En el marco de la serie “Los mejores cuentos mexicanos del siglo XX”, preparada por Mario Calderón, presentamos un cuento de Severino Salazar (1947-2005). Es autor de Donde deben de estar las catedrales, 1984, (Premio Juan Rulfo para Primera Novela); El mundo es un lugar extraño, 1989; Desiertos intactos, 1990; Tres noveletas de amor imposible; además de Las aguas derramadas y Cuentos de Navidad.
Tepetongo en la azotea
A Ociel Flores
Los guajolotes –que en mi pueblo nombramos cóconos- ya no eran negocio. No ganaba para nosotros, menos para darles de comer a ellos. Nomás ya no costeaba. La mujer muele y muele con que vámonos a México, allá quien quita y levantamos cabeza de una vez. Y ahí me tienen mal vendiendo lo poco de lo que éramos dueños para venirnos a la ciudad. Al principio –pese a que Dios nos socorrió sólo con dos chamacos para que nos ayudaran– batallamos para acomodarnos, luego, encontramos un lugarcito.
Después de estar viviendo todos amontonados por algunos meses en un cuarto redondo allá por el rumbo de Santa Clara, y yo trabajando de machetero en un camión repartidor de gas, gracias a Dios que me hallé este trabajo un poco más descansado.
Fue por pura chiripada que pasé caminando frente al edificio. Se veía tan bonito desde afuera, y salía ese frescor como de sus entrañas de piedra bien pulida, en comparación con el calorón que se levantaba de las banquetas y del pavimento de medio día. Y así, nada más porque sí, Dios me metió en la cabeza que entrara a preguntar si por casualidad no necesitaban un barrendero o un velador; pues yo ya no estaba en edad ni en fuerzas para andar subiendo tanques de gas a las azoteas, ya me temblaban las piernas y se me doblaban las corvas a cada rato. No me canso de darle gracias a Dios que me quitó la vergüenza y me animé a entrar al edificio aquel día por primera vez. Al que le apura, le apura. Ya ni podía dormir bien en la noche de tan cansado que me soltaban de ese trabajo. Me ponía a pensar: así no voy a rendir mucho, más que pronto me voy a acabar.
Quiso Dios que me dijeran que sí necesitaban gente. Al otro día empecé muy temprano, a las siete, mi entrenamiento para barres, trapear, encerar los corredores y darles brasso a las molduras de cobre de los elevadores, a los ceniceros de las esquinas, a los maceteros y a los letreros de los directorios. Me dieron mi uniforme azul con mi cachucha también azul y así dio comienzo el cuento de nunca acabar: limpie y limpie los pasillos de los quince pisos, sin parar, para arriba y para abajo todo el santo día de Dios; y aunque no se empuerquen, va y viene el trapeador sobre el suelo de mármol limpio. Que siempre estén como un espejo, decía el administrador. Que la gente se refleje en los pisos.
Bien que me cuadraba ese trabajo. Es fácil, uno no se cansa ni suda, además de que siempre tenía que estar aseado, presentable, como decía el administrador, que Dios lo tenga con bien donde se encuentre. Es muy fácil mantener los pisos y las paredes hechos de mármol rojo y verde, como éstos, siempre pulidos, rechinando de limpios. Además que son bien frescos y disimulan la mugre, que por otro lado no dejábamos que se juntara ninguna mugre que disimular.
El administrador me tuvo buena voluntad desde el principio, o más bien yo me lo supe ganar: llegaba bien temprano y no dejaba que mi trabajo le diera motivos de quejas que me pudiera echar en cara, y claro que sin parecer barbero ni arrastrado. Como me volví más atento –me di cuenta que eso se pega- en medio de tantas personas tan decentes que entraban y salían de sus negocios en el edificio todo el día, pronto me conocieron y conocí también a los que trabajaban en las oficinas de los despachos. Que ingenieros, que abogados, que doctores, que contadores y un mundo de secretarias y mensajeros. Todos me saludaban muy atentos, y pronto me empezaron a llamar por mi nombre. Cuánta amabilidad, qué diferencia a lo que uno está acostumbrado. Que don José para acá, que don José para allá. Que ya en la tarde algunos, los que no podían salir a comer, me decían: váyase por unas tortas, tráiganos unas limonadas y de paso a mí unos cigarros. Y cómprese lo que quiera, don José.
Al mismo tiempo uno de los elevadoristas me enseñó a perderle el miedo y a manejar el elevador y a contestar el teléfono que teníamos a un lado. Uno llega a esos lugares bien tapado, hay que reconocerlo sin pena. La campanita que sonaba cuando se prendía el foco y se abría la puerta se volvió como música para mis oídos. Pronto aprendí a calcular en qué piso sonaba cuando yo estaba en la planta baja, o hasta arriba; sabía a qué distancia de mí se encontraba, en qué piso se hallaba parado o entre cuál y cuál iba, subiendo o bajando. Subiendo o bajando yo recorría el edificio todos los días a todas horas, conocía todos sus rincones, veía a la ciudad desde casi todas sus ventanas, desde todos lados. Lo aprendí a conocer como si fuera mi propio cuerpo. Cuando ese cristiano se fue, luego lueguito yo le pedí al administrador ese nuevo trabajo y me lo dio sin chistar. Así fu como yo me convertí en el elevadorista y mi hijo mayor –que antes andaba repartiendo garrafones de agua purificada- se encargó de mi trabajo. Más adelante yo le enseñé a él la cosa del elevador.
La azotea era el lugar más bonito del edificio. En medio había una casita vacía y una bodega rodeada por un patio bardeado desde donde se veía el cielo más cerquitas, y a los lados a toda la ciudad no se le alcazaba a ver el fin. De vez en cuando me escapaba por un rato por allá; para pasarme una buena hora pensando y mirando hacia abajo: las gentes parecían hormigas y los coches de juguete. El edificio era como una pirámide de tres partes. Cada cinco pisos se hacía más angosto, hasta que terminaba aquí en la azotea, vacía, según yo, desperdiciando tanto espacio. Comparado con nuestro cuarto redondo de Santa Clara. Unos con tanto espacio y otros sin nada, pensaba yo.
No entendí que pasó de pronto, pero cambiaron las cosas para bien y, sin proponérmelo, yo salí beneficiado. Porque se murió el verdadero dueño del edificio –que además nunca conocí- y su hijo –que sí conocía, porque era el patrón de una oficina de abogados que abarcaba el piso siete y que era muy buena gente- se deshizo del viejo administrador, que por otro lado era muy dedicado y gracias a él yo sabía hacer lo que sabía, todo funcionaba en orden, sin tacha, lo que sea de cada quien. El caso es que dijo que de ahora en adelante él solamente iba a ser el administrador del edificio que le había dejado su padre. Que de ahora en adelante se iban a hacer los asuntos a su modo.
Y me dijo que desde ese momento yo era el jefe de los de limpieza, de los de mantenimiento, de los de los elevadores y que iba a estar viendo quién entraba y quién salía de su edificio, que también era mío, me dijo –claro nomás de dicho-, que íbamos a hace las cosas los dos juntos. Él sabía con quién estaba tratando: yo era bien dedicado y luchón porque siempre me ha gustado hacer y servir. Y de dio la llave de los cuartos de atrás de los elevadores donde antes asistía el viejo administrador, donde estaban las llaves de todas las dependencias de la administración. Así empezó lo principal.
Ese hijo, o el nuevo dueño, también me advirtió que las cosas seguían como antes de cualquier modo. Yo despachaba directamente con él a los que tenían que arreglar cualquier asunto que tuviera qué ver con el edificio. Pues a cada rato venían a retratar los pasillos o la entrada, que para revistas, que para anuncios; y hasta pedazos de películas y telenovelas las venían a hacer aquí. Claro, pagando su buen dinero. Porque aunque es un edificio viejo, como creo que ya lo dije, es de los que ya no se construyen hasta sus elevadores son de puro fierro macizo y bien adornado. Mi trabajo era que todo estuviera impecable siempre. Yo me esmeraba más y más. Era a todo dar estar viviendo en un lugar tan bonito: como adentro de un alhajero. Y como que uno sentía que debe portarse diferente.
El nuevo dueño también tenía un hermano ahí en el edificio, que se parecía a él, nada más que éste, que era ingeniero, estaba gordo, pero lo que se dice gordote. Sus oficinas –hileras y más hileras de restiradores y cajas llenas de rollos de papel- ocupaban el último piso completo. Era un hombre bonachón que contaba chistes; cada vez que me encontraba me decía: ¿ya se sabe éste, don? Y me contaba una charra nueva, a veces bien colorada, sin importarle quién nos estuviera oyendo. No se metía con nadie; eso sí, dejaba que su hermano hiciera las cosas a su modo. Era bien tragón, parecía tener un hambre sin llenadero. Siempre estaba encargando comida de la calle, todo se le antojaba: le llegaba el olor de lo que la mujer preparaba en la cocina de la azotea y le decía: tráigame una torta de lo que hizo de comer hoy, doña. Y la mujer se la llevaba; todo se comía, a nada le hacía el feo. Pero esto vino después, me estoy adelantando.
Fue entonces que me armé de valor para ir a hablarle una tarde en que se hallaba solo en su oficina. Yo siempre he pensado que muchos asuntos no se hacen porque la gente no sabe hablar a tiempo. O porque nos da miedo o porque de plano no sabemos decir las cosas por su nombre. Y yo, a Dios gracias, siempre me las he arreglado para hacerle la lucha, para que por mí no quede la cosa. Le dije que la casita de la azotea estaba desaprovechada, que yo podía vivir ahí con mi familia, que al fin y al cabo ya casi todos trabajábamos con él (a mi otro hijo, el chico, pronto lo acomodé también como ayuda del electricista). Así la familia enterita podía hacerla de velador y de cuanto se ofreciera las veinticuatro horas del día. Nuestras vidas completas adentro de la vida del mismo edificio ¿Qué más queríamos él y yo?
La siguiente semana a medianoche acarreamos nuestras pocas pertenencias y las acomodamos en la casita de la azotea. Cuando la mujer llegó por primera vez al edificio –pues ella no lo conocía muy bien por dentro, desde hacía mucho yo se lo había enseñado por fuera de lejos solamente- al meterla al elevador para llegar a lo que se iba a ser nuestro nuevo domicilio, dijo: este edificio nos va a tragar. Y se la pasó diciendo lo mismo; la asistía la razón, ya que duraba muchos días en que no dejaba la azotea hace y hace su propio quehacer, que lavándonos la ropa, que haciéndonos de comer, que ayudándonos un poco con los pisos de arriba. Mis hijos y yo le comprábamos y le subíamos el mandado y lo que necesitara.
Allá arriba pegaba el sol bien fuerte durante el día, y en la noche hacía un airazo que nos volaba las cachuchas del uniforme de elevadorista o nos pegaba con violencia la ropa al pellejo. Ahora que lo veía bien, era un lugar enorme y el vacío como que nos hacía un hueco adentro de nosotros mismos. La mujer se las ingenió para irlo llenando poco a poco. Primero le dio por poner unos tendederos en una esquina. Pero el espacio era grandote, una verdadera bendición de la providencia. Tráiganse las macetas que estén por ahí arrumbadas, que nadie les haga caso, que desechen de las oficinas, dijo la mujer, tenemos campo para sembrarlas, para tener algo verde donde descansen los ojos, algo verde cerca de nosotros, al fin y al cabo que serán prestadas. Y así lo hicimos, en menos de un mes ya tenía una hilera de macetas con plantas de muchas clases, que le daban la vuelta a la casita y a la bodega, que se había robado de aquí abajo, de la Alameda. Los domingos cuando ella y yo salíamos ya de tarde a misa, ya de vuelta al edificio, cuidándose de que nadie la viera, cortaba de aquí, arrancaba de allá, desenterraba de acullá las plantitas que le gustaban y las envolvía en su rebozo, como si cargara a un niño tiernito o muy enfermo y delicado.
La mujer transformó ese lugar tan inhóspito y desértico en un espacio más amable: daba gusto y descanso estar dentro de sus límites. Barría y regaba todos los días, creo que pronto le agarró mucho cariño a esa azotea. Es lo bueno de las mujeres, digo yo, que pronto cambian para bien cualquier lugar. Donde una mujer permanezca más de un día, lo vuelve un nido agradable. ¿Y qué estoy diciendo? ¿O no será una trampa, más bien? ¿Las mujeres son constructoras de trampas? Estar ahí era como estar en otro mundo. Porque cuando de la azotea bajábamos al edificio, uno sentía que se iba sambutiendo en un universo de otro tiempo, de un tiempo tan diferente al de aquí arriba, de ruidos tan diversos, olores, temperaturas, el zumbido de hombres y máquinas de escribir trabajando, teléfonos, ráfagas de música de radio dentro de sus oficinas, pisadas fuertes o de tacón alto que se acercan o se alejan sobre los pisos de mármol; y los elevadores que subían y bajaban por las tripas del edificio, lo hacían cimbrarse muy apenitas, dándole circulación, como si fuera un animal vivo. Y el ruido del tráfico de la avenida se metía por la boca de la entrada cuando las puertas de vidrio y fierro se abrían de par en par.
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Como a la mujer le gustaba que fuéramos los domingos al mercado de Sonora, nada más a ver -¿pos a qué más?- ahí se le ocurrió un día que gastáramos en dos huevos de guajolote. Pero para qué quieres eso mujer, le dije, si saben igual que los de gallina y éstos son más caros. Y ella, que no puede olvidarse del rancho, que todas las noches me dice que lo sueña, solamente me dijo: yo los quiero; y no preguntes. Y ahí mismo y en ese instante lo decidió: se los echó al seno, se los acomodó entre los pechos para darles su propio calor. Y se puso culeca. Y todo ese tiempo durmió sentada en un rincón del cuarto, se apuntalaba con costales rellenos de trapos viejos, colchonetas y almohadones para no irse de lado y que los fuera a aplastar. Ponía tanto cuidado como si de veras estuviera preñada. Ponía tanto empeño como si se fuera a tratar de sus propios hijos. Así y todo seguía haciendo su quehacer, sólo que ahora con mucha prudencia y bien arropada, como si en verdad estuviera enferma. Hasta que después de un mes o algo así, le nacieron. Una mañana, mucho antes de levantarnos, oí por primera vez el pío pío pío. Ella ya les tenía preparados pocillos con agua y maíz machacado. Me los imaginé tan tiernitos saliéndole de las meras chiches.
Y así fue como empezamos, por ella, a querer recuperar lo que habíamos perdido. Lo que en realidad habíamos dejado por nuestra propia cuenta y voluntad. Nadie nos corrió de nuestra tierra. Tampoco hay que culpar a nadie de lo que nosotros mismos decidimos. De lo perdido, lo que aparezca, pensaba yo.
Al principio, siempre y hasta ahora, no estuve del todo de acuerdo, pero que podía yo hacer contra la terquedad de la mujer y de los hijos. Ellos terminan por mandar en uno. Ellos decían que estaba bien lo que ella decía y proponía, que a nadie le hacíamos mal alguno. Que antes al contrario. Cómo va uno a saber las consecuencias, si no anda con el profeta en ancas, como decía mi propio padre.
A mí apenas me daba tiempo para vérmelas con plomeros, electricistas, gaseros, el mantenimiento de los elevadores, la luz, la limpieza de los baños, los pasillos, las escaleras. Me agarraba una oreja y no me alcanzaba la otra. Y no es que yo hiciera gran cosa, pero tenía que estar al pendiente de todo. Un edificio es como el cuerpo de un caballo viejo, cuando no se enferma de una pata, es de una oreja, por ejemplo. Yo nomás les decía a la mujer y a los hijos, sí, sí, está bien, hagan lo que quieran. Siempre se salían con la suya. Con lo atareado que andaba caía medio muerto en las noches. Ni soñaba de lo cansado que quedaba. Ellos también tenían su quehacer: antes de que llagara la gente a sus oficinas, bien temprano, la mujer hacía los cinco pisos de arriba, uno de los hijos, los de en medio y, el otro, los de hasta abajo, junto con los baños y escaleras. Y lo bueno era que podía confiar en la mujer y los hijos. Estaba seguro de que ellos y su trabajo no darían motivos de queja. De todos modos, de día yo andaba como dormido por tanto trabajo y responsabilidad, por eso los dejaba que hicieran lo que quisieran en la azotea. Allí nadie nos revisaba nada. A medias me daba cuenta de lo que pasaba, en fin que allá nadie subía, me consolaba yo.
Lo primero que a la mujer se le ocurrió fue poner un corral para los dos guajolotes en el norte de la azotea. Luego dijo que los animalitos necesitaban ramas de un árbol para dormir o para recorrerlas durante el día, y convenció a los muchachos para que se robaran la ramota pelona de un árbol, pus en esos días andaban podando los árboles de la alameda de enfrente. No me di cuenta ni cómo la subieron. Y ni los pude reprender a tiempo, porque cuando la vi ya la tenían arriba y bien afianzada de una pared. Lo único que pude hacer fue mover la cabeza con disgusto, pero a ellos ni fuerza les hizo.
Para entonces, la mujer ya tenía una hilera de cajones de madera con bolsas de plástico llenas de tierra, de donde salían los primeros brotes de cebollas, zanahorias, jitomates, repollos, cilantro, yerbabuena y hasta cañas de maíz en unos. Cada caja era una parcela. Y lo que sea de cada quien, yo sentía aquí adentro muy bonito al ver nacer y crecer esas yerbitas. La mujer decía con tanto gusto cosas como: me pasé toda la tarde en la huerta; o muy temprano voy a barrer el corral, que yo creía que se estaba volviendo medio fuera de sí por ese nuevo entusiasmo. Con su mente estaba en otros lugares.
Duró como dos o tres días con unos huesos de durazno en la boca, que dizque humedeciéndolos y calentándolos, para que brotaran, más pronto cuando los sembrara en la tierra de un bote de hojalata. Lo mismo hizo con unas semillas de mandarina.
La azotea se iba transformando. Cuando yo entraba sentía que entraba a un lugar diferente: las plantas y los animales, al crecer aunque fuera sólo un pedacito, como que ocupaban más lugar, nos llenaban más los ojos y un huequito de aquí dentro. Se sentía menos vacío el lugar y la ciudad entera.
Pero los problemas nos empezaron a llover, o más bien a subir desde abajo. Cuando comenzó la temporada de lluvias, el hermano del dueño, el ingeniero, me dijo que revisara las coladeras y tuberías de la azota, ya que había filtraciones en sus techos, porque sus oficinas estaban inmediatamente debajo de nosotros. Así lo hice y se lo dije: todo estaba en regla, fluía muy bien, no había retenciones. Un mes después me llevó casi de la mano a revisar los techos de sus oficinas, para que viera con mis propios ojos la humedad que seguía escurriendo. Nomás me estaba tanteando. No nos hagamos tontos, me dijo, te voy a dar un consejo gratis: si tu mujer quiere tener sus plantitas en sus macetas, está en su derecho, pero ésta es la forma de tenerlas en una azotea: primero pon unos tabiques en el suelo, y luego unas tablas sobre éstos y sobre las tablas las macetas. Así circula el aire, no acumulas humedad. Tienen derecho a tener sus macetitas, ¿por qué no? Y no es regaño, tómalo como un consejo. Ándale. Y así lo hicimos. Antes de que se le ocurriera subir a la azotea.
Y unos días después, el dueño me mandó llamar muy temprano. Me dijo que cuando venía llegando vio desde legos que de la azotea se asomaban las ramas de un árbol. ¿Que qué significaba eso? Le contesté que sí. No sabía que más decirle. ¿Qué, no pueden subir la leña ya cortada?, me preguntó. Hay el peligro que se venga abajo con el aire y cause un accidente. Cambia ese viejo calentador por uno de gas. Encárgalo a la de ya, y que te lo instale el plomero. Di un respiro de alivio. Subí alarmado a contarle a la mujer. En la noche amarraron la rama a las paredes de la casita. Y uno de los muchachos se fue por toda la avenida para ver si ya no se veían las puntas de las ramas. Por fin, por más que uno se retira del edificio, ya no sobresalía ningún leño. Nuestros guajolotes podían seguir creciendo allí.
Pero yo no sé cómo le hicimos, y con qué razones me envolvieron para que yo consintiera entrar en sus planes, porque ya dije que yo andaba como dormido de tanto trabajo, y más con tanta obligación y responsabilidad y decía sí, sí, a esto y aquello, lo que me proponían la mujer y los hijos. Yo ni oía bien. Iba yo por el edificio como si trajera un enjambre de moscos en mi cabeza. Pero como habían empezado las aguas, la mujer, con lo que guardaba de su propio sueldo, ya tenía apalabrada una vaca recién parida en un establo de Santa Clara. Los muchachos se fueron por ella en la noche; se la trajeron arreando y a buen paso desde allá. Uno de ellos cargo al becerrito en la madrugada a las puertas del edificio. Y empezó la apuración para subirla a la azotea a escondidas. Sobra decir por qué en la madrugada y a escondidas. A esas horas nadie estaba en el edificio, solamente el velador –que era el mayor de mis hijos-, mi mujer y yo y mi otro hijo.
Primero los metimos al vestíbulo y cerramos la puerta. La pobre vaca estaba espantada. Pero la teníamos bien lazada de los cuernos, del pescuezo y de las patas delanteras entre mis dos hijos y yo. La metimos a tirones y empujones. El becerrito estaba muy chiquito y correteaba de un lado para el otro como loco, se veía muy curiosillo, resbalándose en el mármol como divertido y como asustado, quién sabe, pues hasta le dio un chorrillo repentino y aventó unos chisquetes por el piso y las paredes. La mujer lo cargó y lo subió por el elevador a la azotea. Luego bajó a ayudarnos con la vaca, que queríamos subir por las escaleras. Uno estiraba y dos la empujábamos por las nalgas con todas nuestras fuerzas. Hicimos un ralladero en el piso con sus pezuñas, que me empezó a dar preocupación y solamente alcanzamos a subirla un piso; las escaleras le daban miedo, se resbalaba, y se abría de patas tanto que creíamos que se nos iba a desguanguilar.
Después le amarramos las cuatro patas en un solo nudo y tratamos de jalarla y subirla escalón por escalón arrastrándola, pero no pudimos, estaba bien pesadota y daba unos bramidos tan tristes, que retumbaban por el edificio como si el animal trajera una bocina, que me llenaban de miedo. Le hicimos un bozal para que no pudiera abrir la boca y bramara. Y luego daba unos resoplidos como si la estuviéramos ahogando. Para eso ya había hecho un cagadero, la pobre, de tan asustada que estaba. Mi hijo mayor dijo que la amarráramos más, hasta dejarla sosegada y la hiciéramos casi bola y la metiéramos al elevador. Y resultó. Bien amarrada, como si fuera un bultote de carne, la logramos meter a uno de los elevadores y nos la llevamos hasta arriba de un jalón. De ahí a la azotea nos costó otra hora de trabajos, pues la desatamos y la subimos a la pobre a punta de empujones y chicotazos.
Como a las cinco de la mañana todavía andábamos atareados limpiando el edificio y desinfectando y perfumando el elevador y los pasillos para no dejar rastro. Pulimos con mucho esmero los pisos, y aun así muy temprano me llamó el dueño –que en todo estaba, nada se le pasaba- a su despacho para preguntarme por qué había unos rayones en el piso del vestíbulo. Le dije con mucha sangre fría que los hicieron los que habían venido a hacer la película el otro día. Me dijo enojado que por qué no le avisé a tiempo. No supe qué contestarle. Y me ordenó que llamara inmediatamente a la agencia de los pulidores de pisos y que lo arreglaran.
Y esa tarde, cuando subí a descansar, la mujer ya le había hecho a la vaca un tejabán de palos, bolsas de plástico y cartones de cajas –que sacaba de la basura de los despachos- para protegerla de sol. En la noche cenamos calostros con piloncillo.
En el mercado de San Juan empezó a comprar manojos de alfalfa, que dejaba encargados con su amiga la vendedora de periódicos de la esquina, y los iba a recoger ya de noche, cuando se quedaba vacío el edificio. O cuando los jardineros de la Alameda podaban el pasto, ella iba a llenar sus costales gratis. Lo ponía a secar y lo guardaba. Le duraba mucho tiempo ese forraje.
Un día en la mañana llegó un remolino que levantó las hojas secas, la paja, las plumas y demás basura, y el piso de la azotea se quedó como barrido. Yo estaba hasta abajo y salí a la calle a mirar cómo se derramaba todo aquel basurero por los cuatro lados del edificio. Gracias a Dios que en esos momentos no se encontraba ni el dueño ni su hermano ahí, y pronto pasó el remolino y se asentó la tierra y el polvo y la basura, si no se nos hubiera caído la puerta en ese mismísimo momento.
Luego, una noche, la mujer y uno de los hijos llegaron de por el rumbo de Contreras con un enjambre en una caja adentro de un costal. Ahora sí me enojé y les dije: ya basta y sobra para tanto. La mujer me dijo que no tenía por qué enojarme, si se trataba de algo tan insignificante, que no ocupaba mucho campo, y que además esos animalitos iban a andar por el aire y se iban a pasar acarreando miel de las flores de la Alameda; solamente iban a venir a dormir, que en qué me molestaban a mí o a nade. Que cuando me estuviera comiendo las primeras mieles ya ni me iba a acordar de este mal rato. El cajón del enjambre lo acomodó entre las cajas que contenían las plantas que ya estaban bien crecidas y dando sus frutos.
La mente de la mujer era como la panza de un guajolote, que no tiene llenadero. Esos animalitos pueden comer y comer hasta reventarse, sus buche son conocen el límite. Y ella igual, nomás urdiendo ideas, nada era suficiente, con nada estaba satisfecha. Por eso yo a cada rato le decía que en la cabeza tenía un buche de cócono.
Luego dijo: se desperdicia mucha comida y Dios nos puede castigar; nos hace falta un cochinito para que se coma todos los desperdicios. Entonces no dije nada, que viniera lo que viniera, para qué iba a gastar saliva con una mujer y unos hijos que no entendían de razones. Total, cuando se nos cayera la puerta todos juntos íbamos a salir perjudicados y fuera del edificio, y si ellos no entendían eso o no lo querían entender, pues que se atuvieran a las consecuencias. Me imaginaba que el dueño me iba a decir: ¿Qué has hecho del lugar que les encargué? Y yo qué iba a contestar, si el hijo mayor era como su madre, le salían ideas y sentimientos desconocidos, que me daban miedo, porque siempre se salían con la suya. En cambio el menor era más callado, creo que como yo, adonde lo llevara la vida estaba bien, como los guajolotes: allí donde caían estaba bien.
La mujer le hizo una cama de hojas secas y de zacate viejo a la vaca. Y esperaba que se secaran sus majadas para usarlas como abono para las plantas, que seguían crece y crece.
El cochinito llegó una madrugada en una caja de madera. Más bien dos cochinitos. Para entonces los guajolotes ya estaban grandes. Ya hasta habían tenido más guajolotitos. Creo que a los primeritos, para entonces, ya hasta nos lo habíamos comido en mole. El mismo hermano del dueño, el gordote, se había despachado una buena pierna cubierta de mole verde con arroz, que mi esposa le llevó a su oficina. Teníamos hasta cinco gallinas ponedoras y un gallo blanco, con una cresta roja como una corona de carne que se le tambaleaba sobre la cabeza una vez que se movía.
En las mañanas se sentía bien fresco aquí arriba, el gallo nos despertaba, y hasta los pájaros de la Alameda venían a cantar entre las plantas de la mujer. La vaca mugía y el pío pío de los cóconos nos hacía sentir bien a gusto antes de bajar a trabajar tan temprano.
Una noche el hermano del dueño se quedó trabajando hasta la madrugada. Al siguiente día en la tarde me dijo: oye ¿es cierto lo que oí? Un gallo cantando en la azotea esta madrugada. Le contesté que yo también lo había oído, que posiblemente había gallos en las vecindades de Santaveracruz.
Y poco después me dijo: ¿Por qué se oyen tantos pasos en la azotea? ¿Pues qué tanto hacen allá arriba? ¿O qué tanto acomodan y clavan? ¿Qué tanto arrastran? Voy a subir a inspeccionar un día de éstos. Y me miraba como si me estuviera semblanteando. Cuando usted quiera, está en todo su derecho, le contesté con muchos huevos. Y me retiré de él sin saber qué más decir. Se lo conté a la mujer tal y como me lo dijo el hermano del dueño. Ella tomó providencias inmediatas: a la vaca, al becerro y a los marranos les envolvió con garras viejas las pezuñas, para que se amortiguaran las pisadas y no se oyeran en los techos d las oficinas del hermano del dueño. También les puso un bozal que les quitaba solamente en las noches cuando sabía que el gordote se había ido. Comían de noche, pero en la madrugada les ponía otra vez su bozal. La pobre vaca bramaba muy triste toda la noche; creo que no hallaba su lugar. El piso del corralito de los guajolotes y de las gallinas los cubrió de yerbas secas. Y ella andaba descalza, y nos obligó a quitarnos los zapatos durante el día, cuando anduviéramos en la azotea. Y yo no me quería imaginar qué hubiera pensado y hecho con nosotros ese hombre si se hubiera dado cuenta que mi mujer incluso zurraba en el coral del cochino para que el animalito se comiera su caca. Y decía que nosotros debíamos hacer lo mismo. Costumbres de rancheros, pues, qué le vamos a hacer.
Y los del último piso dale y muele con la misma canción: que seguían oyendo ruidos raros que venían de la azotea. Y ahora con la novedad que les llegaba un penetrante olor a establo. Yo les dije que cerraran bien sus ventanas porque el viento, que soplaba del norte, traía ese olor de los establos de Azcapotzalco. Y para colmo de los males, un día una abeja furiosa entró al despacho y le picó a una secretaria en la frente. Se armó el gran escándalo, pero afortunadamente ni por aquí les pasó que el animalito tuviera su casa allá arriba con nosotros. Lo que sí les extrañaba era que un mosco pudiera subir tan alto.
La mujer, desesperada y un poco asustada, hizo algo para calmar las sospechas: el día de la Santa Cruz, un día que el ingeniero, el hermano del dueño, hacía una fiesta en sus oficinas, mató tres guajolotes de los más grandes y se los llevó en una cazuela llena de mole y una canasta de tortillas calientes a su fiesta, cuando casi se estaba acabando y todos estaban ya medio borrachos. Él no cabía en sí de contento y agradecido. Hasta se les cortó el cuete. No dejaron ni los huesos. Hasta los dedos se mordieron de tanto que les gustó el guiso. Por un tiempo se dejaron de quejar sin ton ni son.
Pero la tarde cuando matamos al primer cochinito –ya bien maiciado- y lo hicimos chicharrones, nos metimos un buen susto. Al ingeniero le llegó a sus meras narices el olor de la fritanga, y como ya dije que era un hombre muy guzgo, que siempre estaba pidiendo un bocadito de lo que la mujer hacía, se dejó subir a la azotea. Estaba tocando la puerta de entrada cuando la muer salía con un platón de maciza y costillas calientes en chile colorado y su buen altero de tortillas. De ahí se regresó. Por seguir la carnada ni siquiera se dio cuenta de lo cambiada que estaba la azotea. Esta vez nos salvamos por un pelito. Pero nos metió un buen susto. Estábamos cada vez más nerviosos. Nos gustaba tanto nuestro campito allá arriba, pero sólo pensar que el dueño nos pudiera caer en cualquier momento, nos llenaba de intranquilidades. Que vivíamos con el Jesús en la boca.
Y los guajolotes se habían dado como plaga, bendito sea Dios. De aquellos dos primeros salieron otros y de éstos otros y así. Eran ya como cincuenta, grises y azulados, y en tres meses iban a salir todos, justo para la Navidad, para venderlos a buen precio. Ya iban a terminar de estirarse y luego a puro engorde y engorde. Estaban amontonados los pobres en lo que era su corral. No los dejábamos subir a la rama porque se podrían volar a la calle. Largos se me hacían los tres meses que faltaban para podernos deshacer de ellos; y entonces sí me iba a fajar bien mis pantalones y a la mujer ya no la iba a dejar seguir con su criadero de guajolotes. Pues un día uno nos metió un tremendo susto. Se subió a la barda y no lo pudimos bajar. Al rato se fue al vacío. Lo dimos por perdido. Fingimos que ni nos preocupábamos, que no lo conocíamos. Ni quisimos saber dónde fue a caer, si vivo muerto, si alguien se lo llevó, si lo apachurro un coche. Afortunadamente, creo que nadie se dio cuenta en el edificio cuando cayó.
De unos botes de tierra salían las plantas de los chayotes. Era septiembre y ya casi habían crecido lo que tenían que crecer. Cubrían los tendederos y la enramada que les había hecho la mujer. Una mata se subió a la rama seca y ahí se enredó. Tapaban por completo el techo de nuestra casita y la bodega. Pero nuca nos dimos cuenta que una mata había brincado la barda. El aire y el peso de dos chayotes que tenía ese brazo lo echaron para abajo.
Esa tarde de septiembre pasaba por enfrente del despacho del ingeniero cuando éste me hizo una seña con el dedo para que lo siguiera, como si su coraje fuera tanto que no pudiera decir palabra. Me pasó a su oficina y apuntó con el dedo a la ventana para que yo viera. Al otro lado del vidrio, el aire mecía una guía de chayote con chayote y todo, con sus hojas y sus tirabuzones traspasados por la luz del sol poniente. Era como si mi corazón estuviera ahí colgando lleno de clavos. No dije tampoco nada. Di media vuelta y me fui para la azotea. Ahí me quede más de una hora pensando qué hacer y qué decir.
Y bien que me acuerdo de esa tarde. En mi vida se me va a olvidar esa fecha. Está grabada con lumbre en mi alma. Era el 18 de septiembre. Cuando abro la puerta de la azotea, me topo con él, ahí está el dueño parado, como esperando a propósito que alguien saliera. Ni siquiera había tocado. Estaba como un gato esperando que saliera el ratón del agujero para cazarlo y tragárselo. Dio un paso para adentro y miró a todos lados con los ojos bien pelones.
¿Pero qué es esto?, gritó con una voz destemplada y chillona, como si estuviera ante la visión más horrorosa que hubiera visto en su vida. Se le pararon los pelos como si hubiera metido la cabeza en la mismísima puerta del infierno. Hasta los guajolotes se espantaron y aletearon todos, se movieron todos al mismo tiempo, se arrinconaron más en su rincón, como si ellos también hubieran visto al diablo.
La mujer salió de la casita y se quedó tiesa a medio camino, esperando que yo hiciera o dijera algo. Mi hijo, el grande, que venía detrás del dueño, fue el que lo agarró por atrás, le torció una mano y le tapó la boca para que no siguiera gritando. Lo dobló y lo tiró al suelo sin soltarlo. La mujer, en menos de lo que se los cuanto, se quitó el delantal y se lo dio al hijo para que se lo pusiera de mordaza.
Al poco rato ya lo teníamos amarrado con sogas y tapado de los ojos. ¿Qué vamos a hacer? –dijo el más chico de los hijos, que había llegado después. Lo vamos a esconder mientras sacamos todas nuestras cosas y nuestros animalitos y nos les pelamos de aquí, dijo la mujer, nos desaparecemos. Y que después lo encuentren y lo desaten sus gentes. En tremendo lío nos hemos metido, pensaba yo. Ahora cómo vamos a salir de ésta Dios mío. Y la cosa, en vez de mejorar, empeoraba, pues al mayor de los hijos le empezó a salir un coraje y un rencor para mí desconocidos. Y eso me llenaba más de susto. Su cara estaba desfigurada. Dijo, no le tenga lástima a este explotador, papá. Merecido se lo tienen los ricos como éste. Dios mío, qué cosas he criado, pensaba yo, no lo decía. En ese momento me di cuenta que él ya había crecido, que ya era mayor de edad.
La mujer se puso a llorar y se metió a la casita, desesperada. Lloraba como si nos le hubiéramos muerto. Se le cerró el mundo. Solamente ella y yo teníamos la certeza de que se nos había venido todo abajo. Le dije a los muchachos, métanlo en la bodega con mucho cuidado, mientras pensamos qué hacer. No le vayan a hacer nada. Que no se lastime. Cerramos bien la azotea y nos juntamos en la cocina. El mayor le dijo al chico que se fuera a la entrada y se portara como si nada pasara y él nada supiera, que ya tendríamos toda la noche para pensarlo. Y luego nos dijo, todos a sus obligaciones, a sus puestos como si nada.
Y ya casi para amanecer, bien desvelados, acordamos en una cosa: ya no teníamos tiempo de nada. Por lo tanto nos quedábamos un día más, nos íbamos a ir hasta la siguiente noche. Mientras tanto el dueño iba a permanecer todo el día en la bodega. Nosotros nos íbamos a parar bien temprano a hacer nuestro trabajo como si nada. Cada uno de los hijos al elevador y la mujer a la limpieza y yo iba a estar empacando y amarrando nuestros tiliches. A mediodía iba a contratar una mudanza para la noche.
Todo iba a salir bien. Pero cuando sobrevino la catástrofe los tres andaban lejos de mí, perdidos en las entrañas del edificio. Se los tragó el edificio, como dijo la mujer una vez.
*
La mañana del 19 de septiembre de 1985 a las 7:19, con un temblor de tierra, la ciudad de México se sacudió muchos de sus problemas en unos cuantos segundos. El edificio se desmoronó, se vino abajo y su azotea quedó casi al ras del suelo, intacta ahora el edificio parecía como un altero de tortillas: se juntaron los pisos con los techos. Un hombre –la pura sombra, como un fantasma, se movía en el polvo dorado de los derrumbes que por muchos días flotó sobre la ciudad- había salido ileso de la tragedia. Se fue a lo largo del Eje Central arriando una parvada de guajolotes jóvenes rumbo al norte. Dos días después iba rodeando la ciudad de Querétaro con destino a Zacatecas. Cuando los periódicos empezaron nuevamente a circular decían que esa fecha marcaba el fin de la modernidad.