A continuación un cuento del español Juan Gómez Bárcena (Santander, 1984) ganador, entre otros, de los premios Certamen nacional CRAPE de relatos. 2008 y Certamen José Hierro de Poesía. 2007. Gómez Bárcena preparó para Círculo de Poesía un sustancioso dossier de cuento español contemporáneo.
SEGUNDA VIDA
Todo empezó tras la muerte de nuestra hija: mi mujer se obsesionó con Second Life, y ya nunca más volvió a ser la misma. Dejó el trabajo y sus clases de yoga; empezó a cancelar las citas con nuestros amigos. Pasaba catorce horas al día ante el ordenador, concentrada en la pantalla y moviendo los labios sin hacer un solo ruido. Pensé que era su forma de superarlo, y al principio no me pareció una mala idea. Sería una etapa transitoria en su vida, como tantas otras. Uno cree ser de un modo o de otro y al final resulta que todo se reduce a eso, que somos un catálogo de momentos que pasan, y ninguno permanece. Pero aquella vez algo había cambiado. Empezó a encerrarse días enteros en el cuarto del ordenador: apenas abría la puerta un par de minutos para ir al baño o prepararse un sándwich. Ya nunca me dirigía la palabra. ¿De qué podíamos hablar, si ya no compartíamos nada? Decía que yo era un hombre triste; que todas y cada una de mis palabras le recordaban que Irene había muerto, y que nosotros seguíamos viviendo. Muchas noches la escuchaba teclear horas enteras en Second Life, sin hacer una sola pausa, y yo me preguntaba quién era toda esa gente extraña a la que sí tenía cosas que decir, y cuyas respuestas a veces le hacían reír a carcajadas.
Consulté a varios psiquiatras y especialistas, que dieron nombres distintos a la suma de estos síntomas. A veces creí en su locura, y llegué a pensar en internarla; otras veces, esa misma convicción se desvanecía y me llenaba de remordimientos. ¿Acaso alguien podía perder una hija y seguir estando cuerdo? ¿Era ella la loca, o lo era yo, que seguía trabajando, yendo al cine y desayunando en la misma cafetería de siempre, como si Irene nunca hubiera existido? Al final opté por no hacer nada. Además, nunca llegué a tener muy claro en qué consistía Second Life o qué papel jugaba en todo esto; sólo intuía que se trataba de una vía de escape, de un universo de irrealidades contra cuya perfección ni el mundo real ni yo podíamos competir.
Las facturas comenzaron a acumularse. Por las consultas a nuestro saldo bancario supe que mi mujer había comprado una casa en Second Life, que tenía encargadas docenas de muebles de diseño y que incluso había contratado los servicios de dos avatares, cuyas funciones no se especificaban. Nunca comprendí cómo cosas que no existían podían ser tan caras. En una de las facturas –había comprado un piano de pared idéntico al que teníamos en el salón, nada menos- descubrí una serie de coordenadas: supuse correctamente que se trataba de la dirección de mi mujer en Second Life. Creo que fue entonces cuando decidí espiarla. Si estaba condenado a pagar la hipoteca de una casa que no existía y a comprar un piano que nadie tocaría jamás, pensé que al menos tenía derecho a saber cuál era esa vida soñada de mi mujer que valía más que el mundo entero. Esperé el momento preciso –una tarde sin trabajo pendiente, con mi jefe de viaje en el extranjero- para conectarme desde la oficina. Recuerdo que mientras la pantalla de inicio de Second Life cargaba me pregunté cuántas veces mi mujer se habría encontrado con ese mismo rótulo, y habría esperado exactamente como yo esperaba ahora.
No hablaré de los pormenores de mi primer viaje al otro lado; la sensación extraña de recorrer en un cuerpo que no es tu cuerpo calles que ni siquiera existen, calles con soportales y cafeterías y reflejos en las lunas de los escaparates pero que en realidad no son nada, que están hechas de píxeles. Lo cierto es que pasé a través de todas esas cosas sin mirarlas realmente, sin querer ver detrás de cada avatar que se cruzaba en mi camino al ser humano que sin duda estaba detrás, en alguna parte. Pero nada de eso importa. Sólo diré que necesité algún esfuerzo para encontrar las coordenadas de la casa de mi mujer, y que una vez ante la puerta sentí miedo. Mi avatar parecía un hombre tranquilo, seguro de sí mismo, pero al otro lado de la pantalla mi mano temblaba. Tardé mucho tiempo en decidirme a tocar el timbre –porque la puerta tenía timbre, y cerrojo; tenía incluso un felpudo exactamente igual al que teníamos en el descansillo de nuestra casa-. Luego esperé, o quizás sea más correcto decir esperamos. También mi avatar, ligeramente inclinado hacia la puerta cerrada, parecía estar aguardando algo.
Lo demás lo recuerdo vagamente, como si hubiera ocurrido en medio de la niebla de un sueño. He intentado olvidar, y en buena parte he olvidado. Sé que la figura que me abrió la puerta parecía, o significaba, o era mi mujer; que había una exactitud inconcebible en sus rasgos y en su gesto –pero mi mujer maquillada y arreglada como lo hacía antes; no con el pijama raído que ahora llevaba siempre-. Repetí para ella la excusa ensayada tantas veces en mi cabeza: tecleé que era un empleado de la tienda donde había comprado el piano, que venía a comprobar si todo estaba en orden después del “traslado” y si habían quedado satisfechos con la compra. En todo el tiempo que le di vueltas a la forma de contactar con ella no se me había ocurrido nada mejor. Al apretar la tecla de intro me pareció el menos creíble de los pretextos, pero ella se hizo a un lado con una sonrisa y me invitó a pasar. “Verá qué bien ha quedado”, escribió, y parecía tan amable y sonreía tanto que de pronto no parecía mi mujer.
Fue entonces, al seguirla hasta el fondo de la casa, cuando empecé a registrar las inquietantes familiaridades que acechaban en todas partes. Primero vi un reloj de pared idéntico al que teníamos en el recibidor de casa, y los mismos sillones, y los mismos cuadros; y más tarde vi algo que parecía el salón de mi casa, que era el salón de mi casa –y en el suelo la misma alfombra azul donde derramé una vez el café; y en ella la misma mancha, ligeramente oscurecida en uno de los bordes- y luego vi mi escritorio con mis papeles, y entendí, y supe que después vendría un pasillo con cuatro puertas, y al fondo un macetero azul con un helecho que arrojaría su sombra sobre un embaldosado de azulejos negros y blancos. Y al fin llegamos hasta el piano que alguien estaba tocando, y yo miré a los ojos a la niña que ensayaba, y la niña levantó la vista del atril de partituras, y sentí como una quemadura, y me estremecí –pero mi avatar parecía tranquilo, como en otra parte; mi avatar era algo tan distinto a mí que empezó a darme miedo-. Quise gritar, intenté gritar y echar a correr, pero sólo atiné a escribir “NO” muchas veces, así, con exclamaciones; tecleé NO tantas veces que la niña dejó de sonreír y la mujer me preguntó si me encontraba bien, y yo me estremecía, no sé si pueden estremecerse los avatares pero yo sólo veía a mi alrededor la misma procesión infinita de imágenes: Irene untando una tostada de mantequilla, Irene patinando en el parque, Irene tendida en el asfalto, Irene, muerta. Por un momento miré fijamente a los ojos de mi hija –porque eso es lo único de lo que estaba seguro; aquellos eran sus ojos, pero detrás de ella ¿quién?, ¿quiénes?- y me dispuse a hablar, a decirle algo hermoso, o estúpido, o cobarde; a hacerle a mi hija muerta una de aquellas preguntas sin respuesta que durante todo este tiempo de ausencia había reservado sólo para mí.
Pero ya no me quedaba tiempo. En ese mismo instante sentimos que alguien llamaba a la puerta de la casa, y por un momento me pareció distinguir en los ojos de mi esposa un brillo de alegría del que no creí capaz a ninguna animación por computadora. “Debe de ser mi marido”, escribió.
Y luego corrió a abrir la puerta.
Datos vitales
Juan Gómez Bárcena (Santander, 1984) es licenciado en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada por la Universidad Complutense de Madrid. Actualmente estudia Filosofía en la UNED e Historia en la Universidad Complutense. Ha recibido las becas de la Fundación Caixa Galicia Primera Obra para artistas, 2009; Fundación Antonio Gala para jóvenes artistas. Curso 2007 – 2008 y Escuela de Letras de la Fundación Marcelino Botín. Curso 2000 – 2001. Ha merecido reconocimientos como: Finalista del XII Premio Mario Vargas Llosa NH de Relatos en la modalidad libro de relatos independiente. 2008; Primer Premio del Concurso Ramón J. Sender de Narrativa de la Universidad Complutense de Madrid. 2009; Primer Premio del Certamen nacional CRAPE de relatos. 2008; Primer Premio del Certamen José Hierro de Poesía. 2007; Primer Premio del Certamen José Hierro de Relato. 2003; Primer Premio Concurso de Novela Juvenil Nacional “Rúa Nova” el año 2002; Primer Premio del Certamen de relato “Consejo Social 2004” de la Universidad de Cantabria. Es autor de las novelas El Héroe de Duranza, Publicada por la Editorial Ir Indo en 2002, y Farmer Stop, cuya edición a cargo del Servicio de Publicaciones de la Unidad Complutense de Madrid tendrá lugar en abril de 2010.