Presentamos algunos textos de la poeta colombiana Leidy yaneth Vásquez (Medellín, 1981). Obtuvo mención en el II Premio Nacional de Poesía Joven Isaías Gamboa. Mereció el Primer Premio con edición de Ediciones Embalaje, por Las horas de la espera, 2008. Se le concedió el Primer Galardón al Mérito Literario por parte de la Secretaría de la Mujer (Medellín-Colombia).
Del libro Las horas de la espera (2008)
Canción del exiliado
Estoy frente al abismo oscuro,
abajo están los hombres con cadenas
que aguardan mi caída.
¡Oh, compañero! soy tan pequeño
para el viento que hala,
si mis piernas son frágiles espigas.
Pero oigo tu voz que también
al viento teje el universo
y hará de la caída un tránsito,
de cuatro muros un arroyo
con palabras que palpitan
donde tu voz me sostendrá…
Y ya no temo.
Noches mil y una más
En la noche calculaste mi pecho entre tus manos abiertas,
tal vez buscando los pedazos de piel que dejé en el paraíso
o la sombra de la mujer que te escurrió de sus labios hace tiempo.
Pero en el ropero de dios no hay más que barro y algas…
agua en mi boca y tu palabra.
Hombre de manos infinitas para todos los abrazos
elegiste esta noche en la que no soy más que un rumor de pena
una zancadilla al borde del abismo, borde, arista, hilo.
Esta noche en la que me das un nombre como a otras en la ceremonia continua de los cuerpos…
Un nombre que me guardo entre las manos
accidente inconcluso entre mis piernas.
Soy entonces, desde ahora y para siempre,
un pichón abandonado
sexo virgen, umbral deshabitado
salto en la otra orilla de tu cuerpo
y huelo, como las otras, a tierra
atajo del silencio.
Elegiste tomarme en una copa como al vino.
Tal vez ahora mismo yo sea esa copa que te espera
sentada en la laguna entre tus piernas,
con el filo apuntándote a la lengua;
y mis hijos escapando por la boca son estrellas
que te aguardan en la esquina
o palabras cayendo en el silencio,
anagramas de algún verso inconcluso aleteando en tu mochila…
sólo eso.
Pero soy yo la que escribe:
es este intonso afán de no pasar los días en vano,
porque lo que escribo me da un poco de miedo
porque soy sólo un dolor más, como dice De Greiff,
que se consume,
como el humo en la boca de la calle
de una ciudad en la que fácilmente podría nacer
todo el dolor del mundo.
Afuera me aguarda mi sombra
al lado de la noche que baila en las aceras
y ambas se fuman un cigarro en mi nombre
mientras remiendan mis pedazos
tendidos en su tela sobre el tiempo
y se burlan de mí, como otras veces,
porque esta noche, -mil y una más-
confundes mis pasos en la bruma,
con el humo en la boca de la calle…
Afuera suena la voz de la mañana que se acerca
con su risa socarrona de quien no espera.
Porque no logré atar la lengua de la luz a mi palabra.
Porque no logré hacer un paraíso entre mis ojos.
Porque mi cuerpo se hizo sólo niebla entre tu boca.
Sí, hay que reconocerlo,
tú también sabes llegar de vez en cuando,
como el olvido eres ave que regresa;
te veo ahorita mismo plegando una barquita de papel con amplia vela
y con la suavidad de las plumas de un gorrión
tendiéndome en el río de esta ciudad que me espera…
como un olvido de alguien, despierta.
Sí, hay que reconocerlo
adoro esa vieja costumbre del olvido
de predecir todas las partidas
para esperar el regreso de mi sombra
detrás de cada lluvia que me acecha.
La tierra de mi abuelo
“Los muertos de los blancos olvidan la tierra en que nacieron
cuando desaparecen para vagar por las estrellas”
Carta del Jefe Pielroja, 1885
La tierra de mi abuelo no era mucha;
un poco más cabía entre sus manos,
manchadas con los afanes cotidianos.
La tierra de mi abuelo,
el plátano creciendo de sus venas,
balcones de heliconias flotando en sus palabras.
La tierra de mi abuelo
entre sus uñas,
de perejil y hierbabuena.
En su azabache de infantil festejo
gusanos y lombrices se debaten,
los hombres nos son los que construyen casas
de siemprevivas, tomateras y princesas del África.
La tierra en que crecieron mis hortensias,
la que ahora está tapada de cemento,
morada de mis muertos, la cuna del abuelo,
rincón del universo en que me siento
solo ínfimo polvo más
muriendo.
Muerte de Virginia
I
Llevo los bolsillos llenos de suficientes piedras.
El río es un niño que me llama con su llanto y yo lo sigo
hasta donde no hacen falta las respuestas…
¿qué te hace falta mujer para ser tuya? ¿acaso tu alma niña es ahora un viejo cofre que se cierra? ¿o tus lágrimas pagarán el arrepentimiento de todos los hombres que han matado algo?…
porque tienes una voz que nació para ser inmortal como la noche
no te escondas en Bloomsbury o en Ouse;
allí también te encontrarás temprano.
Abre la puerta, afuera ya no está tu sombra con su teatro de claraboyas.
Y luego, recoge tus fantasmas en la intriga del personaje que increpa a su autor, si tú misma te has creado de sueños y gritos en algún patio en donde tus alter egos juegan escondidijos o alguna mujer grita con su parto.
Ahora eres un viaje inverosímil que se niega a sí mismo cuando grita con ganas: Nadie me mate, yo me muero en mí misma y se cierra el telón.
II
Desde la gruta me aliviano más y más…; arremango mi falda para cruzar la zanja y lanzarme de un olvido a otro, para llegar traicionada nuevamente. En mis uñas me como lo poco que me queda de defensa frente al mundo. Persevero en la tarea de consumirme en un retrato pintado con agua, desde que pacté el acuerdo secreto de espantar las palabras como moscas.
Me sentaré debajo del oloroso ciprés para menearme la mano cuando pase de salida…¿sabes qué?…déjate ir.
Espero; sólo espero eso:
que respetes tu crueldad
cuando juntando los días en racimos
los arrojes en el río que se aleja
con su quitasol líquido.
¡No me pidas que defina mi dolor
las cosas fundamentales
no se pueden definir!
Del libro inédito Las grietas del tiempo
El oficio
Viertes la noche en tu botella.
Después de sembrar dientes,
cosechas un animal terrible que muerde tu mano.
Hombres desnudos de sí mismos sembraron sus ojos
y crecieron tallos como soga de ahorcado.
Ebria, desconoces
adónde te llevarán los barcos
que un día encallaron en tu boca.
Lavas en las noches los poemas,
Quedan cuerpos abiertos de mujeres.
Vas con la pequeña lámpara a tientas.
Escuchas la tarea de los insectos mientras duerme la hoja.
Te rompen la carne esas imágenes que hablan desde los árboles
donde los búhos sembraron la discordia.
Gritan tu nombre desde el centro del lago sin fondo,
es la niña que olvidaste como a un animal enfermo.
La hormiga traza su círculo de sal;
ella es bruja y te protege de los lazos,
del calor de las bombillas,
de los ojos del lobo blanco que te sigue de cerca.
Sepultar las palabras es tu oficio.
Nunca fuiste buena sembrando flores,
siempre te nacieron huesos.
Esta casa que soy yo
I
Esta casa que soy yo
desconoce el dolor de las partidas:
poco sabe de las ruinas del relámpago
-luciérnagas ahogadas en el agua de mis ríos-,
el abandono del silencio en la escritura,
la renuncia del poema en la palabra,
los viajes de la ausencia en los amargos laberintos.
Estos muros están viejos,
sucumben a las horas
y a tu olvido,
a un antiguo susurro de ese dejarse ir
como quien abandona una moneda vieja
en mitad de un lago.
A veces pienso, ¡cuánto te habrían gustado mis techos rojos
en esta ciudad de mediodías!
II
Algunas, como yo, parimos sombras;
las mías se dedican cada instante
a ser llamas en los abismos del espejo…
en el lugar donde el sueño
va dejando sus cenizas sobre el mapa de los días muertos
Siempre regresan con el amanecer
trayendo sus carnes rotas;
yo las remiendo una a una
como si ya no las hubieran perdido
en la amarga tarea de habitar
entre la luz y las paredes
de una vieja casa derrotada.
Nadie
Me olvidaron en este pedazo de madera
que me arrastra por el agua
como las pulgas en las alas de un ángel.
Voy sin más riqueza que la tierra entre las uñas,
con la sangre seca de mi falda,
mis gritos desatando la codicia
de un viento que todo se lo traga.
Nadie me dijo que la vida sería una canción
donde la chinita del bosque nunca regresa.
Despojo de mi voz, nadie me mira;
me vuelvo un tronco consumido,
habitado por gusanos que no se sacian.
Desnuda sobre la arena, mudo mi piel,
pero el agua ya no lame mi constelación de piedra,
ni se apiada de mis heridas la sal enmohecida de las rocas.
Nadie me mira; hicieron un pantano con mi rostro
y los cerdos se sacian con la arena de mi lengua.
Me repudia el fango en que me hundo,
una espina de la hierba en el cuerpo de los límites,
la risa de los pozos con su boca llena de moscas.
Soy el resto de un gorrión dormido,
una canción de cuna que olvidaron las nanas.
La memoria es una barca destrozada;
en ella las palabras sumergidas
ya no me nombran.
Datos vitales
LEIDY YANETH VÁSQUEZ RAMÍREZ, (Medellín, 1981). Es candidata a Magister en Educación en la Universidad Pontificia Bolivariana de Medellín, Especialista en Literatura con énfasis en producción de textos e hipertextos y Licenciada en Educación con énfasis en Humanidades y Lengua Castellana de la Universidad de Antioquia. Su obra hace parte de la exposición Itinerante Mujeres de la tierra florida (Secretaría de la Mujer, Medellín-Colombia, desde 2011), donde se le destacó al lado de reconocidas escritoras contemporáneas del Departamento de Antioquia. Obtuvo mención en el II Premio Nacional de Poesía Joven Isaías Gamboa (Cali, 2005). En el año 2007, obtuvo el GRAN PREMIO CON EDICIÓN DE EDICIONES EMBALAJE (Museo Rayo, Valle del Cauca- Colombia), por su libro Las horas de la espera, editado en el año 2008; en este mismo año se le concedió el Primer Galardón al Mérito Literario por parte de la Secretaría de la Mujer (Medellín-Colombia), destacando su obra poética. En el 2012 obtuvo Mención de Honor en el Concurso Internacional de Poesía “Rumbo a Grito de Mujer” (2012), organizado por Mujeres Poetas Internacional y la Promotora Cultural Diablos Azules en Trujillo- Perú. Se desempeña como docente universitaria y de educación básica en la ciudad de Medellín, donde desarrolla proyectos vinculados con la didáctica de la lengua y la literatura, la formación de maestros y la escritura literaria.