En el marco del dossier de poesía costarricense contemporánea, preparada por Gustavo Solórzano Alfaro, presentamos el trabajo de Klaus Steinmetz (San José, Costa Rica, 1961). Es curador, galerista y escritor. Recibió distinciones como el Premio Nacional Aquileo J. Echeverría de teatro 2001, el X Premio Hispanoamericano de Poesía Sor Juana Inés de la Cruz 2008, y IV Premio Mesoamericano de Poesía Luis Cardoza y Aragón
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VI
Le temo a la sal.
Más que al fuego, a la sal.
Más que a los pájaros al fuego.
Más que a una bota a los pájaros.
Más que a un pie descalzo a una bota.
A muchas botas más que a la sal.
El miedo no es mi esencia, es mi destino.
Sólo consigo avanzar unos metros al día,
antes que un largo hilo de moco
me delate.
Necesito la penumbra,
la afectuosa humedad,
el silencio,
la tibia axila de ciertos tallos.
Debí decir la noche,
pero esto confunde:
la noche nunca es negra,
la negra noche sólo existe para el condenado
o para la víctima que jadea,
agonizando.
Rodeada de sal.
Necesito la noche entonces, la afectuosa humedad,
siento la luna porque no puedo mirarla
como un apátrida,
como un esclavo que supone que en África es otra,
pero es otra aquí y en todas partes,
la luna de los liberados.
El caracol carga su casa a cuestas;
a mí me la robaron.
Al menos repugno lo suficiente
para no ser devorada por el hombre.
A las babosas nos gusta Cioran:
Un genio maléfico preside los destinos de la Historia:
es evidente que esta no tiene objetivo,
pero se halla marcada por una fatalidad que lo suple…
Me gusta explicar a mis hijos
que las estrellas son inagotables
que el universo no tiene límites
y crece sin descanso,
que hay planetas tan áridos e incandescentes
que carecen de vida:
en ellos toda baba se secaría
toda mucosa
se transformaría en escama…
Pero que el Supremo
nos ha compensado con plutones fantásticos
en los que la intensa luz apenas llega
y no estropea
la exquisita putrefacción de las cosas.
Las cosas putrefactas.
Recuerdo cuando llegaron los hombres.
Había tanto cadáver
que los gusanos no cabían de contento.
Para ellos significaba alimento,
para nosotros residencia.
Nos mirábamos embelesados ante la proliferación de ojetes,
la provisión infinita de vísceras expuestas
la fiesta de las moscas sobre la alfombra roja
de las lenguas tumefactas.
Fiesta.
No había disputa alguna:
si los gusanos anidaban en la herida del vientre
nosotras nos quedábamos en el ano;
si las hormigas tomaban los oídos,
nosotras las cuencas de los ojos.
Nada tan generoso como la lucha cuerpo a cuerpo:
¡que opípara oferta de perforaciones,
de mierdas que se derraman,
de bilis y otros ácidos!
¡Qué placer hallar un decapitado,
que espectáculo el del cercenado
y su corrupción pestífera
y sus fétidos testículos
tirados mas allá!
¡Y qué lamentable el cinismo posterior del napalm
o el de la bomba de Hiroshima,
que no distingue inocentes de culpables,
una especie de la otra
y nos arrastra a todos al destino
de los primitivos!
Solo unos metros al día y he llegado más lejos
que ellos en su B-52,
su F-16,
su Zero,
su Sputnik,
su Curtiss,
su Yakovlev,
su Stuka,
su Harrier,
su Mig,
su Apollo,
su Columbia,
su Discovery.
Pero si finalmente desaparecen
y dejan algo más que cenizas
tendremos que comernos entre nosotros.
La bacteria deberá aprender el vegetarianismo,
fumar hierba, ayunar.
¿Quién organizará la ayahuasca,
los cantos,
debe subsistir una especie que cante
y un dios que baile,
mientras el virus se conforma con los monos:
concentrarse en evitar
que alguna vez su pulgar
se independice,
que se pare en dos pies.
Algún día
Dios volverá a ser una babosa.
De La yema del tiempo
Chalchuapa, El Salvador
Él
Dos hombres
con los torsos desnudos
se enseñan los cuchillos.
El salvatrucho quiere matarlo
por ser un dieciocho.
El dieciocho quiere matarlo
por ser un salvatrucho.
Por lo demás,
ambos desayunaron lo mismo.
El más alto no es alto,
ni es ágil el más ágil,
ni morirá el que deba
sino el que pueda.
Les apasiona matar.
Es decir,
la posibilidad de morir.
Los émbolos,
los fuelles del esfínter,
la cosquilla,
el hormigueo:
la pasión de matar.
El éxtasis de morir
a manos de otro.
La corona de espinas.
El aliento de una hiena
que endulza el aire.
Por lo demás
este admira
los tatuajes de aquel.
Esquiva el filo y riposta,
olfatea,
se llena la boca de saliva
y miedo
y contempla.
Admira la forma
en que el artista
rodeó los pezones.
Siente una brevísima
urgencia de cubrirse,
una vergüenza incipiente.
En los pliegues de la axila
la cabellera de una sirena
se extiende
como movida
por una corriente del norte
llena de peces extravagantes
y caracoles.
Avanza por el pectoral derecho,
subiendo hasta la oreja
como una serpiente.
Él entrecierra los ojos
y huele el salitre:
la fragancia de cargueros encallados
donde habitan pulpos
y huellas.
A pesar de su frontalidad,
el rostro de la sirena
no carece de volumen:
los labios
enfatizados en rojo,
resaltan sobre la cuarta costilla
entreabiertos con tal delicadeza
que decide buscarlos
con la punta del puñal.
Quiere su secreto.
Imagina la armonía
de un ojal profundo
en el centro de esa boca.
Y recuerda a las prostitutas
del puerto de Acajutla.
El otro aprovecha
su arrobamiento
y le dibuja
una diagonal en el vientre.
No es profunda
pero le permite descubrir
que su verdugo
posee las cualidades
de un calígrafo japonés:
la soltura budista en el trazo
la cadencia en el movimiento
que acaricia el aire.
Cuánto quisiera dejarse matar
por un hombre así.
Entregarle su piel,
dejarla a merced suya.
Sentir que se extingue
con cada nueva línea.
El arte es impunidad.
Imagina barcos en su torso,
goletas, carabelas,
corsarios matándose
y cayendo por la borda.
La admiración es una forma de amor.
También el homicidio
del objeto del deseo.
Adivina que el ímpetu del próximo ataque
dejará al hermoso desbalanceado
por unos instantes.
Conoce la coreografía:
se ha repetido mil veces
en callejuelas como esa.
Las mismas gárgolas de siempre
dan largas chupadas a los filos,
los tiemplan.
Lo penetrará
una mano más abajo
del plexo solar.
Se doblará
con los ojos fuera de las órbitas
no tanto por el dolor
como por la certeza
de su muerte.
Se conocerán
en ese instante.
Sabe que cuando apoye la frente
contra su hombro,
podría besarle la cabeza
empapada de sudor.
Pero cuando llega el momento
decide inclinarse
un poco más
y besarlo en el cuello
apenas antes
de que se desvanezca.
Lo saborea
y siente
el perfume barato
de la sirena
contra la lengua.
El otro
Te quiero matar.
Te quiero matar porque estás aquí.
Porque estás aquí.
Porque ha pasado mucho tiempo
y demasiadas avispas
se han detenido
a observar mi sopa
o lo que quede de ella
con paciencia.
Porque demasiadas moscas
han entrado por la ventana
y han nublado
las cucharas sucias.
Porque estás aquí
mostrándome el cuchillo
o apoyándote en él
o creciendo a partir de él
o siendo
su hijo.
Y yo
que soy el dueño de mi vida
puedo decidir sobre la tuya.
Esta mañana
desperté a mi mujer
separando sus piernas,
atrapando el clítoris
con la punta de los labios
mientras la mantenía abierta
con los dedos.
Y es por eso que hoy
con este resabio en el paladar
con esta savia en las yemas
decido el destino de un hombre
como tú.
A mi alrededor
todos son fantasmas
que imploran compasión
y libertad.
Soy un ángel,
tu ángel de exterminio.
Dios duerme
y por eso el universo esta vacio.
Como tú.
Como el miserable universo
de las moscas.
Cuando te atraviese
tu cáscara se desvanecerá
saldrá de ti el aliento
la nada inmunda
hasta donde puede ser inmunda
la nada.
Aun así
será todo igual:
los tambores,
esta bestia sofocada,
la guerra en los testículos,
las preguntas
que carecen de respuesta.
El hambre
en el corazón.
Tú y yo.
De Morituri
Las calles amanecieron cubiertas de peces muertos
Las calles amanecieron cubiertas de peces muertos.
De alguna parte.
Desde algún profundo río y reptando por los poros del asfalto
Vinieron a morirse.
Algunos aún conversan con la asfixia.
Toda la ciudad huele a alcohol y jaula:
San José enardecida, roja de fiebre.
Sobre la piel de los edificios se extiende, inconfundible, la viruela.
Nos despertamos juntos,
Ciudadanos y renegados
Farmaceutas, transeúntes y sicarios,
La cocinera que distrae al ganso para robar su huevo,
El penitente, el inmigrante, la viuda,
El matemático y el que cantó hasta la madrugada,
De un golpe, diríamos, artero,
En el hueso de la fe y de la mirada.
Despertamos.
Costa Rica era otra.
Nos tomamos de la mano como en una iglesia,
Rodeando el mayor de sus pezones,
Invocando la ficción inútilmente:
A Sodoma solo puedes mirarla una vez antes de volverte sal.
Sal.
Sal frotada en las partes más blandas,
Entre el párpado y el ojo: sal.
Comen sal los perros y fingen morirse
Antes de morir.
Un periodista aparece con la boca llena de sal y moscas…
Sal que sales de mis axilas como un torrente
Que te formas en la encía como arañas,
En la garganta, las rodillas…
San José de Costa Rica donde se asfixiaron los pargos y las velas,
El tiburón y su rémora, el delfín y una sirena inconcebible
Cuando todos dormían.
Amanecimos todos boca abajo,
Sin conocer de semejante coincidencia,
Hombres y campanas,
Sombreros y libros de salmos,
La herramienta que solo fue eso: tosca herramienta…
Boca abajo, todos, con los brazos torcidos bajo el manto.
Había un aire líquido que herrumbraba con su roce
Corroía las cosas intangibles
Como la ilusión de la novia en su primera noche
El prestigio de los parques y las aldabas
La promesa pensada y aún no construida en palabras
El arrepentimiento que anida en un ombligo portentoso
El ogro que ataca al niño que no se duerme a tiempo
La nobleza, la hermosura, la esencia misma del color azul.
Era un día absurdo.
Un hombre le pregunta a otro hombre pero este no recuerda.
Desolación (extractos)
I
Algo se destruye cuando te nombro.
Algo se incendia en el hueso.
Algo monstruoso,
irreal.
Todo se traiciona.
Todo conspira.
La cereza se oscurece
hasta desaparecer.
Intento respirar,
devoro la ceniza
que te oculta.
Todo sucumbe,
cae al abismo.
Los días
son carbón
en las manos.
V
Ahora solo acaricio
el clítoris del dolor.
Rebano el miedo
como uno que gime
en el oído de una sombra.
¡Todo es tan frágil!
Persigo caracoles
en mitad de la noche.
Presumo huellas,
rastros de labios,
jadeos diseminados
sobre plantas enfermas.
El humo brota
de un corazón estupefacto
y un niño
se oculta en su reflejo.
¡Que vulnerable y sucio
es lo que se arrastra
dentro de mí!
¡Que inaudito
cuanto repta
en las habitaciones
de la angustia!
En el gran hospital
de la memoria
cuanto te decía al penetrarte
supura y cae,
nuevamente,
de mi boca.
VIII
Ahora solo acaricio
el clítoris del dolor.
Rebano el miedo
como uno que gime
en el oído de una sombra.
¡Todo es tan frágil!
Persigo caracoles
en mitad de la noche.
Presumo huellas,
rastros de labios,
jadeos diseminados
sobre flores enfermas.
El humo brota
de un corazón estupefacto
y un niño
se oculta en su reflejo.
¡Qué vulnerable y sucio
es lo que se arrastra
dentro de mí!
¡Qué inaudito
cuanto repta
en las habitaciones
del deseo!
En el gran hospital
de la memoria
cuanto te decía al penetrarte
supura y cae,
nuevamente,
de mi boca.
Inéditos
Datos vitales
Klaus Steinmetz (San José, Costa Rica, 1961). Curador, galerista y escritor. Realizó estudios de administración en la Universidad de Costa Rica (UCR), y posteriormente de filosofía e historia del arte en Tubinga, Alemania. Se ha dedicado al mundo del arte, como curador, galerista, editor y crítico. Fue presidente de la fundación del Museo de Arte y Diseño Contemporáneo, director de la revista Art Nexus y profesor en la Universidad Veritas. Tiene una galería de arte en Escazú. Premio Nacional Aquileo J. Echeverría de teatro 2001, por Ecos de ceniza, X Premio Hispanoamericano de Poesía Sor Juana Inés de la Cruz (México, 2008), por La yema del tiempo y IV Premio Mesoamericano de Poesía Luis Cardoza y Aragón (Guatemala, 2008), por Morituri.