Jean-Paul Marat otra vez apuñalado o el verdadero rostro de Michel Onfray

serge-deruette[1]

En esta nueva entrega de Subversión, Luis Martínez Andrade traduce un ensayo de Serge Deruette sobre Marat y Onfray. Deruette es doctor en Ciencias Politícas de la Universidad Libre de Bruselas. Imparte cátedra en historia de las ideas políticas y filosofía política.

 

 

 

Jean-Paul Marat otra vez apuñalado

o el verdadero rostro de Michel Onfray[1]

(artículo publicado en Mouvais Sang, n° 1, Bruselas, éd. Aden, pp. 5-8)

 

Por Serge Deruette[2]

Traducido del francés por Luis Martínez Andrade

 

 

 

            Un imperativo de la propaganda mediática es que teniendo acceso al escenario no se puede ir impunemente a contra-corriente de las ideas dominantes. Michel Onfray quizá en algún momento parecía ser la excepción pues haciendo del ateísmo su “changarrito” atrajo las miradas a un pensamiento que tan sólo hace una década había sido ocultado por los líderes de  de opinión. Allí radica su incontestable mérito. Un mérito que sin embargo acarrea riesgos.

            Si bien Onfray contribuyó a la difusión del nombre de Jean Meslier –el verdadero fundador del ateísmo y del materialismo filosófico– lo hizo de tal manera que borró el comunismo revolucionario hundiéndolo en un ateísmo “donde todo-cabe”. Relegado al rango de curiosidad intelectual, el meslierismo está así condenado a teñir con la originalidad popular las formas aristocráticas y burguesas del ateísmo, incluso, a las reaccionarias, por ejemplo, aquella proto-fascista como la de Nietzsche. Éste último, favorito de Onfray quien además lo ha promovido para estar a la moda cayendo en una aberrante interpretación de “izquierda”[3].

Confusión e inversión de los valores que parece estar a tono con el clima ideológico actual en general y con Onfray en particular. Los puntos de vista, los más conservadores se convierten en ideas progresistas. Las opiniones, las más radicales, como el ateísmo concebido como un pensamiento liberador de las masas y para las masas es admitido en la medida que su carácter subversivo sea disminuido y negado. Fortaleciendo dicho clima ideológico, Onfray se inscribe perfectamente en la corriente intelectual posmoderna, aquella de la pérdida de sentido, del sentido de la historia y del sentido social.   

Aquel que lo haya dudado o, incluso, que aún lo dude encontrará un ejemplo claro en su reciente librito o quizá deberíamos de decir su artículo aumentado en honor a Charlotte Corday. Envuelto en cartulina gofrada, casi lujosa, en la colección “Débats” de la edición Galilée;  el libro es, de entrada, un escándalo en su forma: sesenta pequeñas páginas de texto con grandes letras y márgenes anchos. Como si fuera libro para niños.   Además, con un costo de 15 euros para menos de una hora de lectura: exceso de “valor de cambio” lo pensaría Marx… pero  dónde se encuentra el valor de uso…

En el fondo, no se encuentra nada que una historia de alabanzas y de injurias, aquella de la fascinación que toma y desdeña, la de la virtud triunfante del vicio. No bajo la forma de una tragedia. Tampoco de una fábula. Sino de una caricatura japonesa. O de historias de vaqueros y de indios pieles rojas si se prefiere. Pero con un sólo hilo rojo como escenario: Charlotte Corday que es el alma pura y Marat el diablo; desde luego donde el ángel vence al demonio. En el contexto terrestre, el de la Revolución Francesa.

Nada más original que eso. La historiografía reaccionaria siempre tuvo sus “Stalins” para atacar, aquella que habla para el pueblo pero que lo desdeña. Dentro de esos héroes negros, Jean-Paul Marat ocupa un lugar privilegiado. A más de dos siglos de la Revolución Francesa y a veinte del entierro lujoso de la Revolucion francesa durante su Bicentenario -aquel de Miterrand y de sus cabezas coronadas del mundo entero convidados a celebrar en la Opera-Bastille en julio de 1989 y de los elefantes que desfilaron en los Campos Elíseos para divertir a la plebe; actualmente el pensamiento dominante pepena dicha revisión de la historia de la Revolución. Hidra de dos cabezas donde una ya está degollada: la libertad pero no la insurrección, la democracia pero no las masas trabajadoras, Danton y Lafayette e incluso Talleyrand y todo lo que realizo, pero para nada Robespierre ni Saint-Just. Y por supuesto, tampoco Marat.     

En suma, la Revolución revisitada. Por supuesto, ya lo es desde más de una generación. La historia revisionista de la Revolución Francesa es aquella del desplome donde las clases desaparecieron a favor de los hombres, los grandes, eso se escucha. Una historia posmoderna pues los combates políticos se substituyen sin ambigüedades por las luchas sociales, donde las ideas dominan el mundo y son ellas únicamente instancias, solamente motores, solamente intereses, aquellos de la razón y de su contrario, la locura llevada a rango de demiurgo de la Revolución el cual los revisionistas pretenden explicar.    

Onfray hunde en esta revisión no-materialista, reaccionaria y mística de la Revolución con el deleite de quien se relaja en un cálido y relajante baño. Marat y Corday encarnan respectivamente la locura y la razón, y el puñal asesino es la alegoría de la victoria de la locura sobre la de la razón. Detrás de dichas personificaciones desaparecen así devoradas por la fuerza del oleaje de la tormenta revisionista, “la canalla” (sans-culotterie) sublevada contra la Gironde de los “afferistes”, el pueblo trabajador afrontando –teniendo como marco la revolución y la contra-revolución– la guerra de clases y la guerra de naciones, a la gran burguesía mercantil.

Historia figurada, pues.

Imagen de Épinal, primeramente, de un asesinato.

Charlot Corday, quien su crimen la transformo en “mujer sublime” (p. 59). Ella “es menos Girondina que la Republicana romana, versión revisada y corregida por el Gran Siglo, en otras palabras, Bravura, Virtud, Honor, Rectitud…” (p. 39). “Virgen romana” (p. 49), ella “esposó lo sublime en la Historia” (p. 52). Perpetrando su asesinato, “ella se equivoca pero ¡su error es justo!” (p. 57). Su acto es “moralmente sublime” (p. 63), “él expresa lo sublime romántico”. Es un “gesto a la Plutarco” (p. 64) y, por un sobrecogedor pero significativo atajo histórico, cual si fuera un “llamado del 18 de junio” que no habría acontecido (p. 64).

Imagen a la Jérôme Bosch, en revancha, de un revolucionario.

A Onfray “se le calienta la boca” lanzando improperios contra Marat, lo llama “perro sarnoso” que, médico antes de la revolución, se “inicia en la sangre” (p. 24). “Edematoso” (p. 70) pues el cuerpo “es quizá menos fétido muerto que vivo” (p. 79) y, por tanto, él “no merece menos” que “una simple navaja para degollar a las gallinas” (p. 55). Pero es desde ya y ante todo “emblemático hombre de resentimiento” y de “una izquierda plena de resentimientos” (p. 4) de cobertura y passim, esta expresión aparece por lo menos 20 veces.

Historia también simplificada y de manera exagerada.

Alterada y amputada, mutilada y, sobre todo, adulterada, donde nada se aprende. O lo contrario de lo que debería de aprenderse, no será que este, Marat, “el amigo del pueblo”, quince años antes de la Revolución ya defendía los intereses de la masas trabajadoras y pugnaba por la abolición de los privilegios, que incluía aquellos de la fortuna y del capital; Charlotte Corday en el verano del 93, representaba los intereses –y el brazo– de la burguesía girondina y pronto termidoriana que confisca la Revolución hecha por el pueblo para salvaguardar el único interés de la élite económica codiciosa, siempre celosa de su riqueza.   

  Esos intereses, Onfray no observa. Estos son los de la Revolución: supresión de la desigualdad feudal a favor de la burguesía, sea de igualdad social inédita, sea de una nueva desigualdad de clase moderna. En razón inversamente proporcional del interés que porta para la realidad histórica, las contra-verdades abundan bajo su pluma, tan campantes. Aquella, por ejemplo, enorme y pueril, de la Revolución donde la causa profunda seria “una tormenta de enormes granizos” que asola a las culturas durante el verano de 1788, implicando un muy a la moda “efecto mariposa” (p. 13). O aquella, menor pero ideológica, en la cual el padre de Charlotte Corday, aristócrata desclasado y convertido al partido de la gran burguesía de los negocios, “defendía las ideas revolucionaras en el sentido primario del término” preconizando “autenticas reformas”… las de un derecho feudan ampliamente preservado (p. 35). O todavía divulgando el bulo ya gastado de un Marat que, aunque intentó limitar el impacto, seria “uno de los principales instigadores” de las masacres de Septiembre, eso que ningún historiador, incluso el más osado reaccionario o el más rabioso revisionista se atrevería a escribir.

Pero qué le importa al ideólogo nietzscheano “de izquierda” (signo de filiación reivindicada, Onfray mete una citación de Nietzsche cual medalla de son opúsculo) los diversos errores y contrasentidos que cimientan el panfleto. La calumnia, se ha visto, o la cobardía puede ser evocada como se quiera. En cualquier caso, el padre espiritual llamado a la ayuda: “Jean-Paul Marat endosa a la perfección el traje del hombre de resentimiento. Sobre este tipo de hombre, Nietzsche escribe en la Gaya Ciencia: ‘para un fracasado de esta especia, el espíritu se convierte en veneno, y veneno la cultura, veneno la solead y la propiedad pues cae finalmente en un estado de rencor, en una voluntad crónica para vengarse…” (p.23).

Toda la tesis de Onfray consiste, de hecho, en la apología de las concepciones ideológicas bien-pensantes en las que Marat se convierte en el enemigo y Charlotte Corday deviene la Egeria: el humanismo y el respeto de la vida humana, el pacifismo y el rechazo de toda forma de violencia. Toda la paradoja en consecuencias, toda su contradicción, consiste a preconizar estos valores a través del elogio de la violencia criminal, aquella del asesinato de Marat. De esa manera, el crimen de Corday, “moralmente sublime”, “encarna la rebelión, la resistencia, la revuelta, el rechazo de la injusticia, la primacía de la ética espiritual” (sic) contra la brutalidad política” (p.63). “Eliminar Marat no es un crimen –así lo piensa ella–; asesinar a un asesino no es un asesinato, matar a un matón no es matar”. Y aquí hay una dialéctica hegeliana mal asimilada que es evocada y cae en una implicación insólita: “Trampa de la razón, hubiera dicho Hegel, afirmar la positividad de la negación para mejor afirmarla” (p.57-58).

Por otra parte ¿por qué Onfray, rodeado de una popularidad mediática muy barata y quien aspira a tener el título de maître à penser, se pondría en un aprieto sin el menor rigor tanto filosófico como histórico? ¿Por qué, si la historia es revisada y corregida a través de concepciones nietzscheanas de otro tiempo, concepciones de un aristocratismo decadente que expone, al mismo tiempo, su temor y su odio hacia el pueblo, no podría tomar distancia de ella? La licencia, en primer lugar, de darse al pueblo, eso fue para la Revolución Francesa, revolución popular por excelencia. O de hacerle cargar los pesos “Lo que se piense de la Revolución Francesa (por mi parte, pienso en el gran bien…), escribe Onfray, ella fue también un gran momento de resentimiento exaltado (…) Pero en aquella época como en otras, el ideal revolucionario travestido de bajos instintos, oculta de maniobras de espíritus estrechos, disimula la ponzoña de las pequeñas almas preocupadas de cálculos egoístas. Es la feria de las pasiones tristes y de los sentimientos mezquinos: la envidia, la codicia, el rencor y la rabia y todo lo que implique bajo la rúbrica del resentimiento” (pp. 29-30, subrayado por Onfray).  

Puesto que detrás del odio contra Marat, se encuentra evidentemente el odio que le inspira el pueblo a Onfray. En términos que no negarían Burke, Taine y otros tanto autores reaccione de hace uno o dos siglos; las masas que hicieron la revolución del 10 de agosto de 1792 son “la perrada” e, identificados a la muchedumbre parisina que perpetua las masacres de Septiembre, “la jauría maratista de perros enfurecidos”, una muchedumbre “sedienta de sangre, paralizada de odio” (pp. 32-33). Cuando ella toma su destino en las manos y surgen en la historia, Onfray en efecto, no ama a las masas. Ni “al amigo del pueblo” ¡ni mucho menos al pueblo!

En respuesta, la acción liberadora de las masas, en cada página, conscientemente o inconscientemente se escurre la derrota odiada y la histeria agresiva, las alegaciones mentirosas y el desdén deliberado, la verdad apuñalada y las contra-verdades asesinas ¿Sabrá Onfray que anticipada y proféticamente Marat, ya le había respondido?

En noviembre de 1789, Marat escribía en términos que deslumbra todavía con toda su fuerza a los Grandes Maestros  (maîtres à penser) y que resuenan en toda su jovialidad en las orejas de aquello que les gustaría callarlo:

 

“Los ciudadanos tímidos, los hombres que aman su tranquilidad, los felices del siglo, los zánganos del Estado y todos los mocosos que viven a cuestas de lo público no desconfían en nada sino en los motines populares. Los motines tienden a destruir su felicidad en tanto traen un nuevo orden de cosas. También se levantan sin cesar contra los escritos enérgicos, contra los discursos impetuosos, en una palabra contra todo lo que pude hacer realmente sentir al pueblo su miseria y les recuerda sus derechos. Es la moral de los hombres constituidos en dignidad y en potencia. En medio de los abusos de la autoridad y de los horrores de la tiranía, ellos no hablan de apaciguar al pueblo, ellos no trabajan que a impedir de librarse de su justo furor (…) ¡Ahora bien, a quién le debemos nuestra libertad sino a los motines populares![4]             

 

 

Marat-apunalado

 

 

 


[1] Michel ONFRAY, La religion du poignard. Éloge de Charlotte Corday, Paris, éd. Galilée, 2009, 83 p.

[2] Serge Deruette es doctor en Ciencias Politícas de la Universidad Libre de Bruselas. Imparte cátedra en historia de las ideas políticas y filosofía política en UMONS y en FUCaM, a su vez, en la Haute Ecole Francisco Ferrer. Es autor de un libro sobre Jean Meslier publicado en 2008 donde el autor analiza la obra y la fuerza del pensamiento de Meslier.

[3] Para una caracterización del nietzscheanismo de Onfray y del pensamiento de Nietzsche –y de su “pre-fascismo” que no puede reducirse a una amalgama que se le pueda imputar a su hermana inclinada al nazismo–, véase el libro de Aymeric Mondville, Misère du nietzschéisme de gauche. De Georges Bataille à Michel Onfray (Bruxelles, Aden, 2007, 105p.). Para el significado y la importancia del nietzscheanismo en el irracionalismo alemán, véase el siempre actual capítulo que Georg Luckacs le dedicó en su primer tomo de su El asalto a la razón (Grijalbo, Barcelona).

 

[4] Marat, L’Ami du peuple, n° 34 martes 10 noviembre de 1789, reproducido en Jean-Paul Marat, Œuvres politiques, 1789-1793, t. I, Bruselas, éd. Pôle nord, 1989, pp. 284 y 285.

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