Cuento chileno actual No. 4: Ramiro Rivas Rudisky

 Ramiro-Rivas[1]Presentamos dos cuentos del narrador y crítico chileno Ramiro Rivas Rudisky (Concepción, 1939): “Año nuevo” y “Mi señor y verdugo”. Ha merecido reconocimientos como el Premio Consejo Nacional del Libro y la lectura, años 1994 y 1998; Premio Gabriela Mistral (1982); Premio Neruda 80 Años (1984); Premio Diario La Época (1989),

 

 

 

A  Ñ  O     N  U  E  V  O

 

          Fue esa noche, u otra noche, o la subsiguiente, que todo empezó a fraguarse de a poco, como un crimen por ejecutar, o por resolver, o como nada, o como todos los días, mientras observas desde un banco de plaza cualquiera el caminar a pasos cortos, ni urgentes ni desesperanzados, de la muchacha, una falda al compás de muslos que crees reconocer, y no lo es, es otra piel, es otro día más, es un día especial, piensas, mañana es año nuevo, y tienes sed, tienes deseos de beber en un bar con risas ajenas y conversaciones que te abaniquen los oídos  y no comprendas, sólo sentir voces a tu alrededor, palabras sueltas, canciones a propósito de esa noche única para todos, no para ti, ahora, sentado frente a la barra sorbiendo de a poco un whisky con hielos que tintinean leves, casi ingrávidos, atenuados por el rumor que  apresura ese instante largamente aguardado, esos rostros desconocidos que ríen y abandonan de a poco el bar, deshabitando ese espacio que te es vital, que aproxima la media noche en que todos se desearán un feliz año y se abrazarán y brindarán sin pudores, como si la felicidad y la buenaventuranza se presagiara en momentos como ése, en minutos previos a un día más que no te dice nada, y sonríes para ti mismo o para el barman que descuelga ojeras y retiene un bostezo y vierte diligente las bebidas en los vasos que acortan las horas que se desvanecen lentas en el local que huele bien, que huele a tabaco rubio y licores escogidos, o esa música en off que sólo ahora adviertes. Es jazz, piensas, ese compás sincopado que no reconoces, pero agradeces, esas notas tristonas que no perturban a los dos hombres solos que beben sin prisa, la pareja que se mira a los ojos con las manos entrelazadas y la muchacha en la otra esquina de la barra que fuma con persistencia, intercambia palabras con el barman y exhala círculos de humo concéntricos que se elevan perezosos sobre el mesón y se multiplican en el espejo del fondo, entre botellas multicolores. La sorprendes observándote, esbozando un inicio de sonrisa que le retribuyes con desgano, captando lo previsible, imaginándola tan sola como tú en ese bar casi desierto. Intuyes su cautela, ese estar ahí aguardando el nuevo año que sabes será como todos, tan vacío como ese tiempo detenido, como la falsa obsequiosidad del hombre que acaricia los vasos con un paño blanco y contempla al trasluz en busca de una pelusilla inexistente y te rellena el propio y te ofrece más hielo y tú le enseñas el de la muchacha y él entiende como corresponde a su oficio y deja caer los cubos con un ruido sonoro que vuelve los rostros de los hombres solos que consultan la hora y se levantan dejando el importe del consumo en la cubierta brillosa y oscura de la mesa que seguramente guardará el aroma dulzón de otros licores, el olor a tabacos diferentes, olvidados desde mucho.

          Todo es posible esta noche, le dices a la chica, es año nuevo, responde sonriendo, y sientes deseos de humillarla, de explicarle lo absurdo de la situación, a poco menos de una hora de esa fecha que nada les puede interesar, ahora que permanecen solos en la barra, finalizando el quinto vaso que te embota la cabeza y ya no te importa lo atractiva o vulgar o falta de ingenio de la mujer que no deja de sonreír, exhibiendo sus dientes pequeños y parejos y muy blancos, en contraste al rojo oscuro de los labios; ahora que no tiene mayor importancia esa epidermis embadurnada de un maquillaje que no logra ocultar la porosidad, las imperfecciones, esa cicatriz pequeña sobre el  labio, esa historia que no deseas conocer, un golpe que tal vez la ha marcado y evita confesar, los ojos adormecidos por el rímel que los ensombrece y extiende hacia las sienes, el traje negro adherido al cuerpo y abierto a los costados que casi no recuerdas haber visto desde hace mucho, el nacimiento de los senos pequeños que desbordan en busca de volumen, los muslos delgados entrecruzados sobre el taburete de cuero que la mantiene en equilibrio y a punto de desbarrancar, las medias negras con encajes y los zapatos dorados con tacos desmesuradamente altos; ahora que esa figura total de mujer puede ser otra imagen de hace treinta años, un simulacro de mujer fatal a destiempo, y la miras, y ella te devuelve la mirada  y te interroga sobre lo que tú supones, si estás solo esta noche especial en que todo el mundo se busca y abraza y se desea feliz año, y tú asentirás con una tristeza falsificada, indagando una ternura tan engañosa como su sonrisa, y beberán el último whisky y abandonarán el bar como dos viejos amantes en busca de refugio.

          Caminan por calles todavía animadas por un bullicio tardío, por entre transeúntes apresurados camino a sus hogares que aguardan la hora prefijada por todos, una luz sibilante asciende por sobre los edificios y explota en un haz multicolor que le arranca un grito de alegría a la mujer que alza el rostro al cielo, como una chica, piensas, observando su rostro ovalado que empalidece bajo el reflejo del alumbrado público, qué lindo, dice, y apruebas con fastidio, sin mirar el pedazo de cielo sucio que deja libre el cemento de esa ciudad que nada te dice, que no deseas ver ni sentir por esta noche, esta noche no, murmuras, y ella te contempla con ojos de interrogación, con ojos de la niña que fue por un momento y ahora han privado de su pequeña alegría, de ese recuerdo mísero de un petardo detonando en el cielo, cómo me gustaban los fuegos artificiales, afirma, y no contestas, guiándola de los hombros a la puerta del edificio en sombras.

          El espejo del ascensor les devuelve sus rostros cansados, levemente ebrios, el rímel un poco corrido de sus ojos que se apresta a corregir, riendo con un sonido agudo y destemplado que te trae a la memoria otra risa similar, en un cine de provincia, un día cualquiera, ella riendo a estertores, a hipitos, quizás imitando a la actriz de la pantalla, una risa que no soportabas y ahora te causa la misma sensación molesta, pero callas y dejas el ascensor y caminas por el pasillo solitario, percibes las voces, las carcajadas y la música detrás de las puertas, la voz estridente de un locutor radial anunciando los minutos que restan del año viejo, las botellas de champaña a punto de estallar en espuma, imaginas, abriendo la puerta del departamento.

          Te derrumbas en un sillón y la muchacha termina de encender las lámparas y recorrer la habitación con las manos en el cabello un poco en desorden, contoneando las caderas estrechas, casi impúberes. Falta música, dice, con la voz estropajosa por el alcohol, y le indicas el equipo que está a tus espaldas, observándola caminar por tu costado en dirección a la estantería.  ¡Cuántos libros!, exclama, hipando, y la voz del locutor apaga sus últimas palabras, veintitrés cuarenta y cinco, grita, anunciando una nueva cumbia.  ¿Tienes champaña?, pregunta, y le señalas la cocina y percibes sus tacos golpear el parquet y su voz de gallina entonar la canción que inunda el cuarto y te despabila. ¿Está en el refrigerador, amorcito?, interroga, y mascullas un sí inaudible y la vez aparecer radiante con la botella en una mano y la otra en la cadera. Se  la recibes, calmo, delineándola con los dedos, deshaciendo el hielo adherido en la superficie del corcho plastificado. ¿Y los vasos, amorcito?, consulta,  ¿por qué no te desnudas?, respondes, acariciando la botella, ¿ahora?, dice, sonriendo, y balancea las caderas al ritmo de la música, y la contemplas desprenderse del vestido que cae a sus pies blandamente, soltar el sostén y ofrecer con ambas manos sus pechos pequeños, deslizar el calzón diminuto con lentitud a través  de sus muslos y permanecer de pie, cubierta sólo con sus medias de encajes y el portaligas de otro tiempo, de otra época olvidada. Ahora te toca a ti, amorcito, ronronea, tironeándote del sillón, y te quedas mirándola a los ojos y ella suelta una risa destemplada, ni estridente ni aguda, más bien irritante, una risa molesta de hace mucho, no recuerdas con precisión, esa risa de burla y de desprecio que te hizo huir, no como ahora, piensas, avanzando y apuntando con el gollete de la botella a su sexo. Métetela, le ordenas, qué te crees, degenerado, ese no era el trato, grita, haciendo ademán de recoger sus prendas, ese no era el trato, desgraciado, repite, deteniéndose al descubrir la pistola en tu mano y advertir que ya no sonríes y la observas desafiante, si no lo haces te disparo en ese bonito ombligo que tienes, susurras, apuntando el arma a su vientre plano, y la muchacha suelta un sollozo histérico, es como si rieras, dices, alzando el arma a los pechos que se estremecen con los sollozos, hazlo o disparo, repites, librando el seguro, y la mujer suplica que la dejes ir, que no le contará a nadie, lo prometo, por favor, y tú diriges el cañón del arma a su vellón oscuro, a su triángulo rizado, hazlo, amenazas, forzando el gollete de la botella entre sus piernas, no puedo, gime, sin dejar de sollozar, siempre has podido con peores cosas, mascullas, amenazador, y la muchacha insiste y se introduce una porción de la botella y cae de rodillas, suplicando, por favor, no más, le juro que no le contaré a nadie, lo juro, repite, y tú le ordenas con desaliento que se vista y se largue, veintitrés cincuenta y ocho minutos, anuncia el locutor, restan sólo dos minutos para despedir el año viejo, dices, para un feliz año, completas, bajando el arma, faltan dos minutos para que me desees feliz año, mujer, murmuras sonriendo. La miras vestirse apresuradamente, no dejes tu ropa interior tirada, le adviertes, viéndola cruzar frente al sillón y dirigirse a la puerta, no me vas a desear feliz año, mujer, vociferas, apuntando a su espalda descubierta, con el cierre caído, y percibes sus pies desnudos correr por el pasillo en busca del ascensor o las escaleras, y alzas el arma con parsimonia y apoyas el cañón en tu sien derecha y presionas el gatillo y el disparo se confunde con el estallido de los fuegos artificiales que atruenan en el cielo y el grito de la muchacha y el de los vecinos que festejan el año nuevo que se inicia.

 

 

 

 

 

M I     S E Ñ O R     Y     V E R D U G O

 

          Hay cosas que se cuentan o se hablan. Otras que se dejan escritas para que se recuerden, como esos escribanos que llenan pliegos de papel que algún día arribarán a Castilla y nuestro bienaventurado Carlos V  leerá complacido, apreciando nuestra entereza, nuestra valentía que, en ocasiones, es menester confirmar, no es tanta. No ha sido fácil dominar a estos infieles. Si a veces nos espantó descubrir los sacrificios humanos, también nos sorprendió reconocer sus monumentales construcciones en piedra que sepa Dios cómo lograron. Son una raza extraña que aún, después de tres años de batallar en estas tierras salvajes, no alcanzo a comprender. No así el conquistador Cortés que se ha aposentado en estas lejanías a punta de vigor y bravura. También vale confesar que así como hemos ido agotando la pólvora, también hemos ido agotando la esperanza del retorno, la esperanza de las arcas de oro que reduciríamos y multiplicaríamos en nuestra añorada tierra. No hay lugar a la nostalgia femenil, ruge el conquistador, cuando nos ve cabizbajos y los ojos empañados de una aflicción subrepticia. Pero no es cosa de olvidar a la mujer y los hijos en ese suelo que quizás nunca volvamos a pisar, reflexiono, entre las telarañas del sueño y el cansancio y el espíritu de los muertos que vagan sin rumbo en estos parajes sin Dios.  Un capitán no puede demostrar abatimiento, me laceran las palabras de Cortés, y yo asiento y yergo mi estatura acorazada por sobre la soldadesca aterida que calienta los huesos en las fogatas que aligeran los recuerdos y los pensamientos ingratos. El conquistador, a veces, se aproxima a las llamas y bebe taciturno el vino que nos resta del último navío que se aventuró a estas tierras de espanto. Y es entonces, mi señor, que le observo el semblante estragado, las barbas abundosas chamuscadas por los soles y las ventiscas que asolan estos territorios impíos y espantables. Pero usted sólo piensa en fundar ciudades y doblegar a Moctezuma y Guatimocín, en crear un nuevo reino en las Américas para beneplácito de nuestro soberano.

          Pero cuando las noches se estiran y las bocas de los hombres confidencian de oreja a oreja, desgranando sus pesares o magras alegrías, yo me arrimo a su costado y le ofrezco diligente un trago y le miro a hurtadillas los ojos hundidos y tan negros que no dejan de atemorizarme. Hasta creo vislumbrar el aleteo de un recuerdo cruzar fugaz en esa mirada perdida en lontananza, más allá del fulgor de las hogueras y el campamento en reposo. Otras permanezco absorto contemplando  sus manos duras, hechas para el  acero de la espada, la nervadura de sus muñecas, las prematuras canas de su barba, y me olvido un poco del regreso y lo interrogo, no servil, pero con respeto, ¿capitán, no añora su tierra?

            Su gesto me acobarda y retorno al cobijo de la tropa, al maridaje de los

galpones de madera que huelen a resina fresca, a sudores y sexo. No falta el rastrero que se apersona a mi sombra y me confidencia al oído  si no apetece, mi capitán, una indígena de carnes duras y dientes sanos y aliento a bosque. No resisto la tentación y cedo y me olvido un poco del cansancio y descargo la energía acumulada todos estos años en la mansedumbre impávida de la mujer que no exhala ni un mísero quejido y se retira al amanecer con la dignidad indomable de su raza que no acepta nuestro dominio. Me arrepiento y maljuro y sé que volveré a caer en la flaqueza.

          Pero no siempre es igual en la confusión de los días que los escribanos apuntan indolentes, en ese escurrir del tiempo tratando de cristianizar herejes que no abjuran de sus dioses paganos, capitán, para qué tanto esfuerzo inútil de los pobres frailes, opino, y su mirada me taladra y no son necesarias las palabras para doblegar mi cerviz y abandonarlo a sus cavilaciones que quizás qué rumbo seguirán. Hay atardeceres, en cambio, tras largas semanas gloriosas en nuestro avance conquistador, levantando cimientos de ciudades que serán el orgullo de nuestro señor real, que lo veo sonreír como para sí mismo, alivianar la adustez del rostro y platicar conmigo con cierta camaradería que me incita a sugerirle lo que usted seguramente apetece y no desea manifestarme, capitán, y le susurro como que no quiere la cosa el asunto de los mercaderes de Tabasco que nos ofrendaron en razón de agradecimiento unas indígenas jóvenes, capitán, pero una muy en especial llamada Marina o Malinche, como la apodan los nativos, que aseguran que habla náhualt y maya y algo de español, capitán, que entiende las lenguas de los cristianos y los paganos, capitán, y le podría servir para comunicarse con el emperador Moctezuma, porque según dicen posee poderes mágicos, las palabras circulan por su cuerpo que se transparenta como el agua, como gotas cristalinas que dibujan los signos bárbaros en la tierra, capitán. Una vez que he soltado todo lo que me aprisionaba el pecho, levanto la vista con temor y lo veo cavilar frente a la hoguera, beber un trago largo y lento, volver los ojos enrojecidos a mi figura expectante y asentir, en silencio.

          Ahora, a un año de ese encuentro, temo por Cortés, temo a doña Marina, la Malinche, que se ha aposentado en el espíritu y el alma de mi capitán, que por su boca dialoga con los aborígenes, con el poderoso Moctezuma que ve desbaratarse su imperio de horror y sangre, destruidos sus templos, cegados sus sacrílicos oficios.  Temo por la integridad de mi capitán que ha engendrado un hijo mestizo con la impía que simula nuestra fe cristiana. Sé que es odiada por los de su raza y venerada por los hombres de Cortés que la consideran la conversa ejemplar, la sombra del conquistador. Me esfuerzo en protegerlo, deambulo a su alrededor como perro guardián, sin saber en donde se oculta el enemigo. Estos largos años de martirio me enlodan los pensamientos, no soy capaz de medir el tiempo que llevo fundando dominios que algún día pertenecerán a nuestro señor Carlos V.  Pero doña Marina pareciera no percatarse de mis tribulaciones, se sabe imprescindible para Cortés y para la tropa. Después de meses de incertidumbres y oscuros presagios, he reparado en el mestizo que ya corretea alrededor del conquistador que me observa y esboza un rictus extraño en su rostro, inicia unas palabras inaudibles a mis oídos y calla, como si deseara comunicarme algo que no logro comprender. Sólo reinicia el diálogo un amanecer de pájaros tempraneros y sol lastimoso que apenas entibia nuestros cuerpos maltrechos, y me va soltando de a poco sus pesares, usted ha sido todos estos años mi hombre de confianza, mi brazo derecho, usted me entiende, dice, señalándome el mestizo, este vástago no sería bien visto por nuestro monarca, capitán, tarde o temprano llegará a sus oídos, usted me entiende, doña Marina me es necesaria por su dominio de las lenguas bárbaras, por el temor y el respeto que causa a su gente, pero no bajo mi techo, me dice, bajando la voz, y se le escapa un suspiro inhabitual en su pecho duro de guerrero, por lo que deseo que usted la despose cristianamente y se la lleve, capitán, larga de golpe, sin advertir mi boca abierta al estupor o la sorpresa, sin tomarse la molestia de escuchar mis razones y ofreciéndome su espalda sin el menor miramiento.

          Hay cosas que se cuentan o se hablan, le digo a Marina que sonríe y me ayuda con las armaduras, me acaricia los músculos cansados, me sugiere que calle, no es prudente juzgar a Cortés, me susurra, es nuestro conquistador, nuestro señor, me dice, y me duermo con temor, con un vago resentimiento que he ido acumulando a lo largo de estos años, Cortés, estos años que veo perpetuarse en estas tierras ajenas, comprendiendo que no podré abandonarlas mientras sepa su secreto, capitán, y la Malinche termine por convertirme en un pagano más en estas comarcas de vasallaje y de ignominia, capitán, mi señor y verdugo.

 

 

 

Datos vitales

Ramiro Rivas Rudisky nació en Concepción, Chile, en 1939. Narrador y crítico. Ha ejercido la crítica literaria en diarios y revistas: (La Época, La Nación, Fortín Mapocho, El Siglo, revista Rocinante, Punto Final, Sech, Libros & Lectores).Cuentos suyos han sido incluidos en más de una veintena de antología del género, en Chile y el extranjero. Ha sido traducido al francés, alemán y búlgaro. Ha obtenido innumerables premios literarios, entre los que se destacan: Premio Municipal de Literatura de Santiago, años 1994 y 2010; Premio Consejo Nacional del Libro y la lectura, años 1994 y 1998; Premio Gabriela Mistral (1982); Premio Neruda 80 Años (1984); Premio Diario La Época (1989), etc. Es autor de Una Noche Sin Tinieblas(1963), El Desaliento (1971), Toque de Difuntos (1986), Luciérnaga Curiosa (1993), Chopin y los Perros (1998), En Malos Pasos (2009).

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