En el marco de la Antología de poesía colombiana, preparada por Federico Díaz Granados, presentamos el trabajo de Ramón Cote Baraibar (Cúcuta, 1973). Mereció el Premio Casa de América de Madrid. En mayo de 2006 se publicó su Antología de la Poesía Colombiana del Siglo XX en España.
POEMA QUE RECUERDA A CARL SANDBURG
Ayer
un bus con delgadas líneas
verdes
pasó por toda la carrera trece
con las ventanas
caídas en desorden,
como las medias de las niñas
al salir del colegio.
Se fue con su viento
elevando a todo lo largo
una canción de risas,
de apresurada y espontánea fugacidad.
Fue lo más dulce
que pudo tener alguna vez
las dos de la tarde.
RETRATO DE VALLEJO, EN VOZ BAJA, ACOMPAÑADO POR LA MUERTE
casi para María Luisa
Una precisa amonestación de huesos
es la cara
y cierta
apurada solicitud; el aire o el polvo
del que se excusa.
Un afán metido, algo de aguacero
en otra parte de la ciudad,
el rumor de un nudo recién
desatado.
La entrega intacta de las cosas
como si hubiera pasado de largo por la vida.
La palabra desafiante
que lentamente se oculta
como un relámpago
envainado.
EL QUE VUELVE A LO PERDIDO
El que vuelve a lo perdido
permanecerá de pie junto a lo intocable.
El que intente crear el encantamiento
caerá derrotado.
El que desee de nuevo esa música
que se despida para siempre.
Ya las palabras no dudarán
el tiempo que tarda una mosca
en recorrer una lámpara,
ya no habrá sitio.
Por aquí pasó el tiempo y su túnica sin regreso.
EXPULSIÓN DEL PARAÍSO
Masaccio
Para Renato Sandoval
Ni siquiera las lágrimas
espesas como el mercurio
ni el yunque ardiente
que les quemaba muy adentro
ni los kilómetros de zarzas
que hicieron sangrar sus tobillos
ni la prolongada llovizna
que los recibió de pie en la intemperie.
Nada, nada de eso, ni las semanas ni las arenas
ni las sucesivas generaciones
han podido borrar de nuestros cuerpos
ese aroma a jazmín que un día muy lejano
trajeron del Paraíso.
KATIA LEYENDO
Balthus
No existe mayor placer en la vida
Katia, que espiarte
en las tardes de los sábados
cuando en tu cuarto lees solitaria
ese libro de pastas amarillas.
Por cada página que pasas
deslizas como un gato angora
las plantas de tus pies sobre la alfombra,
mientras tus piernas que suben
que bajan que se encogen que se estiran
van descorriendo poco a poco tu falda,
milímetro a milímetro,
hasta aproximarse peligrosamente a tu sexo,
a tu bahía secreta, a tu pócima mágica,
DIRECCIONES OPUESTAS
Para Juan Felipe Robledo
Después de tres días de lluvia el sol
se compadeció de la ciudad. De inmediato
las calles se llenaron con llamativas
camisas y camisetas y faldas de todos los colores,
y de los viejos cafés salieron a todo volumen
enloquecidas baladas de amor de sus rocolas.
Aturdido por la ruidosa belleza del mediodía
me crucé a dos cuadras de la catedral
con una mujer de unos ochenta años
completamente vestida de blanco
-blanca y radiante como dice la canción-,
con sus zapatos de tacón alto y sus guantes
de seda que hacían juego con su traje
que esperó hasta este momento guardado
entre bolas de naftalina.
Haciendo tintinear con cierta coquetería
las monedas de oro de su brazalete,
reía para sí misma, compartiendo un gozoso
secreto que se dejaba adivinar entre sus arrugas,
disimuladas por toneladas de cosméticos
y perfumes y también polvos perfumados.
Una sombrilla como de principios de siglo la protegía
de la claridad reinante, dándole un poco de tregua
a la ansiedad de su mirada que no podía ocultar
las miles de fiestas a las que parecía haber asistido
-y presidido, tal vez- durante su prolongada existencia.
En esa calle que celebraba la presencia del sol
se encontraron nuestros ojos igualmente azules,
yo, acelerando el paso para llegar pronto al hotel,
con la tristeza de quien vuelve
a las dudas y a las deudas, ella, acelerando el paso
para llegar pronto a la catedral,
con la felicidad de quien va a cumplir la cita
de su definitivo y gratificante y quizás postrero
-nunca se sabe- matrimonio.
Si llegaste hasta ese día y hasta esa hora,
toda de blanco y toda llena de luz,
a una edad en la que la muerte ha dejado
de ser una sorpresa, fue para hacerme saber,
en dirección contraria y con destinos tan opuestos
que todo llega a su debido momento,
o para decirlo con un refrán que seguramente
estuviste repitiendo entre los dientes
que en todo juego largo hay desquite,
muchacho.
Empuñando con dulzura el mango tu sombrilla
te vi alejarte, apartando palomas, entre campanadas,
altiva y serena, envuelta en el brillo total
de tu convencimiento, como una niña que entra
a la iglesia llevando orgullosa una azalea blanca
el día de su primera comunión.
“LA LIBRERÍA MÁS GRANDE DEL MUNDO”
Para Gustavo Adolfo Garcés
A la entrada de un modesto centro comercial
situado en una transitada avenida
donde llega ya un tanto lejano el ruido
del tráfico, se encuentra una extraña estructura
de madera. Mide uno cincuenta de alto
por un treinta de largo por uno veintidós
de ancho, aproximadamente.
Podría ser el puesto ambulante de una relojería,
un sitio de apuestas clandestinas, la jaula de una pareja
de tucanes, o la caja de un mago que muy pronto,
bajo la descolorida carpa de un circo, la atravesará
en diagonal con un par de espadas, sin dejar ningún rastro
de sangre. Pero se trata de otra cosa.
Si se mira detenidamente se podrá observar
que sus cinco lados disponibles están ocupados
por libros, uno al lado y encima uno del otro,
incrustados como moluscos en la quilla
de un barco, lo que hace indispensable la intervención
de su propietario.
El vigilante nocturno, ignorando que allí se oculta
una síntesis de casi todos los siglos y casi todos los géneros,
sin salir de su asombro ilumina con su linterna
una y otra vez las palabras escritas en una de sus tablas
y repite en voz alta, como si no se lo creyera,
como si se tratara de una broma, el nombre
de esta extraña estructura de madera
que se encuentra a la entrada de un modesto
centro comercial.
CARTA ROTA
Lisboa me debe sus labios verdes
y su vino trenzado en sus murallas.
Alza tu copa profunda, asómate
escondida en tu ardiente celosía
para rodear el sueño de tus sílabas
y morder contigo la fruta sagrada.
Iza los estandartes hacia oriente,
que una aldaba golpee tres veces seguidas
cualquier puerta
y que me abra de par en par el abandono
para saber que por fin he llegado a Portugal.
Pronunciaré tu lento beso, al viento
y las jarchas caerán como ramas secas en el río.
Abre tu nombre, dulce Lisboa,
para soñar el día en que a mi sombra se la roben tus palomas.
ESPACIOS DE BOGOTÁ
Para Ana María
I. Ciudad Involuntaria
La larga uña de lo precario traza con precisión amarga el límite de los patios. Patios incontables que definen con su gesticulante ejército de rejas su presencia en las calles, patios, interiores donde encuentran asilo dolientes reyes destronados. Allí crecen familias que se acostumbraron a la proximidad de las ortigas, al sometimiento gris de lo sobrante, al inesperado crecimiento sobre las tapias de unas rosas adúlteras. Nunca el pasto había trepado de esa manera para exigirle a las cosas la más pura expresión de lo doliente. Mínima vastedad permitida, escasas paredes oprimidas por el abrazo de unas hortensias imprudentes, rasgos precisos de una ciudad involuntaria.
II. Patio interior
Tardó mucho tiempo el sol en atrapar el último patio, aunque mayor dificultad la tuvo el viento. El lejano parentesco con la lluvia estableció a lo ancho del patio la desolación de los mudos y a lo alto, la dificultad de los ciegos. Las pesadas sábanas regresan suplicantes después de sus expediciones en busca del aire. Pasa la tarde por encima del patio y una espuma implacable impide responder a la alberca el desafío del cielo. La campana del camión del gas retumba en la corpulenta pareja de cilindros, dejando en el metal una vibración nerviosa que recuerda a la alegría de la salida del colegio. Sobre los muros la humedad ha dibujado las caras de un tribunal abolido, y el eco, el eco de un balón rebotando, hace que sus voces despierten y le recuerden a un niño hasta el final de sus días el más sórdido memorial de agravios.
III. Terrazas
Así trazaron el Paraíso y lo cercaron con amenazantes restos de botellas que hicieron retroceder definitivamente a los ángeles. Como una alineada dentadura, los vidrios anticiparon la verdadera dentadura de los perros que ladran sueltos de un lado para otro, proclamando la posesión de ese vasto dominio. Pero no todo era rudeza, la inocencia elevó su cometa en las terrazas y los niños subieron los domingos a contemplar el pesado despegue de los aviones y vieron surgir de los rígidos uniformes los abultados instrumentos de las bandas militares. Las terrazas tienen algo de incondicional con la aventura y en los días de sol obligan a colocarse una mano encima de las cejas para ver a lo lejos una maravillosa ciudad desconocida.
Datos vitales
Ramón Cote Baraibar (Cúcuta, 1963). Es graduado en Historia del Arte por la Universidad Complutense de Madrid. Ha publicado los libros de poesía Poemas para una fosa común (1984, 1985, 2005), Informe sobre el estado de los trenes en la antigua estacion de delicias (1991), El confuso trazado de las fundaciones (1992), Botella papel (1999, 2005), Colección privada (2003), Premio de Poesía Casa de América de Madrid, y No todo es tuyo, olvido, Antología de poemas. (Bogotá, 2007). además, es autor de Diez de ultramar (1992), antología de la joven poesía latinoamericana, del libro de cuentos Páginas de enmedio (2002) y de la biografía Goya. el pincel de la sombra. (2005). En mayo de 2006 se publicó su Antología de la Poesía Colombiana del Siglo XX en España. sus artículos sobre arte y literatura han aparecido en diversas revistas nacionales e internacionales.