Nueva narrativa colombiana No. 9: Melba Escobar

Melba EscobarEn el marco del dossier Nueva narrativa colombiana, preparado por Federico Díaz Granados, presentamos un cuento de Melba Escobar (Cali, 1976). Estudió guión en la Universidad Autónoma de Barcelona. En 2004, ganó la Beca Nacional de Creación con el proyecto Bogotá Sueña, la ciudad por lo niños (Icono, 2007). Duermevela es su primera novela

 

 

 

Suerte

 

Cada vez que llego a casa, cierro la puerta con rabia pero yo me quedo afuera. Me quedo afuera con los gamines, afuera con los pitos, el frío, la cerveza, los basuqueros, las ratas, las palomas y los estudiantes. Afuera mis sueños son fértiles como la roca, como la caca que adorna las calles del centro. Afuera se mezclan con otros sueños, rostros sin nombre que forman una nube espesa, casi como un aura que llevamos todos sobre la cabeza y que a ratitos llueve y nos moja la cara.

 

Al cerrar la puerta siento el abismo al que conducen los sueños, lo lejos que suelo estar de casa, lo mucho que he comido, lo poco que he leído, lo lento que gira el mundo de este lado de mi corazón y lo sola que estoy al haber rechazado la compañía de mi soledad. Me asomo a la ventana, me veo sentada afuera, en una banca del parque y me pregunto si tendré frío. Al cerrar la puerta olvido que allá no siento frío, que las impredecibles estaciones de la ciudad no gobiernan mi espíritu, que los paraguas sólo me sirven cuando estoy adentro. Entonces ocurre que mi espíritu, envainado en la estación más lluviosa, siente los achaques del cuerpo como si fuera viejo y me quedo en casa esperando a que pase. De vez en cuando me asomo a la ventana y veo que sigo ahí deambulando por el parque con unas piernas largas, las manos en los bolsillos y un gesto altanero en la boca. Me pregunto a dónde voy en las noches cuando me desvelan las pulgas que se han tomado mi cama y todos los perros de la ciudad ladrando al tiempo. Me imagino acurrucada en la bóveda celeste masticando despacio los melocotones de la inmortalidad, o en medio de un baile a la luz de la luna rodeada de aborígenes y entendiendo cualquier cosa que yo seguro no entiendo. Los días comienzan a sobreponerse unos a otros como las hojas de un libro largo y predecible. Poco a poco nuestros encuentros se van reduciendo. Entonces, una mañana cualquiera, cuando las lluvias han cesado, me encuentro caminando por la Avenida 19 hacia Guadalupe y me veo pasar; pero no me reconozco de inmediato, sigo mis pisadas arrastrada por una inercia, hasta ahora desconocida, que me lleva al parque, a las palomas, a la bóveda, a la banca de siempre en donde me siento y me miro en sus ojos y veo que ya no somos la misma. Y ya no somos la misma porque usted lleva puestas unas mallas rotas de rayas verdes con negro y una chaqueta de cuero con flecos, botas de matador y una mirada atenta y perdida de quien todo lo entiende pero ya no le importa. Me siento a su lado pero usted no me ve, quizá porque me he vuelto opaca. Entonces un aborigen se le acerca con el pelo muy largo y juntos se ponen a fumar y a reír. Al volver a casa me asomo a la ventana y veo que está feliz. Desde aquí envidio su cara mientras negocia un paquete de risas, mientras nuestro asfalto se va convirtiendo en su edén transitorio. Desde aquí envidio las puertas abiertas que va dejando a su paso, los miedos que va perdiendo a medida que yo los gano. Cierro los ojos y la veo bailar alrededor del fuego, descalza y risueña. Dos hombres tocan el tambor y el aire huele a té, a naranjas, a otro tiempo. Me voy quedando dormida sobre un libro abierto.

 

Poco a poco me voy acostumbrando a las manías de este nuevo ángel que me dice por donde pisar. Hace seis meses, solo unos días antes del final de curso, la vi pasar por la Calle del Despeño. Llevaba una mirada turbia y unas ojeras inmensas, la boca en una mueca huraña. Pasaron varios meses y aunque usted se colaba en mis sueños se iba convirtiendo en un fantasma. Ahora todo está por terminar. Cuando termine volveré a mi ciudad y usted se convertirá en un recuerdo o quizá no llegue a eso.

 

 Una mañana me levanté, había estado leyendo y salí un poco tarde a la Universidad. Estaba atravesando el parque cuando usted se me acercó. Me costó mucho trabajo reconocerla. Cuando comenzó a hablar entendí que era la primera vez que le oía la voz. La cabeza rapada. La nariz quebrada. El rostro demacrado. Las botas manchadas de barro y sangre. Siempre había querido hablar con usted. Hubiéramos subido juntas. Le hubiera prendido el calentador para que se bañara con agua hirviendo, seguro que a usted le gusta el agua que quema igual que a mí. También le hubiera prestado un pantalón que le gustara, y una blusa recién planchada. Le hubiera preparado una ensalada de frutas con yogurt y cereales, hubiera prendido la cafetera y hubiéramos podido fumarnos un cigarrillo, oír un poco de música, algo que nos gustara a las dos, podría ser Leonard Cohen, quizá no lo haya oído pero yo ya sabía cómo le iba a gustar. Entonces le hubiera confesado que la conozco desde el primer día, desde el día en que todo empezó.

 

Le hubiera presentado a mi gato, la hubiera escuchado, me hubiera quitado los zapatos para tratar de recordar. Pero entonces vi su mano huesuda con el índice extendido para mostrarme algo, la mancha de sangre seca en el suéter raído, el hilito de voz, agitada y débil, amenazaba con romperse en cualquier momento. Con un movimiento enérgico la empujé y me alejé de ahí tan pronto como pude.

 

Desde la distancia le desee suerte, y aunque creo que no me oyó, aún hoy se la sigo deseando.

 

 

Datos vitales

Melba Escobar (Cali, 1976) estudió literatura en la Universidad de los Andes. Hizo una maestría en Escritura de Guión para Cine y Televisión en la Universidad Autónoma de Barcelona. En 2004, ganó la Beca Nacional de Creación con el proyecto Bogotá Sueña, la ciudad por lo niños (Icono, 2007). Duermevela es su primera novela

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