Los últimos pétalos de la poesía mexicana. El oro ensortijado.

El oro ensortijadoEl crítico chiapaneco Alejandro Mijangos nos presenta una reseña de la antología “El oro ensortijado. Poesía viva de México”. Este volumen, más que una visión personal de la poesía mexicana, recupera una poética, la del decoro, ponderada por Chumacero y Pacheco desde 1966 y  dejada de lado por Octavio Paz y Homero Aridjis en Poesía en movimiento.

 

Los últimos pétalos de la poesía mexicana

 

Mario Bojórquez et al., El oro ensortijado. Poesía viva de México, Puebla, Secretaría de Cultura, Ediciones Eón, Círculo de Poesía, The University of Texas at El Paso, Escuela de Literatura de la Universidad Nacional de San Marcos, Lima, Perú, 2009.

 

 

 

Comprendí que el trabajo del poeta no estaba en la poesía;

 estaba en la invención de razones para que la poesía fuera admirable.

El Aleph, Jorge Luis Borges.

 

Tras concluir la descreída primera década de este siglo XXI, ofrecer la mejor poesía escrita en el país durante la pasada centuria y primeros años del nuevo milenio es incurrir en una adjetivación ingenua. Más que suficiente y digna de celebración es la tarea de convencernos de que la poesía aún tiene los mismos arrestos de la especie humana para jactarse de imperecedera y resistir a los insistentes augurios de aniquilación masiva a través del calentamiento global y otras veleidades apocalípticas en boga.

A esta misión han consagrado sus afanes el jovencísimo crítico literario Jorge Mendoza Romero y los poetas Mario Bojórquez, Álvaro Solís y Alí Calderón. Su logro colectivo es la antología El oro ensortijado. Poesía viva de México, puesta en circulación desde noviembre del 2009, según consta en el colofón del libro, y al amparo de una coedición donde se involucran la Secretaría de Cultura de Puebla, Ediciones Eón, el sello editorial Círculo de Poesía, la Universidad de Texas en el Paso y la Escuela de Literatura de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, en Lima, Perú.

En El oro ensortijado se enlazan los poemas de cuarenta y seis autores con diferentes épocas de producción, desde principios de la década de 1940, aproximadamente, hasta el año 2008. Entre consagrados, notables y prometedores se cuentan: Alí Chumacero, Rubén Bonifaz Nuño, Tomás Segovia, Eduardo Lizalde, Juan Bañuelos, Gerardo Deniz, Hugo Gutiérrez Vega, Gabriel Zaid, José Emilio Pacheco, Jaime Labastida, Max Rojas, Francisco Hernández, José Vicente Anaya, Marco Antonio Campos, Efraín Bartolomé, José Luis Rivas, Coral Bracho, Mario Calderón, Eduardo Langagne, Héctor Carreto, Vicente Quitarte, Ricardo Castillo, Verónica Volkow, Minerva Margarita Villarreal, Jorge Esquinca, José Javier Villarreal, María Baranda, Roxana Elvridge-Thomas, Jorge Fernández Granados, José Homero, José Eugenio Sánchez, Mario Bojórquez, Claudia Posadas, Ofelia Pérez Sepúlveda, María Rivera, Julián Herbert, Jorge Ortega, Rogelio Guedea, Álvaro Solís, Balam Rodrigo, Jair Cortés, Mijail Lamas, Iván Cruz, Rubén Márquez Máximo, Carlos Ramírez Vuelvas y Alí Calderón.

El título está retomado del “primer verso del primer soneto” de la poesía mexicana: “Dejad las hebras de oro ensortijado”. Este soneto está citado en la séptima página del volumen y le sucede otro poema en homenaje a su autor, Francisco Terrazas, que firma José Emilio Pacheco para justificar así el título de la antología y dar cuenta de los polémicos y no pocas veces incómodos orígenes a los que se afilian los editores: la poesía mexicana desde sus principios y acaso hasta nuestros días es de herencia criolla. La inclusión del valenciano Tomás Segovia entre los primeros antologados reafirma esta postura.

            La publicación tiene más de un propósito. Del primero y más enfático ya se hizo mención y se descartó también, no sin condescendencia, como un comprensible desafío del que no ha estado exenta ninguna antología habida y por haber: ofrecer la mejor poesía de los últimos tiempos. Es verdad que conforme el tiempo transcurre y se instaura el gusto, los aciertos de estas colecciones terminan por ser reconocidos, pero en el momento de su aparición las descalificaciones son invariablemente su destino inmediato, un destino del que tampoco se librarían las canónicas Antología del centenario, de Justo Sierra en 1910; la Antología de la poesía moderna, editada por Jorge Cuesta en el año 1928 y Poesía en movimiento, dirigida por Octavio Paz, Alí Chumacero, José Emilio Pacheco y Homero Aridjis en 1966, recopilaciones éstas que los editores de El oro ensortijado reclaman como parte de su linaje.

            Otro objetivo declarado y constantemente repetido en las páginas de presentación de esta antología es erigirse como un bastión crítico contra el inmerecido prestigio de la mafia literaria que falsea el gusto. Alí Calderón enumera los mecanismos de este falseamiento en una veloz y tajante síntesis: “la proximidad al poder político, el padrinazgo de los caciques que ejercen el magisterio cultural del momento, la dirección de revistas prestigiosas, la publicación en ellas, la conformación de un canon a través del ejercicio crítico, la obtención de premios, becas y la participación activa en eso que podemos llamar la ‘vida literaria’”. Contra ellos, contra el clientelismo, contra el compadrazgo, contra la manipulación del aparato cultural, Bojórquez, Calderón, Mendoza Romero y Solís afilan los cuchillos de la teoría literaria y disparan a quemarropa los cartuchos con que la Academia los ha armado bajo el nombre de ciencias del lenguaje.

            De El oro ensortijado. Poesía viva de México se lee en la cuarta de forros: “Es el ejercicio más valiente, más radicalmente comprometido con una estética desde Poesía en movimiento”. Esta última antología efectivamente uniformó su contenido mediante una preceptiva que Paz formuló como “la tradición de la ruptura” y en la que reconocía “la trayectoria de la modernidad en México”, tal como lo consigna Mendoza Romero en el prólogo. La palabra estética es sin embargo demasiado ambiciosa cuando en un mismo volumen conviven poéticas tan indiscutiblemente dispares como la de Rubén Bonifaz Nuño y Julián Herbert o Balam Rodrigo. Se trata, sí, de diferencias en sus particulares quehaceres, pero acentuadas además por larguísimas brechas de tiempo. Que los recopiladores son conscientes de ello y pueda dispensárseles de la osadía publicitaria de la contraportada lo demuestra la honestidad y sencillez con que Mendoza Romero y Alí Calderón insisten en querer “reunir en lo uno lo diverso” y en basar la organización de su antología en el juicio y el gusto. Mendoza Romero lo expresa con precisión encomiable: “proponemos una lectura de nuestra tradición a partir de la poesía signada por la precisión expresiva y por la pasión, la emotividad, la síntesis de lo apolíneo y lo dionisiaco, reunión de logopea, fanopea y melopea como quería Ezra Pound. Leer una poesía que reitere a López Velarde: ‘Yo anhelo expulsar de mí cualquiera palabra, cualquiera sílaba que no nazca de la combustión de mis huesos’”.[1] Pero es Calderón quien convence:

 

Esta reunión de poetas parte del gozo de leer poesía. […] Creemos profundamente en la poesía que estremece, que hace sentir algo más allá del tedio, que emociona. Creemos igualmente en la poesía que deleita, en aquella que sobresale por la autorreflexividad, es decir, por su cuidado formal, esa poesía que a través de la técnica y el oficio alcanza el donaire y la delicadeza de expresión. […] Insistimos en que en esta antología, de algún modo, damos cuenta de nuestra sensibilidad.

 

Sensibilidad. Esa es la palabra clave. Ante académicos y descreídos los preceptos de la teoría literaria bastan para justificar la calidad o legitimación artística de un poema. No son ellos sin embargo quienes han de consagrar una obra. Es el pueblo. La misma gente común y ordinaria que bosteza o se exaspera con la complicada elaboración de Farabeuf y Finnegans Wake y se sabe de memoria los poemas de Kurt Cobain, Charles Bukowski y José Emilio Pacheco. Y qué mejor garantía de buen gusto en una antología si la selección está avalada por tres poetas.

Toda antología, es cierto, en virtud de los criterios de valoración con que incluye y excluye autores de sus páginas, es una obra de crítica literaria. Pero la crítica no lo es todo. En el cuento “El Aleph” de Borges el personaje Carlos Argentino Daneri emprende la versificación de la redondez del planeta. Los juicios y motivos de elogio que el propio argentino Daneri expone sobre su trabajo son irrefutables desde el punto de vista de cualquier avezadísimo lector de literatura. Mas cuando el narrador protagonista Borges los escucha no comparte su entusiasmo. Se aburre. Tiene que ver por sí mismo el origen de aquella enfebrecida creatividad, tiene que ver con sus ojos El Aleph, y es entonces, ante el prodigio, cuando Borges se sobrecoge y deleita con la intensidad con que El oro ensortijado tiene la intención de impactar a sus lectores.

Esta prueba de fuego, la de revelar al lector el deslumbrante brillo con que resplandece El oro ensortijado, corre a cargo de los poetas Mario Bojórquez, Álvaro Solís y Alí Calderón. Y dígase desde ahora que, por lo menos ante una particular élite aficionada a la poesía, conformada por otros poetas y universitarios matriculados en Humanidades, el éxito de esta aventura editorial tiene altas probabilidades de éxito.

La primera promesa de seducción del lector estriba en la creatividad con que están escritos la presentación y el prólogo. Mario Bojórquez, por ejemplo, pretende enamorar al lector con un ramo de poemas remontándose a la definición etimológica de la palabra antología: “reunir diversas composiciones de distintos autores o épocas con el objeto de mostrar y compartir el tesoro de nuestras preferencias en torno a un tema, un estilo o una lengua, se le ha llamado, desde la antigüedad, recoger flores, lo que quiere decir la voz griega antología”. Y aún más explícitamente, en las últimas líneas quiere “dar un testimonio de la poesía que nos ha sido dado leer y recobrar como un tesoro íntimo que ahora se comparte con los lectores del mismo modo que un enamorado regala flores a su amada”. Alí Calderón no se queda atrás y en la presentación pergeña párrafo por párrafo un acróstico en el que se lee el título de la antología: El oro ensortijado.

Otra curiosidad notable de este libro la constituyen las ágiles semblanzas de los poetas antologados. “Nombre es destino” y “Dime cómo te llamas y te diré cómo eres” son sólo dos adagios populares con los que Platón parece comulgar en su Cratilo. En otras palabras: “El que conoce los nombres conoce también las cosas”, de acuerdo con la onomatopéyica concepción del lenguaje que circulaba en la Antigüedad. No cabe duda que en nuestro tiempo, y pese a Saussure, esta suposición aún nos embelesa, y así como en el “tin tin” de una moneda al caer al suelo tintinea también el verbo que designa esa caída, tampoco faltará quien nos diga que imitamos el resoplido de un caballo cuando en inglés pronunciamos un enfático horse. Seducidos por esta magia verbal, los editores de El oro ensortijado han querido atenuar la arbitrariedad de los nombres propios de los poetas en sus respectivas fichas de presentación, en el entendido de que hay un íntimo vínculo entre sus nombres o pseudónimos y la naturaleza o carácter de sus obras. En algunas ocasiones el significado mismo de los nombres desborda poesía. Es el caso de Minerva Margarita Villarreal. Minerva: Lat. “Diosa de la sabiduría”. De la raíz men, “pensar”. Margarita: Lat. “perla”. Villarreal: Lat. Uilla, “casa de campo regia”. Probable significado completo: Sabia perla en casa de campo regia.

            Estrecheces de espacio vuelven imposible la cortesía de arrancar aquí para el lector algunos pétalos de este florilegio y perfumar con ellos la última página. Baste sólo como última invitación a su lectura el aplauso de la simetría nominal con que comienza y remata esta antología: abren los poemas de Alí Chumacero y cierran los de su homónimo Calderón. Y todavía más: en consonancia con la imagen de arreglo floral con que Bojórquez presenta esta antología, bien pudiera decirse que el soneto de Terrazas, a modo de epígrafe, determina también la deshojadura del libro entero. Tras el despojo de encantos que su amada había hurtado al cielo: “Dejad las hebras de oro ensortijado” […] “volved a la nieve no pisada / lo blanco de esas rosas” […] “la gracia y discreción […] volvédselo a la angélica natura”, al poeta criollo se le revelaba como patrimonio genuino de su musa “ser áspera, crüel, ingrata y dura”. Al lector de El oro ensortijado le aguarda una sorpresa similar. De la progresiva lectura de Alí Chumacero, Bonifaz Nuño, José Emilio Pacheco, Eduardo Lizalde y demás, los pétalos/poemas arrancados página tras página le dejarán en la boca la satisfactoria sonrisa del desengaño:

 

La crítica destrozó mis poemas:

opinó que hay mierda en cada uno de los versos.

¿Y cómo no? En todos aparece tu nombre.

 

Enhorabuena por la publicación de El oro ensortijado. La creatividad de que hace gala en la selección y distribución de sus recopilaciones, tanto como el plausible cuidado de la edición, le auguran sin duda una recepción digna de los monumentales antecedentes que ella misma se arroga.    

 

 

Alejandro Mijangos

Tuxtla Gutiérrez, 2011.

 


[1] Como “lo apolíneo” y “lo dionisiaco” se denomina la clasificación de dos formas de representación artística basadas en las características de una dupla de dioses de la mitología griega: Apolo, deidad del sol, símbolo de la música, de la claridad y de la poesía; y Dionisos, dios del vino, del éxtasis y de la intoxicación. Confiado en que los lectores (acaso todos academicistas) de El oro ensortijado tendrían que haber leído ya El arte de la poesía, Mendoza Romero no explica merced a ninguna nota al pie que las palabras logopea, fanopea y melopea son tres propiedades características de la poesía que significan, respectivamente, la danza del intelecto entre las palabras, la proyección de una imagen en la retina mental y las propiedades musicales del sonido y del ritmo orientando el sentido del poema. Suplimos acá esa falta.

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