete de res con papas y un jugo de naranja del más grande que tuvieran u una cajetilla de cigarros ralei. Efectivamente, yo no iba a pagar. Mientras nos servían ellos se pusieron a leerse mutuamente las manos, hablaron de los signos zodiacales y llegaron a la bonita conclusión de que tenían muchas cosas en común. Jijos de la rechingada, pensé después de un eructo. Lo que los pinchis cochinos estaban queriendo era que los dejara en paz, aquí se rompió una taza y ahí nos vemos, se lo lavan. Pero nel. Acabamos de comer y yo me levanté para ir a echar una firma. Cuando volví ya estaba la cuenta liquidada. ¡Vaya! Menos mal que no me hizo gacha el mil usos. ¡Claro! Si me la llega a hacer de tos sabe que Alfonso no sería capaz de dejarme morir solo por muy ganado que se lo tuviera. Eso es lo que yo creo. Quién sabe. No, si ese puto se ve que ya tiene muchos kilómetros recorridos. Tanto así que hasta el tiempo se puso de su lado. Empezaba a llover y dijo: para qué vamos a la Quebrada, mejor compramos un pomo y nos lo tomamos en el cuarto. Claro, lo que al señorito le interesaban eran las dos cuartas –cabeza libre– tripa de gato, y no esas payasadas de los clavados. Sale, dijo Alfonso. Por no dejar me vio y yo lo imité: sale.

                Pues compramos una botella, la envolvieron bien y la subieron. Ah, pero antes lo que era de esperarse, el joto se quedó para hacer la famosa llamada a su famoso amigo. Ahora que estaba a solas con Alfonso no sabía ni qué decirle. ¿Qué cuentas?, abrí la boca sabiendo que no era del todo original para hacer preguntas y menos en ese momento donde todo era un silencio largo y frío y de la puta madre. Me invitó a Puerto Vallarta –dijo. – Está buen, ¿y cuándo se van? – Mañana. Se me figuró que éramos unos malos actores que tratan de representar su papel lo mejor posible. –Se ve que tiene lana ¿verdad? –agregué para disimular la sorpresa que me cayó, ahora sí como luego se dice, como una cubetada de agua fría. –Así se ve– contestó.

                El puto llegó dando gracias al cielo porque al fin había encontrado a su cuate. Se pusieron a abrir la botella mientras yo me puse a pensar descaradamente – ¿será posible que una persona piense descaradamente? – que los amigos son unos jijos de la tiznada, etcétera, etcétera. Recapacité y me di cuenta que no era conveniente ponerse a pensar así enfrente de ellos porque lo podían notar como en la canción de Rosita Elvírez. De seguro el joto empezaba a saborear su venganza, sabiendo que yo ya sabía lo del viaje a Puerto Vallarta. Cuernos, que alcanzo un vaso de plástico y sin que se me invitara que me sirvo una buena porción de lanzallamas y lo demás de coca. Alfonso y el jotote chocaron los vasos, qué ridículos ¿no? Hasta que la muerte separe esta amistad, sentenció el putanguero. Como es claro de comprender, todos sus movimientos, lo que dijeran y hasta lo que callaran me caía como patada de mula. Y los muy desgraciados no se fueron al otro cuarto, ahí se quedaron solamente para que se me desparramara esa bilis de la que tanto se habla cuando uno anda encabronadísimo. Del joto no había equivocación, desde el principio demostró su mala onda, pero de Alfonso lo que no comprendía yo era por qué aceptaba el juego y se sentía como un brillante triunfador. Debido a mi superojo de clarividente griego –si no me elogio yo en tale aprietos quién– moví otra pieza de ajedrez. Que les digo, hacen una pareja muy mona, me cai. El puto creyó que ya me había encontentado y que me dice: vaya, hasta que habló don seriesote, ¿por qué estabas enojado? ¿Yo?, estuve a punto de preguntarle pero a fuerzas él me iba a responder, sí, tú. Así que le ahorré el camino y le dije casi aventándole el trozo de carne, porque ya no me pelas ni nada, como si nada más hubiera un solo hombre en el mundo. ¡Ájale! Miento al decir que se quedó con la boca abierta, lo que sí digo sin temor a ser un pinche mentiroso es que se le fue la respiración. Qué gacho, hasta dónde vine a caer, me sentí como el intruso que recapacita a tiempo y a costa de lo que sea, se lanza a recuperar lo que le pertenece. ¡Pácatelas!

                Hicimos las paces, volvimos a llenar nuestros vasos y brindamos por la amistad, qué buena onda ¿no? Tal vez ahora Alfonso era quien veía ridículo todo eso. Después de todo lo único que me faltaba era echarle más ganas al asunto aunque yo de mayate no la halo. Así que por ese lado mi casi enemigo, Alfonso, no tenía por qué empezar a mirarme con esos ojos de no seas perro, no te metas en mis propiedades. Así que me reacomodé en la almohada, dispuesto a jugar ese torneo hasta el final. Por su parte, el creído de César sacó de su mochila una cartera, como pensando no sé por qué tantas broncas pudiendo estar los tres perfectamente. Nos mostró la fotografía de su hermana en traje de baño. Contó que está buenísima, que en persona tiene unos labios y unos pechos y unas nalgotas mejores que las de cualquier vedette. Este chavo está más loco que cualquier dictador sudamericano, este cabrón lo que quiere es emborracharnos con su monumento de sister. Alfonso se clavó un rato en la foto, pensando quién sabe qué cosas. –Lástima que sea mi hermana– dijo el puto. –Lástima que ella no esté aquí– corregí. –No, pero estoy yo– dijo César. –Eso sí– le seguí la onda.

                El alcohol ya me estaba pegando, me empezaba a sentir como un astronauta encerrado en su nave. –De veras que cuando te quitaste el traje de baño hace rato, se me figuró que eras una torta –le dije con conciencia de mi rollo pero haciendo todos los gestos de un briago para darle más verosimilitud a mi verbo. – ¿Y entonces por qué te portaste así de gacho? –No te lo puedo decir porque ni yo mismo sé por qué lo hice– le contesté usando la misma frase célebre de mi casi enemigo que él ni se las olió.

                –Por qué no nos dormimos, ya me siento cuete –dijo Alfonso. A petición del joto, accedí a que bajáramos por otro don piter y ya que Alfonso se sentía mareado que él se quedara y que nosotros dos fuéramos  por la botella. Cómo ño Cesarín. Ahora las piezas del ajedrez ya daban la pinta de quién iba a ser el ganador, o el perdedor.

                Alfonso quiso acompañarnos pero yo le cerré un ojo y se aplacó. Al salir del hotel nuestro personaje puto me dijo: tú me caes a toda madre, ya ves que a ti fue al primero a quien le lancé los perros. Sincho Cesarín. Íbamos tambaleándonos por la calle solitaria. Te voy a confesar una cosa –dijo. Simón. –Al rato va a venir mi cuate, el modisto ése, no se los quise decir porque son más emocionantes las sorpresas. –Claro– murmuré. – ¿Sabes qué? –musitó haciéndola cardiaca– ¿qué te parece si tu cuate se queda con mi cuate y tú y yo nos quedamos juntos?–. –No me parece mala idea– agregué.

                Por fin llegamos a la vinatería, compramos el pomo y para atrás. –Y después a ver si cambiamos de pareja, ¿no?, digo, para pasarla bien– propuso mientras me tropezaba. Tiré al suelo una escupidota capaz de matar a una rana: –Ya vas. Agarró confianza y dijo: la tirada de por acá es no ser agujero de un solo ratón, tú me entiendes.

                Antes de abrir la puerta del hotel me dijo: –De veras que se me pasó la mano con esas mafufadas del internado… ¿qué te parece si mañana nos vamos a Puerto Vallarta a seguirla rolando? No le contesté, solamente le di una palmada en el hombro.

                Llegamos al cuarto como si nada. Alfonso nos miró con un rencor de poca. César dijo que afuera estaba helando y Alfonso se le quedó viendo y no le contestó. Que agarro la botella y que la destapo: – ¿Oye, César, cuándo nos vamos a Puerto Vallarta? –le pregunté con fuerza. Hubo un silencio de este pelo. –Mañana– me respondió sin el entusiasmo con que me lo había dicho abajo.

                Riéndome le pedí a Alfonso que acercara su vaso para que le sirviera más. Me dijo: qué ojete eres, y que se levanta. Se abrochó los zapatos y se puso la camisa. – ¿Quihubo contigo? – le pregunté. –Me voy– dijo. –Agarra la onda intervino César. –Aparte de puto, ojete–, le gritó después de abrir la puerta. Entonces, sin ninguna prisa que deja el vaso en el buró y esbozando la más irónica de las sonrisas, declamé: ahí te ves, cuando llegue la otra canoa agujereada brinda a nuestra salud. Lo único que faltaba era la música de órgano que se oye al finalizar una radionovela donde la malvada heroína se queda sola para toda la vida.

                Alfonso no se decidía a bajar solo las escaleras. Lo alcancé y que le pellizco el brazo. Se apoyó en mí sin decir nada.

                –A ver a quién asaltamos y nos tomamos unas frías.

                –Órale– dijo.

 

 

Datos vitales

Fidencio González Montes (Poza Rica, Veracruz, 1954) es narrador. Estudió periodismo y comunicación colectiva en la FCPyS de la UNAM. Colaborador de El Gallo Ilustrado, El Universal, Excélsior, La Brújula en el Bolsillo, Punto y Sábado. Becario INBA/FONAPAS, en narrativa, 1979; del CME, 1983; y del FOECA-Veracruz, 1997. Premio Hispanoamericano de Cuento INBA 1982 por Los sonámbulos del bello infierno. Primer lugar del II Concurso Nacional de Cuento Ciudad de Durango 1997. Premio Nacional de Cuento de la Bienal de Yucatán 2007. Ha publicado los libros de Cuento Los sonámbulos del bello infierno,  Arqueros que apuntan al sol, y Trágico a medias, así como el libro para niños La última vida de un gato y otras historias.

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