Poesía costarricense No.8: Alfredo Trejos

Presentamos, en el marco del dossier de poesía costarricense, preparado por Gustavo Solórzano Alfaro, el trabajo de Alfredo Trejos (Cartago, 1977). Mención de honor en el Premio per la Pace, Centro Studi, Cultura e Societá (Turín, Italia, 1996) y Premio Nacional Aquileo J. Echeverría de poesía (2011). Ha publicado los poemarios Carta sin cuerpo (2001), Arrullo para la noche tóxica (2005 y 2006), Vehículos pesados (2010) y Cine en los sótanos (2011). La foto es de Esteban Chinchilla.

 

 

 Lee la introducción a este dossier aquí

 

 

 

Autorretrato en una multitud que me conoce

 

Mis amigos me llaman el Flaco

─qué insolencia la de

los muy malamadre─

pero supongo que dirigirse a mí,

que hablar de mí de otra forma

les es poco realista. Una molestia.

 

Viendo mi reflejo

en las ventanas

yo me les uno en lo evidente:

 

-Flaco, qué pinta de garrocha,

qué angostura. Qué molesto decirte

Manzano, Planta Baja…

 

Pero da igual.

 

O mejor dicho,

cuando alguien en la mesa ruge:

 

—Flaco, el cenicero.

—Flaco, repetí aquel poema de Char

sobre la guerra.

—Eh, Flaco, pasame los cigarros…

 

Cuado alguna amiga parte

y se le ve en los ojos:

 

—Bueno, Flaco, nos pasamos. El edificio

aquel lo tiran ya mañana, como al mundo.

No nos reconoceremos en la calle.

Y es lo justo.

 

Cuando veo el buen recuerdo

que será esta pesadilla

y todos se van

dejando atrás una mesa sucia,

las puertas abiertas, los muebles volcados,

me convenzo de cuán útil

es la forma ruin en que me llaman:

 

Flaco.

Poste.

 

Y en ocasiones especiales, Calavera.

 

 

 

 

Detectivismo

 

El algún lado

leí o escuché

que revisando la basura de alguien

se puede saber bastante o todo

sobre sus costumbres, por no decir

sus lástimas, sus esperanzas de vida

o de muerte.

 

Hoy he revisado mi basura personal,

la que amontono a veces por días

porque sé bien lo que valdrá

con el tiempo y las palabras.

 

Había pues en mi basura, mi basura,

la que yo solo acumulé

por mandato natural o por rutina:

 

Tres botellas de licor, todas con

un resto aprovechable.

 

Un paquete de Viceroy, vacío, con señales

de aplastamiento.

 

Un pequeño papel con un nombre

indescifrable. (¿Quién escribe estas cosas?)

 

Una envoltura de cocaína, también vacía.

¿Hablar, después, de la cuarta dimensión? ─diría Vallejo.

 

Una botella de antiséptico. (Las compro seguido

porque me hiero seguido.)

 

Cápsula contra la malaria. (De un largo viaje.)

 

Poemas de amor, boleto de avión,

un libro entero. (De un viaje aun más largo.)

 

¿Qué dirían los expertos?

 

¿Cuáles y cuán ciertas serían sus conclusiones?

 

¿Dirían que soy un obispo

a la espera de un traje nuevo?

 

¿Un oficiante del pánico

con las manos congeladas?

 

Pues yo digo al carajo.

 

Soy este contador de pésames llegado

de la calle

en el que abundan historias de mal sexo

y de cantinas.

 

Porque lo digo yo.

 

Y nada lo dice más claro

que mi basura.

 

La mía.

 

 

 

 

De poca fe

 

Para que las tormentas

se detuvieran

recuerdo que las mujeres quemaban

palma bendita

sobre viejos platos manchados

sin que esto al fuego nunca le importara.

 

Las vi hacerlo

muchas veces en octubre

cuando las tormentas

entran a las casas

usando el uniforme

en que desean ser vistas junto a la tarde,

que bien puede ser la última.

 

No soy un hombre de fe,

no creo en casi nada,

(sé que estas palabras

se volverán en contra mía

al otro lado de esta página)

pero ni una tormenta

se atrevió a seguir

luego de que la palma bendita

se quemara.

 

¿Qué se deberá quemar entonces

si el olvido sigue tronando en seco

bajo los árboles, si los zapatos

salen solos del cajón y se lanzan

al horno junto al pan que nadie quiere?

 

¿A qué prenderle fuego

si de pronto un día

aparece una mujer y se hace de noche?

 

¿Servirán las flores muertas,

las fotos, los pañuelos?

 

Porque si no es así,

entonces hay cosas de octubre

que por alguna maldición

han de durar más que la vida.

 

 

 

 

 

Señales de calma

 

Desde que me afeito

en el sillón grande de la sala,

con mano temblorosa, navaja Wilkinson,

tazón de agua tibia, espejo de juguete,

las cosas se ven de otra manera:

no me importa estar tan solo.

Esto es una cárcel, un establo,

un ring con manchas de sangre

 

… y no me importa.

 

Aún me corto seguido.

Me encharco.

Trago espuma.

 

Pero se vale.

Todo esto se comprende.

Se soporta.

 

Ahora caigo dormido

en todas partes,

reniego de la coctelería de dosis exactas,

le administro la memoria

a los espantapájaros.

 

Y me conservo de mal humor

por si las moscas.

 

Desde que me afeito

en el sillón grande de la sala

oyendo a Miles,

silbando “Blue in Green”,

los viejos dolores pagan su renta

con humo.

 

Y todo está resuelto.

 

Sé que los viejos dolores

tienen humo de sobra.

 

 

 

 

Santorini

 

Imaginate que un día

llegás a tu casa

y tu mujer se ha ido

(digo tu mujer por como suelen

pasar las cosas

y para que desde ya

preparés el corazón y el papeleo).

 

¿Qué dirías?

 

¿Cuántos hombres dirían?:

 

“Tarde o temprano, ella volverá”.

 

Y ella vuelve de inmediato

para no irse nunca

y todo va a dar

al reciclaje de milagros sucios

e inmerecidos.

 

Pero, ¿cuántos diríamos?:

 

“Se fue por fin, la muy puta.

 

Y además ─parece─ dejó algo

por las molestias, las dudas,

los destrozos, los espejismos…Dios existe.

 

Hasta nunca, cerveza casera.

 

Hola, whisky de malta.

 

Hasta nunca, folleto de viaje a Santorini.

 

Hola, Santorini.

 

Ella se fue por fin.

Y nadie resiste volver a oscuras”.

 

Pero si acaso ella vuelve

usando el vestido ensangrentado

de Jackie Kennedy,

ayudándose con un bastón

y muy borracha,

¿qué harías?

 

Ni por un momento pensés

en lo que estoy pensando.

Eso puede esperar.

 

Dale un baño y algo de comer

y que se quede.

 

Tal vez te acompañe a Santorini

donde las muchas horas bajo el sol

la vuelvan loca.

 

O tal vez se largue

esa misma noche

después de algunos besos.

 

O tal vez se las arregle para

hacer ambas cosas.

 

 

 

 

Père-Lachaise

 

Si la gente supiera

lo que cuesta

escribir cualquier cosa

─buena o mala─

(no quiero ni pensar

en Saint-John viéndoselas

con Anábasis,

en Octavio decidiéndose por

Piedra de Sol,

en César aullándole a Trilce

por todo Père-Lachaise,

y mucho menos en Cristo

corrigiendo el Padre Nuestro.

 

Si la gente supiera

lo sucio y poco confortable

que es escribir algunas cosas.

 

La ruina, la sed, la muerte

de escribir algunas cosas

como si de barrer la lluvia

se tratara,

no vería en nosotros

la falta de tacto,

la escasa compostura,

el semblante del pez en la charola.

 

Nos perdonarían

las malas compañías,

el no estar para nadie

a la hora en que vos pasás

y el que a veces publiquemos

los secretos del oficio

en Playboy o en L’Osservatore.

 

Qué bueno sería para el poeta

decir “tengo dinero en el Banco

y palabras enla Bolsa”.

 

Qué bueno sería para el poeta

que lo perdonen.

 

 

 

 

“Walking Around” para el invierno

 

Mi madre aún no es vieja

pero de vez en cuando

se procura un  paseíto de vieja,

con el cielo despejado,

por la ruta habitual

y jamás sin compañía.

 

No tenemos mucho

de qué conversar.

 

Sólo caminábamos

cuando de pronto

una mujer salió de alguna parte

y pensé:

 

“Lo que faltaba.

Ahora las dos se dirán

lo que las amigas se dicen

en los encuentros casuales.

 

Se prometerán oraciones,

no perder contacto

y prontas visitas.

 

Tomándose el pelo se reirán

mientras yo, dos pasos atrás,

observaré cómo el mundo se convierte

en un museo de cera al mediodía”.

 

Cuando la mujer

me miró y me habló

por poco y le respondí

con los primeros versos

de “Walking Around”.

 

“Bien, estoy bien”,  le dije.

 

Y ella preguntó:

 

“¿Todavía escribe?

 

Y mi madre se lanzó

a responder secamente:

 

“Sí, todavía”.

 

Yo, para evitar las condolencias,

le iba a responder:

 

“No; ahora estoy en rehabilitación

y trato con bienes raíces.”

 

Pero mi madre,

que acostumbra mirar lejos

cuando recuerda que suelo

ir por las calles

con un cuchillo verde

y dando gritos hasta morir de frío,

dijo SÍ.

 

Al rato

los tres caminábamos

por calles distintas.

 

 

 

 

Curda

 

“Lastima, bandoneón”…

─cantaba el Polaco─

 

“Lastima, bandoneón, el corazón

es una herida absurda”.

 

Y yo sigo pateando tu redonda ausencia

por la calle grande, hasta tu casa,

sin detenerme”.

 

No hay forma de quedarse

ante semejante memorial

dela Derrota.

 

En el bar más oscuro

los martillos me hablan.

 

Le impiden la entrada

al Espíritu Santo.

 

Pero es inútil.

 

Tu ausencia es algo que abunda

y no perdona.

 

Es la prisa. Es el madero

que nadie derribó.

 

Árbol gemelo

de lo que nunca pasa.

 

 

 

Se acabó. La noche ya no resiste más metáforas sobre sí misma. Al menos es la voz que corre en el barrio de los curtidores. Una cierta mujer, no verdadera, sólo cierta, que duele como golpe de remo y por la que uno aprende a disparar y a desdicharse, sabe que la noche no da para más, y al saberlo padece dos perplejidades. Una formal, presentible y heredada; otra accidental, a traición, en la miseria.

 

Nunca me han parecido más feroces las mujeres que van al cementerio. Ellas son las que tiran de las tumbas diciendo «cielo y mármol» hasta arrancarlas. Las tumbas siempre están vacías. El cementerio y la noche siempre están en otro sitio. ¿Qué sabemos entonces de la muerte? ¿Mañana, por la noche, dónde estará su viña?

 

Hay dolores que se interrumpen a voluntad. Basta una idea, una tenaza, una aspirina. Pero hay dolores ilegalmente eternos. Dolores anfibios que pasan de la sangre a la carne al alma. Y digo el alma para evitarme una fe maquinal en las cafeteras, en los teléfonos. Puede ser que no la haya. Vendría bien no llevar un alma por ahí. Uno termina por ahí contándose los dientes y el alma lo desaprueba todo. Tener un alma no conviene.

 

 

 

Las reliquias de Lana Turner

 

En las profundas grietas de las paredes hombres como yo depositamos ruegos escritos en ambos lados de la hoja de un cuchillo. Hombres buenos, pero faltos de sueño y de valor. Los novios de las escobas. Los peleteros del tacto. Los que reinan sobre las hormigas y bajo los balcones. Muchas cosas hoy no pasarán: lo digo y palidezco. Siguen ahí los horribles crematorios con sus chimeneas inclinadas. Sus pisos helándose bajo la imagen de un avión que vuela en círculos. Y los demás lugares con las salidas rotas desde hace tanto tiempo. En los crematorios, en los parques y en las puestas de sol se negocian los nombres de lo que en verdad nos duele. No sé, no adivino qué puede ser arrepentirse. Espero sentado en el piso, comiendo, poniendo música, besando un saco con las reliquias de Lana Turner que alguno de nosotros trajo de Tierra Santa. Léase Hollywood Boulevard. La soledad parece de sangre pero es de terciopelo. De esto, como de muchas otras cosas, nadie tiene la culpa. Pero démonos prisa en olvidar. Salgamos a olvidar. Que nadie nos niegue el olvido.

 

Inéditos

 

 

Datos vitales

Alfredo Trejos (Cartago, Costa Rica, 1977). Poeta. Realizó estudios en antropología y filosofía. Miembro del Café Literario Francisco Zúñiga Díaz (1995-1998) y del grupo Enésima Silla (1997-2002). Mención de honor en el Premio per la Pace, Centro Studi, Cultura e Societá (Turín, Italia, 1996) y Premio Nacional Aquileo J. Echeverría de poesía (2011). Ha publicado los poemarios Carta sin cuerpo (2001), Arrullo para la noche tóxica (2005 y 2006), Vehículos pesados (2010) y Cine en los sótanos (2011). Asimismo, compiló parte de sus tres primeros trabajos en Modelo T. Antología personal. 1999-2009 (2010).

 

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