En el marco del dossier Nueva narrativa colombiana, preparado por Federico Díaz Granados, presentamos un cuento de Andrés Felipe Solano (Bogotá, 1977). Trabajó como periodista de la revista Cromos y fue editor de crónicas de la revista SoHo. Sálvame, Joe Louis es su primera novela.
Los hermanos Cuervo
El río
Antes de conocer al ciclista nunca había fumado. El cigarrillo no le hacía bien a sus encías inflamadas pero no podía dejar de prender uno tras otro, sobre todo con el calor de estas noches. La muela le seguía palpitando a pesar de la mezcla de tres hierbas que un campesino le había recomendado masticar para aplacar las punzadas. Es el mismo emplasto que se le pone a los caballos después de castrarlos, dijo. Así era el tamaño de su dolor. Desde hacía tres días cada vez que se cepillaba los dientes escupía un hilo de sangre y babas. En la casa sólo su abuela prendía un cigarrillo después del largo almuerzo de los domingos. Entre semana nunca fumaba. Hace tiempo no pensaba en ella. Se levantó para ir al baño y al pararse recordó la manera en que su hermano menor le daba fuego. El corto ritual se había repetido sin falta todos esos años que los tres vivieron juntos. Los vio con precisión en el aparatoso comedor de diez puestos con esos espaldares que sobrepasaban sus cabezas.
La abuela clavó uno de sus ojos verdes con pintas doradas dentro de la cajetilla de Kool. Siempre parecía buscar algo más que tabaco mentolado. Levantó la cara y metió dos dedos largos, huesudos pero hermosos, el índice izquierdo adornado por uno de sus enormes anillos, esta vez el de una serpiente enrollada con ojos de rubí. Sacó por fin lo que buscaba: las tres cuartas partes de un cigarrillo. Entonces, sin decir nada, el hermano menor se levantó de su silla y fue hasta una cómoda. Del primer cajón sacó un encendedor de metal con el que le dio fuego a su abuela y unas diminutas tijeras chinas plegables que puso sobre su servilleta de tela. A la cuarta o quinta calada la mujer apagó con mucho cuidado el cigarrillo en un cenicero de cristal que le había traído la empleada. El hermano menor abrió las tijeras y se las alcanzó a su abuela a pesar de que estaban mucho más cerca de ella. La mujer cortó con decisión la punta del cigarrillo que ahora iba por la mitad, guardó lo que quedaba en la cajetilla y la puso de nuevo en su eterno saco de lana.
El corte siempre era limpio y seguro, como se imaginaba el hermano mayor que había sido el trazo del bisturí en las manos del doctor que lo circundó a los tres meses de edad. La circunsición era una de las pocas cosas que lo diferenciaba de su hermano menor junto al color de su piel. Él era moreno mientras que su hermano era blanco. Su miembro, así lo llamaba en sus largas charlas consigo mismo antes de dormir, era algo para rescatar de ese cuerpo flaco al que se le notaban las costillas. Su miembro circuncidado. Si no hubiera pasado por el quirófano lo aborrecería como le sucedía con sus codos huesudos, con sus dientes, que ahora sangraban, con su culo tabludo y el blanco de sus ojos, casi siempre veteado de venitas rojas. La circuncisión le hacía pensar que descendía de unos inmigrantes judíos escapados de Alsacia durante la Segunda guerra mundial que llegaron en barco a Puerto Colombia y después se establecieron en Bogotá, donde fundaron la fábrica de medias más grande de la ciudad. El hermano mayor había leído en un libro alquilado en la biblioteca del colegio sobre la ley judía que ordenaba que los prepucios de los niños circuncidados debían ser quemados como parte del rito. A menudo durante esos almuerzos silenciosos se preguntaba a donde había ido a parar el suyo. El pellejo se le aparecía solitario y olvidado en una caneca del hospital dirigido por monjas donde nació.
Abandonó la mesa con cuidado. Había perdido las chancletas en otro balneario de mejor cara y no quería cortarse con algún vidrio de la copa que el mesero rompió en un descuido cuando trajo el aguardiente. La mezcla de sangre y agua lo ponían nervioso. De pequeño nunca se lavaba las heridas, le gustaba taponarlas en seco con grandes cantidades de papel higiénico. Después arrancar el pegote era bastante doloroso pero lo prefería. Un trueno quebró en dos el sonido del viento. El ruido cubrió las palabras del ciclista que en ese momento dijo algo desde la piscina. No entendió. No importaba, sabía lo que quería. Tendría que sacar plata del carro para pedir la última botella de trago. Habían acordado gastarse los restos de su dinero en un pollo asado con papas saladas y dos medias botellas de aguardiente. Después no sabían qué iban a hacer. En estos meses de viajar juntos habían comenzado de la nada en varias oportunidades, quizás más de tres, pero hoy ninguno de los dos se sentía con fuerzas para pensar en una salida. O no querían. Por lo menos el tanque del carro estaba a medio llenar. A alguna parte los llevaría.
En el baño se apresuró a escoger el orinal más alejado sin que le importara caminar sobre las baldosas sucias, manchadas por el agua empozada. Quería orinar en paz. Ya se lavaría los pies en alguna de las duchas de afuera. Antes de dejar caer el chorro tibio vio entrar al padre de las gemelas que jugaban en la piscina para niños, junto al barco de cemento. El balneario había sido construido imitando una isla ocupada por piratas. En la embarcación descascarada, en la que se adivinaban los colores de los que estuvo pintada en el pasado, azul, naranja, verde, sólo quedaba en pie un mástil. El otro estaba cercenado y dejaba ver la punta de una varilla de metal oxidada que había servido de columna vertebral. El trampolín desde donde se arrojaban a los prisioneros al mar parecía estar en buen estado. La piscina para los adultos tenía en el fondo una calavera hecha con baldosas color azul cielo.
A pesar de que el hombre se hizo en la esquina opuesta, al hermano mayor le fue imposible aliviar su vejiga. Le preocupaba que la manía de no poder orinar si alguien más estaba cerca se estuviera convirtiendo en un verdadero problema con el paso del tiempo. Sintió cómo el tipo lo miraba desde su esquina, reprobándolo en silencio al sentir caer un solo chorro de orín, el suyo. Le quemaba las entrañas que pensara que había escogido el rincón más oscuro del baño para masturbarse. Sabía que la gente sospechaba de ellos. No era común ver viajar juntos a dos hombres, uno joven y el otro mayor, casi viejo, sin ningún parecido físico o seña filial que los disculpara. Al salir seguramente el tipo vigilaría a sus hijas desde la canoa café que estaba diagonal al barco. El hermano mayor recurrió a su ayuda infaltable. Sacó de la billetera la postal con las cataratas del Niágara que les envió su madre hacía ya diez años. Alrededor de los dobleces la imagen impresa había desaparecido por completo. Se acordaba que justo en el centro se podía ver un bote. Ya no estaba. Fue lo que más le gustó cuando su abuela se las entregó en el comedor. El bote y la gente en la borda, con impermeables azules. Su hermano prefería las personas aún más diminutas que se veían en un precipicio, justo al lado de las cataratas. La postal decía que Betty había viajado en esa embarcación durante el mes de octubre de 1984, un día sorpresivamente caluroso para ser otoño. En su cara había sentido las diminutas partículas acuosas que se desprendían del salto aunque se encontraba a cien metros de distancia. La descomunal caída de agua siempre le ayudaba a orinar pero esta vez el truco falló. El tipo seguía vertiendo un chorro largo como si hubiera tomado una docena de cervezas. Sabía que lo miraba por el rabillo. Entonces el hermano mayor cerró los ojos e intentó otra cosa. Pensó en acudir a otras fuentes de agua en movimiento. Pasaron rápidamente por su cabeza una potente manguera azul en las manos de Pastora, que regaba los árboles del jardín de la casa, el dibujo de una represa romana que pertenecía al tomo sobre las Grandes obras de la humanidad de su enciclopedia preferida, la foto en blanco y negro de sus abuelos navegando por el Apaporis, hasta que finalmente apareció el río crecido que se veía desde un kiosko del balnerario pirata, al que se entraba por la boca de una enorme calavera, también de cemento. De todas las construcciones del agonizante parque temático era la que se encontraba en mejor estado. Si algún día el balneario cerraba del todo y la vegetación se comía sus restos, la calavera sobreviviría triunfante. El hermano mayor se preguntó cómo se vería el cráneo desde la otra orilla de esa corriente de aguas marrón que arrastraba troncos pulidos, pedazos de botellas plásticas, ramas con hojas todavía verdes pero maltratadas y una camiseta roja. Esta vez la imagen del caudaloso río funcionó con rapidez y pudo orinar con tranquilidad.
Al abrir de nuevo los ojos se encontró solo. Fue hasta el lavamanos y se miró en el espejo. Se lavó las manos con agua, entibiada por el sol de la mañana que había calentado las tuberías. El hermano mayor no tocó la pastilla de jabón rosa coronada por un pelo negro, muy grueso, como de animal. Le sorprendió que el secador eléctrico funcionara en ese balneario ruinoso pero alguna vez importante donde habían ido a parar. Cuando regresaban del kiosko, al que fueron apenas llegaron, el ciclista le señaló una placa de piedra y dijo: -Mire, un año exacto después de que él mismo me entregara la medalla.
El señor presidente de la república Carlos Lleras Restrepo
inauguró el balneario “La isla de Morgan” a las orillas del río Cauca
el día 16 de octubre de 1966.
En agradecimiento.
Una palmera en bajo relieve acompañaba la inscripción.
Salió del baño y lo invadió el humo de una hoguera donde un empleado quemaba hojas secas desafiando el anuncio de lluvia. Recorrió un caminito franqueado por plantas con flores de colores tan intensos y olores tan pronunciados que le dieron ganas de vomitar el pollo y el aguardiente. Tendría que pedir una cerveza para asentar el estómago, se dijo. Atravesó el parqueadero donde además del Renault 18 del ciclista, se encontraba un bus pequeño, una camioneta donde supuso que viajaban el tipo, su mujer y las gemelas, y dos motos de gran cilindraje que no había visto cuando llegaron antes de mediodía. Al caminar sentía un extraño placer cuando alguna piedrecilla afilada se clavaba en sus pies. Abrió el carro y salió un vapor menos caliente de lo esperado. El ciclista había tenido la precaución de parquear debajo de un almendro. Revisó si la cámara Video8 aún estaba envuelta en una toalla, recogió un paquete de papas fritas que estaba en el suelo, se lo metió al bolsillo de la pantaloneta y abrió la guantera para buscar la plata. La guardaban en un sobre y el sobre lo metían en una antigua libreta vinotinto donde el ciclista tenía copiados los teléfonos de todas las personas que significaban algo para él. Se sentó y se puso a hojearla. Ya la había revisado muchas veces. El ciclista lo sabía y no le importaba. Quedaban muy pocas cosas que esconderle después de viajar casi un año juntos. Miró las diferentes letras y números, las tintas, negra, azul, verde. Algunos teléfonos copiados a lápiz apenas si se podían leer. Su caligrafía era tan variable como su temperamento. Le gustaba la letra que tenía por los años en que fue campeón, soberbia, libre de temblores. Al final de la página marcada con la letra H estaba el teléfono de su casa y el nombre de soltera de su abuela, Rosa Hurtado. Se preguntó si los dos habrían hablado alguna vez mientras los hermanos vivían con ella. La abuela casi no usaba el teléfono negro que estaba en una mesita del segundo piso de la casa. Nunca había querido instalar un aparato en su habitación. Algunas noches, sobre todo durante el primer año de haberse mudado con ella, los hermanos se despertaban con el sonido del viejo aparato que gritaba por ser contestado. Nadie acudía. La empleada se iba a la cama a las siete de la noche y la abuela, a pesar de dormirse muy tarde, no abandonaba su cuarto después de las diez. Ellos tampoco usaban mucho el teléfono. Empezaron a hacerlo cuando tenían que cancelar las clases de guitarra que les empezó a dictar Nelson.
Unos goterones que se estrellaron contra el vidrio panorámico del carro lo llamaron al orden. Esa mañana había despertado con un estado de ánimo opaco. Sacó del sobre los dos últimos billetes de cinco mil que les quedaban. Le dio pereza abrir la billetera y meterlos junto a la postal de las cataratas del Niágara. Se los metió rápidamente en el mismo bolsillo del paquete de papas y cerró el carro. El aguacero no se decidía a arrancar. El cielo estaba mitad nublado, mitad resplandeciente. Los espaciados goterones sacudían con violencia las flores. Se alegró. Ojalá las acabaran. Regresó a la mesa, puso la billetera debajo de la camisa y se sirvió el último aguardiente tibio antes de pedir la botella final. Las náuseas habían desaparecido y podía seguir con el trago fuerte. Lo necesitaba. La muela le palpitaba sin descanso en las cavernas de su boca. Miró hacia la piscina y no encontró al ciclista. Le pareció raro. Sabía que le gustaba estar metido en la piscina mientras llovía. Era uno de los tantos placeres marcados con su nombre de los que disfrutaba. Tampoco estaba en las duchas del fondo, ni sentado en las sillas blancas de plástico debajo de los guayacanes. De un año para acá el hermano mayor reconocía por lo menos dos docenas de árboles diferentes. Se sentó a esperarlo, debía estar en el baño o fue a pedir la otra media botella por su cuenta. El viento volcó una de las sillas y la arrastró hasta donde terminaba el pasto. Se dio cuenta de que las gemelas y sus padres tampoco estaban por ningún lado. No había nadie. Estaba solo. El hermano mayor se quedó mirando la calavera en el fondo de la piscina.
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Datos vitales
Andrés Felipe Solano (Bogotá, 1977) estudió Literatura en la Universidad de los Andes donde se graduó con una tesis sobre el escritor norteamericano Raymond Carver titulada ¿Has estado bebiendo? Trabajó como periodista de la revista Cromos y fue editor de crónicas de la revista SoHo. Sus artículos y crónicas han aparecido en importantes publicaciones como Gatopardo, Rolling Stone, Arcadia, Semana – libros, El Espectador y Rio Grande Review. Sálvame, Joe Louis es su primera novela.