En “Apuntes sobre la prisa”, Ingrid Solana aborda el tempo de un ajedrecista y el de un juego de azar para discurrir sobre la velocidad que nos impone la urbe, sus espacios íntimos y públicos, así como el de las obras de arte. Solana ha publicado De tiranos y Contramundos. Actualmente es becaria de la f,l,m en ensayo.
Apuntes sobre la prisa
El ajedrez es un juego de la demora. Como toda actividad destinada al pensamiento, exige concentración y lentitud. El ajedrecista no juega al azar ni se abandona a la suerte. Dominado por la matemática del movimiento, el jugador danzará en múltiples direcciones imaginarias antes de dar el verdadero salto. Músico del combate, emperador de una pequeña corte demolida, presencia omnisciente convertida en Dios: un acendrado jugador preferirá sumergirse en su pequeño campo de ordenadas batallas, antes de abandonarse a las insignificantes meditaciones del mundo ordinario. En el ajedrez se juega todo, y tal y como George Steiner indica, hay una inminente relación del mismo con la muerte. En el ajedrez se suspende el tiempo: la muerte del Rey, es la muerte de todos.
Los juegos de azar, en cambio, están dominados por la prisa de la adrenalina y el golpe inusitado de la suerte. Frente a las vicisitudes de la mesura en el ajedrez, el jugador de los casinos se abandona a los impulsos, arriesga la cordura, se convierte en el mago de la rapidez y la necedad. Corredor de lo incierto, amante de lo inesperado, el combatiente del azar hace un guiño a lo caótico y edifica una ciudad para lo inesperado. Las horas son insuficientes para el corredor de mundos desconocidos; la prisa carcome todo deseo: ganar una vez no es suficiente. Los corredores de apuestas sucumben también al dominio de la prisa, es urgente terminar una carrera para comenzar otra; la sucesividad no es más que el motor que despierta ese golpeteo de la sangre adentro del cuerpo, esa sensación de esclavitud palpitante ante lo que reclama, lo que pide hacerse una vez, otra. Esto lo entienden bien los fumadores y también los amantes infieles que esperan ansiosos un reencuentro. La prisa no es solamente, una fuerza ciega que rige los destinos ansiosos de las urbes del siglo XXI. Hay que tener temple para ella y como el jugador de una ruleta caprichosa, decidirse a vivirla en todo su espectro.
La prisa se cuela, incluso, en los ámbitos más inesperados, pues ¿quién aseveraría no haber leído esos libros destinados a la urgencia, a la ansiedad por anticiparnos a las situaciones o al pensamiento veloz que huye en busca de sus objetos? De ahí los avatares en los que nos sumerge el suspenso en La sombra del caudillo de Martín Luis Guzmán o los gélidos y apasionados lamentos de un Werther cuya resolución apremia nuestra lectura; también están las Meditaciones metafísicas de Descartes que nos incitan a devorarlas para saber con qué destrezas conceptuales se nos demostrará la existencia de Dios. Libros que exigen una velocidad gozosa y hasta impertinente, un abandono vertiginoso adentro del libro que produce esa rapidez febril que Italo Calvino atribuye a ciertos relatos. Frente a los libros de la prisa están los de la dilación: En busca del tiempo perdido, Crimen y castigo, Las mil y una noches. Avanzamos en ellos con la pesadez del ajedrecista. Los transitamos pausadamente, sumergidos en una prolongada enfermedad que dura incluso meses. Estos libros están destinados a la suspensión, al pensamiento dilatado en su porosidad, a una comprensión negra y opaca regocijada en su hermetismo.
Así como la prisa abarca al leer, también implica al escribir. Cuando el pensamiento se agolpa contra la página, la tinta corre apresurada para alcanzarlo, por eso escribir a mano es un ejercicio rápido y, por consiguiente, descuidado. Corremos para llegar a tiempo al pensamiento, pero la mano nunca es lo suficientemente veloz para atrapar el murmullo incesante de las frases confusas que quieren ser expulsadas a la brevedad. Y cuando en la calle, nos dirigimos apresurados a cualquier sitio, y se nos ocurren muchas frases que consideramos dignas de anotarse y no contamos con un trozo de papel donde vomitarlas, creemos guardarlas en el pensamiento, pero ellas huyen y nos abandonan, tal y como lo hacen esas ideas grandiosas de los sueños que aguardan la claridad del día para escribirse. Sólo una voluntad férrea como la del surrealismo podía destinar al día los avisos de la noche; así como Kafka, convertido en literatura, pudo consignar en sus Diarios, todos los minúsculos pensamientos destinados a la escritura.
En las artes visuales, la prisa también cumple la función de cinturón del tiempo, de ahí que esos rostros en torsión del endemoniado Francis Bacon nos remitan al movimiento apresurado del inconsciente en busca de sí mismo. La prisa es lo que tuerce las figuras, las domina por entero en esa circulación licuadora que da a la rapidez, su verdadero rostro. Los cuadros de Bacon son un homenaje a la velocidad, por eso nos reconocemos en su vibración; celeridad que nos asusta porque nuestro tiempo es el tiempo liberado de lo rápido, de lo que pasa en un segundo, del accidente. Pero la prisa no está destinada a la creación artística; la creación es lenta, sosegada y tarda, implica muchos años de reflexión, otro tiempo asignado a confeccionar y tanto más a corregir, revisar, volver a hacer. Aún así, es posible hacer con la lentitud, la rapidez y en la obra, mostrar ese carácter brutal que nos desenmascara: somos la prisa. Animal feroz que construye grandes edificios en días breves, hordas de caminantes veloces al encuentro de oficinas, finanzas, compras. Depredación temporal: la prisa es, en la actualidad, semejante a la sustancia negra de la melancolía que extinguía los frágiles espíritus de los hombres en el siglo XIX. Si bien la prisa no nos permite detenernos, situarnos un instante en la lentitud, abre paso a tiempo singular en el que un laberinto de fisuras corporales y etéreas tienen lugar: en ella somos la fuerza. Y así como avasalla todo en el cuerpo, nos sitúa también en un estado frenético y delirante, tal y como sucedía con el hombre griego bajo los designios del dios del vino. La diferencia es que nuestra prisa es funcional y no un vórtice loco que detiene el tiempo del orden y del trabajo. La prisa nos sirve para cumplir con eficacia, precisamente, todas aquellas actividades que emprendemos en nuestros atareados días, es la fuerza que acelera el tiempo y todo en la ciudad, destinado a veloz, produce esa aceleración continua de cuanto existe, generar una vuelta de tuerca en nuestro ánimo apresurado, es una de las claves para vivir enérgicamente sin enfermar.
Por su parte, la habitual distinción entre el tiempo de la ciudad y el tiempo del campo tiene sus hondas raíces en el problema de la velocidad citadina, allí donde el automóvil, los grandes edificios y el movimiento incesante de personas rebasa una percepción simple de un estado de cosas. La visión urbana, acostumbrada al bombardeo de información, contempla con prisa, todas y cada una de las imágenes que rodean su espectro, mientras que en un paisaje descampado, es posible detenerse en la minucia del transcurrir, en los signos demorados que requieren una mirada. No obstante, es posible detenerla, suspenderla unos instantes, arrojarla fuera algunas horas. De ahí que si nos encontramos con alguien inesperadamente, podamos aún detenernos a conversar un rato, o si algún objeto inesperado reclama nuestra atención nos sumerjamos en inusitadas reflexiones: todavía es posible encontrar un sombrero de copa olvidado a mitad de una calle, un verano cualquiera. Se trata de ver, de detenerse.
La prisa es movimiento, y ciudades como Nueva York o la Ciudad de México, se vendrían abajo sin su dinamismo. La lectura de la prisa implica un salto; ese salto que el filósofo francés Paul Virilio alcanza cuando piensa en la velocidad como el rostro que devela al hombre en estos días. Como todo objeto del pensamiento, requiere una atención morosa y precavida, concentración muy semejante a la de un ajedrecista, absorto en las meditaciones de su pequeño universo.
Datos vitales
Ingrid Solana estudió la carrera y la maestría en letras en la UNAM. Publicó los libros de poesía De tiranos (Limón Partido, 2007) y Contramundos (Instituto Mexiquense de Cultura, 2009). Ha impartido clases en la UNAM y en distintas universidades mexicanas. Ha publicado reseñas, investigaciones, cuentos y poemas en Punto de Partida, Este País, Desenredos, pliego16, Andamios y Contrapunto. En 2009-2010 fue becaria en la Fundación para las Letras Mexicanas en ensayo y actualmente es becaria en el mismo rubro por segundo periodo.