Para una dignificación del penar

Presentamos un artículo de la politóloga española Laura Suárez (Vigo, 1984), a partir de unos versos de Baudelaire que, en sus palabras, es “una suerte de “dignificación del penar” singular frente a la exaltación contemporánea del placer y del goce general”. Laura Suárez es Doctoranda en Filosofía y Psicoanálisis por la Facultad Complutense de Madrid y la Université Paris VII-Diderot.

 

 

 

 

 

Sobre la dignificación del penar. Una crítica contemporáneas a la lógica de la evaluación.

 

 

Mientras que la gran masa de los viles mortales

del Placer bajo el látigo, ese verdugo impávido,

cosecha sinsabores en la fiesta servil,

Ofréceme tu mano, Pena mía, ven aquí.

Baudelaire

 

 

 

La idea de este artículo se alumbró a partir de unos versos de Baudelaire tomados de su poema “Recogimiento,” de Las Flores del Mal. Hubo algo de contingente y algo de necesario en el encuentro con esas líneas. Lo contingente vino del hecho de un casual reencuentro con el libro del poeta francés, en uno de esos momentos en los que una decide quitarle un poco el polvo a su biblioteca (situaciones que más allá del engorro de la limpieza, contienen la emoción propia del que espera toparse con un viejo amigo al que se había perdido de vista). Lo necesario supuso la tremenda justicia que esas palabras me demostraron desde algo así como lo ineludible de su enunciación, una enunciación que era la mía propia y que buscaba la manera de articularse.

 

Con el “ofréceme tu mano, Pena mía, ven aquí”, podría parecer que lo que pretendo es un ensalzamiento de la pena o del dolor (en el francés original Baudelaire escribe Douleur). No es exactamente eso, sino más bien una suerte de “dignificación del penar” singular frente a la exaltación contemporánea del placer y del goce general (de la que sin duda Lacan supo entrever sus engañifas más camufladas). Más concretamente, esta dignificación apunta a instalarse en lo concreto de lo que me pasa a mí, a un sujeto que siguiendo la tendencia contemporánea de la evaluación, es asignado a una serie de “rúbricas etiquetantes” que lo identifican como “joven” o “universitaria”. Es en este primer registro de la asignación que me toca en el que me gustaría centrar algunos de mis comentarios.

 

Uno de las principales vías de control que ejecuta nuestra sociedad evaluadora es la permanente comparación de los individuos con su grupo de referencia. Permítanme nombrar al grupo de referencia como “grupo de asignación”. Prefiero esta denominación porque muchas veces la comparación y el etiquetado a los que nos vemos sometidos por la lógica de la evaluación no implica referencia alguna, es decir, no conlleva necesariamente una relación, en el sentido profundo del término, sino más bien una asignación, una atribución de una especie de “lote” de marcas que especifican al sujeto desparticularizándolo. Además, la asignación contiene algo de la imposición, de lo no decidido por el sujeto de la asignación, que precisamente se encuentra prisionero en ella (un poco al modo de la Moira griega, del “lote” que te tocaba como destino, sólo que en nuestro caso el “control de la vida” no viene ejercido por el capricho de unas veleidades mitológicas, sino por el desvarío ejecutado por el discurso evaluador). Respecto de la juventud, registro de la asignación del que brevemente voy a tratar, existe también un discurso evaluador que despliega sus lotes hasta imponer una exigencia de homogeneidad de sentido a los sujetos allí “asignados”. Tal exigencia de sentido homogéneo corrobora y refuerza el requerimiento contemporáneo del placer y la felicidad, pues éstos se presentan como los atributos por excelencia del sujeto precintado como joven. “Eres joven, tienes que salir y divertirte”. “Soy joven, tengo que salir y divertirme”. “Eres joven, goza”.“Soy joven, tengo que gozar”.

 

Sabemos que la lógica evaluadora contemporánea y el discurso del amo que la sostiene ha dejado atrás su rostro feroz y terrible para acuñar una nueva mascarada más refinada, teñida de amabilidad y de sonrisa, y que tal torsión en los mecanismos de dominación externos ha venido acompañada por una flexión paralela de su aliado inconsciente, el superyó, volcado ahora en la imposición de goce. Pues bien, toda esta lógica de dicha impostada y apretada por la tenaza superyoica parece extremarse para el sujeto “joven”, pues además de ofrecerse como connatural a su condición de tal, viene acompañada de una doble particularidad (que si bien no le es exclusiva, se presenta en él más acuciante): su decir y su exhibición. No sólo la obligación pasa por el hecho de salir, de divertirse o de gozar, sino que además reconoce la necesidad de decir el salir, decir el divertirse y decir el placer, y de esta manera, exhibirlo, ostentarlo y gritarlo, como si a falta de ello pudiera escurrirse, perderse, o develarse como falso. Como si a falta de ello, el sujeto corriera el riesgo de quedar arrojado al abandono.

 

El acatamiento del sujeto a semejantes prácticas de asignación traduce una de las estrategias de lo que la evaluación silencia: su devenir auto-asignación. De la misma manera en la que la represión exterior se torna auto-represión inconsciente, la asignación externa evoluciona hasta la auto-asignación, y el control evaluador relativo al cumplimiento de los mandatos de placer y disfrute que “te tocan” pasa a ser ejercido por el propio sujeto, hacia sí mismo y hacia “los de su condición”. Y es que en este caso, el control implica a su vez comparación, medida y ajuste con lo que hacen y dicen los otros, tus semejantes en el lote, tus compañeros de exhibición. Ciertamente el exhibir implica ya la presencia de alguien más allá de mi, de un alguien que además de poder participar desde sí en la exhibición, pueda dar cuenta de la mía. Y viceversa. Igual que la felicidad y el placer se postulan con un sentido unívoco y unilateral, su decir y su exhibición deben presentar las mismas condiciones. Puede resultar muy incómodo estar en una fiesta y ver que tus amigos están disfrutando como enanos y que tú no “das la talla” con tu disfrute, y al revés, puede resultar molesto salir de juerga y ver que algunos de tus amigos están apalancados hablando en una esquina. O peor aún, es casi inaceptable que alguien desestime una salida nocturna llena de promesas de exceso y diversión por quedarse en casa solo con sus carencias.

 

Con ello me parece que cuando la mímesis de asignación falla, o se desencaja, se produce algo de la turbulencia, y con ella, muchas veces, de la falta. El sujeto joven, auto-asignado a la lógica del exceso exhibido de satisfacción (de diversión, de alcohol, de drogas, de sexo), exige al otro y a sí mismo (es una exigencia circular) un “no estar en falta”, donde falta significa tanto infracción como ausencia en el registro de asignación colectiva. La infracción viene dada a su vez por otro tipo de falta, aquella que delata el abismo incolmable (e incalmable) de cada uno y que a toda costa hay que recubrir, que anestesiar, por uno mismo y por los otros, no se vaya a producir un contagio desencadenado de jóvenes “abismados”. La ausencia significa sencillamente no estar, no participar de la puesta en común del lote.

 

En fin, todo esto quedaría sin importancia si no fuera porque la “falta” pesa, impone un pesar muchas veces demasiado pesado para sostenerlo que hace que prefiramos reincorporarnos a la asignación del placer, aunque sea a contrapelo. La lógica de la asignación devenida auto-asignación debe pensarse entonces como una de las formas  contemporáneas de servidumbre voluntaria, expresión muy poco estimada por el sujeto del que estamos hablando y en el que yo misma quedo designada. Frente a ello, frente a la lógica exhibicionista del placer adaptado, quisiera defender aquí la dignidad del recogimiento y de la pena para el sujeto joven. Y no hablo de recogimiento en el sentido del “estar a solas con el plus-de-goce” (que no deja de ser una manera autista de quedarse en la autoasignación), sino en el sentido de un apartamiento temporal del lote y de sus sinsabores, de un reencontrarse con lo particular del penar que reposa bajo el artificio del goce, y que como tal, contiene todo lo fugitivo y lo profundo de la singularidad de cada uno.

 

 

 

Datos Vitales:

Laura Suárez (Vigo, 1984). Politóloga, filósofa, profesora y fotógrafa. Cursó estudios de Ciencias Políticas en la Universidad Complutense de Madrid y un Máster de investigación en Estudios Avanzados en Filosofía. Ha terminado una tesis doctoral en Filosofía Política y Psicoanálisis entre la UCM y Paris VII, cuya defensa está prevista a mediados de año 2013. Ha publicado diversos artículos y reseñas en distintas revistas de filosofía, política y cultura. En 2009 se trasladó a París, donde vive en la actualidad y trabaja como profesora de “Lengua española y Comunicación” en la Sorbonne. Es también colaboradora de medios de prensa online y escrita, para los cuales escribe sobre arte y cultura y trabaja como fotógrafa.

 

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