En el marco de Arenas movedizas. Poesía iberoamericana y principio de siglo, presentamos algunos poemas de de José Kozer (Cuba, 1940), referente no sólo de la poesía cubana actual sino de la escrita en lengua española. Es una Figura axial del neobarroco latinoamericano.
Principio último de realidad
Es una bondad, que no deslumbre, por favor, y tenga
áridos saberes, anís
estrellado en la taza
(humeante) sea el
pobre de buen gusto,
aparezca trajeado, la
elegancia del lienzo,
trabillas el pantalón
de arpillera, solapas
estrechas, una flor:
bajos, portañuela de
botones (nacarados)
que es bondad fungir
de espantapájaros. La
estaca lo mantiene
erguido, sea que no
se ha de atrever la
gorrionera arruinar
la cosecha, el mirlo
retrocede, el jilguero
hortera se le cae la
cara de vergüenza,
váyanse todos: lo
suban a la loma de
estiércol. Ría, pájaro
de heno el espantapájaros,
cercanos los hórreos,
anime a la semilla,
cercanas las gamellas,
guiñe un ojo a las aves
que no desistan, hay
pan de munición, una
libreta de pan para
saciar el hambre de
seres semovientes,
los inertes, y del
correveidile al Rey
que sepa todos los
súbditos comensales
ya están a la mesa. No
hay peligro (es una
bondad de los sufrientes)
de insurrección.
Muy grande es la bondad del garabato de agua que
sale del surtidor, corre
la bondad, así sea, tibia,
inerte casa la aguarda, al fondo
de la acequia, arcaduces: el
agua donde nace es en el fondo
manadero de luz para sacar a
flor de tierra, tres colores, el
azafrán primero, ya no hay
litigio entre la nieve y el sol:
¿qué más puede pedir el
espantapájaros? ¿Dar de beber
del cuenco propio de la mano
a las aves, y de paso, al fondo,
a los gusarapos? Piensa que la
paloma es un buitre qué caray:
bondad de la paloma en el
buitre pues. Aquello de la
oveja y el león dormidos en
un mismo lecho (estrecho)
nupcial de guano, se aparearán,
veremos de ocho en ocho nacer
camadas de grifos, gárgolas,
engendro de cíclope y Gorgona,
el rostro los delata por su velada
capacidad de compasión: y oye,
entablillan las patas rotas de los
saltamontes en hospitales
dedicados a sanar insectos
estropeados, la flor que cae la
entierran (cantos gregorianos)
a la madre equiparan con el
padre, no hay mayor bondad.
Apremia vivir lo más, pero que no deslumbre, ni el
acabóse nuble la vista
con alucinaciones de
Dios y vergel, caínes
bienaventurados, adanes
choteando (a la cubana)
a unas aves (digo, evas)
que se desternillen de
risa cuando las tilden
de you know what
eclesiásticos de pelliza,
nunca se ofenden. Oh
Muerte sé buena gente,
súbenos a la espalda del
munificente gameto,
otear el espantapájaros,
y ver venir paraje
venidero con la forma,
chico, del caimán: primer
bojeo (Juan de la Cosa)
perros apaciguados, y el
manatí, madre, el manatí,
he ahí el Bien personificado.
Bienhechor entre bienquistos
seres, de momento, inanimados:
luego se verá. Se verá al
espantapájaros (hulla, harina)
desmoronado, vuelto charco,
reflejos oleaginosos, oscurece,
no hay nada que alegar: y ni
un solo ente bíblico aparecer
en las entrelíneas, ni flor
surgir del ijar, ni animálculos
qué ijar ver lamer.
Principio último de realidad
Y varias veces más haré el mismo movimiento que
hace de la sombra del
brazo sombra encarnada,
brazo y sombra una misma
escueta muerte: muerte he
dicho, y en efecto, a todos
los efectos, se trata de eso:
unísono brazo en sombra
unísona reiterando escondida
existencia del pusilánime a
sombras aferrado, en carne
amedrentado: en efecto,
miedo. Yo tengo miedo. A
morir.
Temí al padre, a Polonia, a la Pelona temo calata y
muda (inmutable) fija hora
(instante) Nada. Váyase por
ahí: y no se mueve una hoja
en lo alto de la tapia, en lo
tupido del bosque mineral,
pese a la nube negra, el
viento norte, el sonido
atorado, quizás por aceites
de extremaunción o tacos
de cerumen de mi oído
dañado hace lustros: Orfeo
suelta gallos, se atasca la
flauta travesera, y un nuncio
de melodías acordes se oxida
entre los dedos de Nanae
Yoshimura (Pan, se fugó a
Japón): un koto desvencijado
entre encinas, aromos, selva
y espesura donde pudrir, al
pie de un ginko, el cuerpo:
sonido y madera, mástil y
cuerdas, oquedad putrefactos.
Y en medio yo, de cuerpo
presente, ataviado (maquillado)
primera vez que no estoy
atareado, medio lado (la cara
no visible) comido a medias
por las miríadas del bosque,
lasca a lasca el resto se irá
pudriendo en la siguiente
media hora. Caiga. Al diablo
con las heces. Muera. Al diablo
el trasudor, la secreción glandular,
el pestumen caballuno del cagajón
incrustado al ano, suelta, cae,
cómetelo Muerte.
Percal muerto, deshilachada franela a cuadros, borra roja a
la insaciable bocaza de las
hormigas rojas, un pozo de
pez apesta en la vertiginosa
vertical sin fondo de los
hormigueros: jaque mate
y se comen al asalto los
cuadrados negros de la
franela. No hay camisa,
no hay brazo, la sombra
ennegrecida que moví día
a día cual ejercicio espiritual
durante lustros, tres veces
media hora, tumor multicolor
(predominan los morados)
es ahora un olor amarillo
que brota, vez postrera, del
ano enrojecido de los insectos.
Sus miríadas a mi brazo. Su
sombra. El movimiento en
alto.
Principio último de realidad
Del parque de las esferas y el aro descomunal de cobre
refulgente (gozque) pasé al
parque del carillón doce
veces confirmando la
muerte, el compás y el
número romano, la
guadaña entre acacias
podadas en perfección.
Asoma. El aro ha de estar
oxidado, las esferas se
habrán alejado, curioso,
sin moverse un ápice,
diría que lo indeleble
por indefectible sería
el carillón: apóstoles
cariacontecidos, de qué
tribulación no sé ni sé
si Cristo ha resucitado
en la torre del reloj: y
yo estoy hecho, rostro
mogollón, artritis, un
auténtico despojo. A
un tercer parque me
encamino al atardecer,
uvas de playa, embeleso
florecido, palmitos y
acebuche, me siento
en un banco de hierro
a mirar ardillas negras,
al rato pasa la manejadora
ataviada de blanco y
chanclos, va vacía. Nada
en las manos, nada en los
bolsillos y nada (negra)
debajo. Me llevo la mano
a la cabeza y repito la
plegaria única que me sé
de memoria, la repito y
medito, cada palabra un
hito del fulgor divino que
no acaba de aparecer. De
alguna esfera inamovible,
descender. Titilar un
instante. Hacerme sonreír.
Por Dios que tranquilizarme.
De nada. La gracia no
coincide con mi presencia
diaria hasta más no ver al
atardecer en el parque
limítrofe, parque anterior,
cerca de casa. Ya no pasa
siquiera la manejadora de
otrora por mi cabeza, su
rastro de anillos y ajorcas,
collar de cuentas de
cáscara de coco, el
brazalete ancho en el
brazo izquierdo, un
respingo: ella y yo
(anagnórisis) del
reconocimiento. Ella
muere por el lado de
los bateyes y yo por el
lado ancestral del lomo
cubierto por sacos ásperos
donde se recoge la ceniza:
blanco ritual ella, sagrada;
y yo, estameña. No quiero
saber nada de la continuidad,
ni del turbión que me podría
llevar de una sola ráfaga
(regresar empapado) al
parque ulterior tras las fijas
esferas negras donde se
renace. Ya, morir. Ni un
cabello ni una uña más
crecer otro milímetro verde
para dar de comer, hogaño,
a una quinta generación
irrefutable de gusarapos:
la descendencia de David
es interminable. Las
pantorrillas muertas, los
almendrados ojos negros
dos trabadas esferas ciegas,
mudez astral: qué Dios ni
ocho cuartos, zarandajas
Beatriz, ni Amor moviendo
no sé qué, por Dios, ta.
Salgo del parque caminando
al paso de la sombra de un
bastón el doble de alto que
yo (de espaldas, doblado)
acacias muertas, carillón
partido en dos: asoma. La
impertérrita amaga una
zancadilla, doy (lateral)
un paso a todo lo largo de
la sombra diagonal del
bordón, primer estertor,
dormí, ya clarea, mece la
brisa las frondas de aquel
parque mascullando
(farfullando) helechos
del rostro de la manejadora
de blanco alzándome (cruz)
me anega entre sus brazos.
Principio último de realidad
La actual inapetencia que experimento seguro que hasta
los intersticios, esponjosas
cavernas, tiroides, el pulso
y la bestia, me vuelven más
intranquilo: que nunca. Cedo
al hambre la pócima de miedo,
el ancestral vestigio que me
viene por vía directa de mi
padre (timor mortis): la
pócima del tedio (todos los
libros leídos) (los que me
faltan por leer me son cada
vez más inanes) (anoche
boté a la basura, primera
vez en mi vida, ya era hora,
un libro de un tal Makine):
deambulo leyendo (leo y
me detengo) un poema
(me detengo y arranco
luego a caminar con brío)
de Ajmátova (regresa de
nuevo el muermo) cerré
el libro: en parte me he
recuperado. Saco del
talego un bocadillo de
atún con lechuga, el
botellín de agua, la
pera limonera magullada
(cuánto padece la naturaleza)
el rostro se me ilumina (tengo
hambre): me acomodo en el
ribazo, juncias, berro silvestre,
el olor insalubre me reanima,
el raudo huir de la araña de
río me trae un recuerdo
concreto relacionado con
un pueblo cercano a Valencia,
ah Cullera. Mastico, por
omisión (empiezo por la
pera recién lavada por
segunda vez en el agua
apestosa que me hincha las
narices) el agua incomestible
del río: saltan liebres,
gazapos, una Alicia atónita,
conejas irrepetibles, naipes del
País de las Maravillas: escupo
(cuatro semillas) a la vista surge
(palpable) (aromático) el Árbol
del Desconocimiento. Válido.
Reitero en voz alta a Ajmátova,
y tras la cadenciosa lectura a
voz en cuello, lúbrico, sólo
corporal, la gazuza en su punto,
engullo. Es pez. Es trigo. Es era
y verdura. Jorge Manrique y
topacios, zafiros gongorinos,
las broncas ganas evidentes de
Hita. Bebo. Y bebo. Tintas.
Aguas vírgenes. Del estero y
de la alfaguara. Manadero de
tintos y claretes. Me voy a
hacer un bastón ahora mismo
y ponerme a deambular hasta
la hora en punto, sin otras
consideraciones, más allá del
crepúsculo y del alba ignota,
hora intercesora. Comeré de
la mano de la yegua, beberé
de la gota que segrega del
verdín el brocal. Ésta es una
resucitación, fulgor la piedra
donde me he sentado, la pupila
sometida y convertida en letra
(Ajmátova) la gana inusitada,
más longeva que la inapetencia
del anciano. Hambre, hambre,
volveré a leer. Extracción
supina (dentro del hambre)
de una gárgola de barro y
lana, resurjo recién emigrado,
cuajada la entrepierna, pantalón
manchado (un vino generoso)
arias al aire, chorros intermitentes
de legañas, limpian en todo su
(blanco) anverso la oquedad.
Principio último de realidad
Se
ha
partido
en
dos
la
estatua
del
jardín (caso de que en casa hubiera habido un jardín): dio
a luz la zarigüeya (sigamos
alumbrando esta escena con
la imaginación) (¿cachorro
de zarigüeya en español se
dice?) (tenemos jabato,
lobezno, alevín, gazapo, etc.)
(siempre tenemos etc.): ya
crecen de sopetón las
avellanas en el olmo, las
drupas en el peral, la flor
del limonero en el avellano,
el pruno dio pimienta blanca:
Proteo se transforma en Pan,
Pan Príapo y Príapo un Febo
penecorto de yeso, hombros
tocados de verdín. ¿Dónde
está la estatua? ¿El jardín?
A veces en Mesopotamia,
otras muy al sur de La
Florida, estuvo en una
ocasión en Cuba, se trasladó
(unísono) a Brujas, Puerto
Varas (el Osorno a la vista)
de vuelta entre Babilonia
y Asiria, a Mesopotamia:
entro en escena, voy a
reparar la estatua partida
en dos mitades precisas,
anoche o anteanoche,
entre medianoche y
Aldebarán o Alfa del
Centauro iluminando
hacia las dos el suelo
escarchado, cielo
despejado, luna llena,
por detrás, la estatua:
de dril cien me vestí,
sombrero blando, zuecos
colorados, clavellina en el
ojal de la camisa, para la
ocasión almidonada en la
habitación trastera de la
casa: ora por Zoila la del
soldado chuleada, ora la
mismísima madre que ora
me alumbrara, ora fuera
progenitora de la estatua
(quien idea controlando
fraguas, forja estatuas,
levanta jardines, casas
con balcones labrados,
atalayas, la hermana
una gárgola, la madre
una ojiva). Juntar lo
escindido. El laurel de
Indias se niega en rotundo,
las alimañas que sirvieron
de pasto a las aves carroñeras
se niegan por igual. Acudo
a mi padre, hez fecal sin
concesiones, delante de mis
narices levanta su mortaja
escindida en partes dos,
una mortaja de cal (¿soy
o no soy yo?) y me
conmina a mirar detrás
del desmoronamiento de
su ojo del perpetuo orzuelo,
casa (alfabeto de derecha
a izquierda) muebles (ni
polvo ni sombras ni matas
de interior) se desmoronará
el jardín, luego la estatua
de cuyo yeso saldrá la
sombra de la zarigüeya,
unas alimañas saldrán a
ingerir (sin concesiones)
todo cuanto en
potencia,
y
más
allá,
deviene.
Principio último de realidad
A la izquierda la clepsidra, a la derecha (equidistante)
el reloj de arena, en medio
Libra, la balanza de Dios
(al fiel) encima del péndulo
(detenido) todas las
constelaciones (negro
agujero) una sola flor a
punto de mudanza (recibirá
o ya recibió otro apelativo)
lo incipiente titila, punto de
intermitencia, el reloj digital
de casa fulge un momento,
el péndulo se inclina a
siniestra.
Aves, pido aves, indistintas bandadas sin rumbo fijo ni
explicación: cual querubín
de alas extendidas en un
atrio, fulgor segundo, agua
lustral (con cuentagotas) la
ablución corriente, el agua
común, jabón de tocador,
alhucema, haber refrescado
el rostro, hombros, brazos
en la mañana invernal: ni
rastro de cara y hombros,
las aves tiritaron, el cuerpo
estuvo expuesto a mano
izquierda a la nevisca, a la
derecha ceniza, de frente la
Muerte (esculpida) madre
de lo hierático, en la Balanza:
número etrusco, revés inerte,
aún escribe (¿ya mudó?).
Y ocurre en casa, aduana: una dura especulación en una
escritura dura, fugitiva:
óbolo abonado.
No se da en el clavo una sola vez: convéncete amanuense.
Seco, me extirparé unos restos: las sobras exprimir, hollejos
succionar con la boca amarilla,
las insípidas fauces de la vejez.
Nada espero, oigo al fondo la torrentera, ir y volver las aves:
raeduras al fondo, brillo
pestilente de escamas mostrando
boca arriba ceniza, debajo la
infección, y aún debajo etrusca
escritura gota a gota empapada,
por arenas golpeada, astilla al
fiel de una Balanza que no
dirime ni dictamina: aclara
su voz (gárgaras) la especulación,
últimas trazas.
¿A qué nombrar nada más? ¿A qué oír profetas a la entrada
de los templos, presagiar?
Estuve enfermo y me he curado en la oscuridad.
Filfa la luz fue filfa estupefacta.
La verdadera apariencia siempre aparece, trola y trola su
espejismo.
Me quedan unos años. No volveré a imaginar aquello, ni
a pensarlo (de frente)
(a retazos) escribiré
caudas en idioma
esperanto, tierras de
pastoreo, sábanas a
orear, varas de pescar,
desmerece de Dios la
certidumbre: revena
Nada, en la infeliz
sobremesa, orlas y
galas.
Principio último de realidad
No comprendo en la extrema oscuridad de esta noche
a Altaír: lo incomprendido
anula en mí la acción: no
salgo de incertidumbres,
temo mayores trastornos:
me propongo dar dos o
tres vueltas a la manzana,
quiero decir mañana, en
la constelación del Águila
perderé báculo y amago
mínimo de movimiento,
el próximo paso, la propia
estela (si no visible al menos
imaginable) apenas viene al
caso qué he de desayunar en
unas horas: Altaír me desvela.
Prendo la lámpara de noche,
la oscuridad devora la luz
artificial. Saco a relucir un
libro de cabecera, en el
libro fulgen (se opacan)
los poemas de Baudelaire,
me dispongo a leerlos en
voz alta, original, versión
al inglés, versión al español,
uno por tres, Altaír, y un
miedo atroz, los opacan:
opaco, apago. Me digo el
Sutra, me quedo a medias:
una existencia entrambasaguas,
medias tintas, chicha no,
limonada tampoco. Mírate:
una barba florida, teñida de
azabache, al bajar la cabeza
me roza el ombligo, su
anchura llega a mis costados,
barba imaginaria. He perdido
el pelo, vello, luz de las
pupilas, acordes mesurados
del oído, me asquea el olor a
brillantina, dentífrico, me
asquean en verdad aromas
y colores. Soy más o menos
bipolar y autárquico: no
tengo descendencia ni quiero
acompañamiento; me alimento
de huevos duros, la durísima
clara, la fárfara de los huevos:
descafeinado: pan de molde
tostado a pelo: me vuelvo de
costado, cierro los ojos no
sea aparezca la Ley, sopetón,
susto mortal, a bote pronto
morir, mejor de medio lado,
duele menos, se ve menos,
menos se intuye (vislumbra):
ya estaba anquilosado. Medio
tostado. Toda clase y orden
y género y tipo de dolencias.
En orza repleta, muerte. En
fanal donde cabe mi cabeza,
peluca y perilla, mofletes
descarnados, patillas grises
(mejor aún color plomo)
muerte. Orza, fanal y
cornucopia, segura muerte.
Ya oscurece la oscuridad.
Altaír resplandece justo
en el sentido contrario a mi
situación. Yo leía siete horas
al día, y no hay en mí una
sola célula capaz de
conocimiento: el miedo
tiembla al compás del
azogue en mis pupilas, por
septentrión viene bajando
(sin acecho) en puridad
incomprensión.
Principio último de realidad
Un bombardino, chistosísimo, la escalera de caracol
que conduce al camaranchón,
en el altillo futón, luz estival
(perpetua) un corno inglés,
unos someros apuntes de
última hora en un cuaderno
de tapas negras, briagos
(viernes noche) en la sala
de casa bailamos un danzón,
mis muertos lo tarareaban,
son triple de cornetas, una
de las llaves se atascó: no
pasa nada, descuida, el hecho
no implica mal agüero,
subamos, tálamo a la espera,
la iré empujando por la grupa,
vuelta y revuelta caracol hasta
llegar (briagos) a la penetración:
estoy chalado a fondo (una
perpetuación) por sus
membranas, recodos (peldaño
a peldaño penetrarla) jaranero
me desvío quién sabe qué
(¿adónde?): entresijos, ruecas,
un arcaduz largo (estrechísimo)
parece interminable (se desea
interminable) ya voy: ya vamos,
unísono, de consuno darle otra
vuelta a la escalera caracol,
allá adentro.
En el trigésimo quinto año de nuestra coyunda nos sentamos
a almorzar en otro lugar (final)
mal digerimos, poca luz entra
por la ventana en altos (allá)
el aire fresco se vicia en los
pulmones, miramos y miramos
la comida, bebemos agua seca
de manantial, una flor ocupa
el centro de la mesa (¿nombre,
constitución, sentido, destino,
se precisa explicación?): la
papa asada se enfría, a mi modo
de ver está sucia, ¿por qué no
empezamos por el postre?, una
pieza de casco de naranja en
almíbar gruesa, la pastilla para
la presión: atrás quedaron las
agudezas de la conversación,
la risa inopinada, el sopetón
de una carcajada, a bote pronto
la coneja anhela al cabro, y qué
decir del cabro siempre dispuesto
a sus cuarenta años, del cabro
edad provecta. Recogemos la
mesa. El almuerzo, deshidratado
y muerto, al latón de basura.
Guardamos en su perpetua
gaveta el mantel de hule a
cuadros blancos y negros,
una ficha por mi mujer
(jaque) una ficha por mí
(nada y anuencia) nos
separamos: el agua corrió,
nos cepillamos la dentadura
otrora castiza, otrora aguas
floridas que circunvalaban
una ciudad ideal: se sienta,
queda, en la butaca de
la sala, coloca los pies
(morados) en un escabel,
amago acercarme (percatarme)
reconozco el ruido del orín
en las fauces de la carcoma,
carcoma y orín una considerable
(abrupta) compenetración.
Principio último de realidad
El sol efectúa su ascenso esta mañana, dejadez, luz
destituida, incombustible,
con inusitada lentitud.
Es hora, no me muevo, el minutero avanza con retraso
evidente, me imagino
rumbo al cuarto de
baño, si meo olerá a
espárragos, a camomila
quizás: reloj digital
ejecuta sus pasos
deteniéndose más de
lo preciso en albercas
de agua gris, carpas
jadeantes, una golondrina
todavía del atardecer de
ayer procura alcanzar el
campanario de aquel
pueblo donde pasé tres
veranos consecutivos,
la cigüeña y la guadaña,
la cigüeña empollando y
la guadaña acechando:
dio el reloj de la torre
la una, su campanada
duró varias horas. Hora
tercera, relumbró la
guadaña, al filo de la
madrugada.
Tendría que dejar (jadeo, ligero) la cama, acercarme al
fogón, prender la hornilla,
poner a cocer tres huevos
morados, aguardar de cinco
a siete minutos, sentir el
endurecimiento de las
membranas. Aquel farruco
que fui está hecho un
guillote. Me desperezo,
echado, un orzuelo
incipiente, dolor en el
rabillo del ojo derecho,
ver el mundo a través
de una cortina de
infección (pus) la
realidad es un pugilato
que confunde al más
pintado. Esforzarme,
dejar la cama, preparar
café, rellenar el tarro
del azúcar prieta, poner
los huevos a cocer (¿a
qué viene esa sonrisa
fullera?): estoy a la
espera de algo grande
a sabiendas de que la
luz y el reloj, breves
compases con retraso,
a ojos vistas me señalan,
con orzuelo y todo, mi
desconchinflamiento.
Un flato, una erupción,
un peso mucilaginoso,
y estoy frito.
Arte y parte soy de mi desconfiguración.
Primero el contorno, luego lo focal, lo último que se pierde
es la facultad (visión)
auditiva: atrás siguen
las coyunturas (años y
años descomponiéndose)
por último la voluntad
de ir a la cocina a
constatar que quedan
tres huevos, cazo, hornilla
y ebullición.
Me quedo echado imaginando que he imaginado, y que hace
rato la cigüeña parió
heces, el sol se desfondó:
de las tinieblas el reloj
extrajo los números
cuatro y cinco, yazgo,
mandíbula desencajada,
ojos de par en par, oigo
(cenizas crepitar) letras
(nueve) cincelar.
Datos vitales
José Kozer nació en La Habana, Cuba en 1940. Es hijo de emigrantes polacos y checoslovacos. Se estableció en Estados Unidos donde comenzó su carrera literaria. Ha escrito 7908 poemas. Numerosos libros ha publicado, entre los que podemos mencionar: Este judío de números y letras (1975), Y así tomaron posesión en las ciudades (1978), Bajo este cien (1983), La garza sin sombras(1985), Carece de causa (1988), Prójimos-intimates (1990), La maquinaria ilimitada (1998), Dípticos (1999), Farándula (1999), entre muchos otros. Actualmente vive en Hallandale, Florida, Estados Unidos.