Presentamos, en el marco del dossier Muestrario de Panamá o poesía en las esclusas. 13 poetas Caribe Istmo-Pacífico 1949-1987, preparado por Javier Alvarado, la poesía de Manuel Orestes Nieto (Panamá, 1951). Mereció distinciones como el Premio “Casa de las Américas” 1975 de poesía con Dar la Cara. En el 2010 recibe el Premio Honorífico José Lezama Lima en poesía, de Casa de las Américas.
El Mar de los Sargazos
«Sargonia es todo lo que fuimos,
todo lo que somos y todo lo que seremos.»
I.
UN MAR DENTRO DEL MAR
Créeme: hay un mar dentro del mar.
Una planicie del pastor y la hierba,
del ave y la semilla.
Un horizonte vegetal de esmeraldas y cristales,
flotando en un plato de porcelana y sol.
Una ilusión de magnolias y lirios
en aromas de albahaca y canela.
Un centelleo de robles y pinos,
como cuando el viento vuelve de sus auroras boreales.
Una copa de agua sin fondo,
donde los árboles están enraizados en la transparencia
y sus frutos son de una luz azul.
Una gaviota insumergible caminando a su nido,
eternamente esculpido en hielo verde.
Una cumbre cortada como un embalse
en un volcán.
Créeme: el Mar de los Sargazos existe.
Donde el pez y la rosa
nacen de la misma explosión de la vida;
donde el ala de la mariposa y el girasol,
al surcar el aire,
fundan el rito del silencio de la esponja;
donde la rosa de los vientos
tiene su epicentro de espuma y nube.
Un mediodía de humo y savia
en el corazón de un caracol milenario.
Un esplendor en la proa de un buque insignia.
Un lunar de especies inigualables
esparcidas en las sienes de los hombres,
de sus pirámides y sus geometrías,
de su números arábigos y sus secretos cuneiformes,
de su miedo a morir a solas
y su certidumbre de poder navegar los años
cada vez que una estrella se alínea al milenio de sus destellos.
Créeme: el Mar de los Sargazos fue el inicio del mar.
No lo olvides.
Recuérdalo para siempre.
Un estanque de lirios y tortugas.
Una fortificación de perlas trituradas.
Un mar sin violencia dentro de los mares.
Un sonido a mar en un mar de sonidos.
Una ola dentro de un bosque.
Un pez de alas blancas.
Un caballo de escamas plateadas.
Un monumento, un frenesí, un sueño, un adiós,
una bienvenida, unos ojos, un tiempo,
como el mar mismo y su vocación de permanecer allí,
en su propio fondo y sin orillas.
[Fragmentos del libro: Muertes sucesivas]
Todavía puedo ver correr al niño que fui. El niño que al huir sin rumbo se perdió en el ocaso y ya no regresó a casa.
El niño que esperamos en vano hasta el amanecer.
Todavía le oigo llorar a escondidas sin saber que esquirla de vidrio o de lodo partió su corazón. Su mirada es la del animal que expira calcinado en la pira del sacrificio. Su ausencia es la ofrenda inmerecida y la honda cortada.
Quisiera verle sólo una vez más en la misma esquina donde nos bifurcó la vida. Una vez más, sin reproches ni lágrimas; pero no, ya nunca volverá. Al desvanecerse se borraron en la bruma los días naranjas y los descubrimientos alarmantes de la incansable infancia.
No sé si en realidad aquel niño ingresó al mundo o si sólo pasó de costado. Ya no puedo precisar si vivimos los mismos años o si extraño a alguien que nunca tuve y perdí.
Aún lamento no poder bañarme bajo los aguaceros donde nos empapamos con los sueños que quedaron esparcidos como charcos plomizos en la calle y se evaporaron.
Es inútil abrir la cripta donde yacen estos recuerdos ilusos que sólo sirven para maltratarme.
No queda nada de él ni de mí. No está en la casa donde nacimos, ni en la que moriremos. No está en la acera donde jugamos, ni en la curvatura del miedo que nos dominó al crecer. No está escondido en el crepúsculo ni en el mediodía del verano.
Nada se llevó consigo, nada me dejó de recuerdo. Sólo se esfumó y no quedó ni un vestigio.
El tiempo no fue nuestro bálsamo, sino nuestro veneno.
Aquel niño ha muerto y aún llevo a cuestas su cadáver, sin encontrar la tierra sin dolor donde enterrarlo.
Aquí nací y moriré
Aquí nací,
en un diminuto grano de sal
que flotó a la deriva
y se aposentó
en la placenta aguamarina
de mi madre.
Ella nació de la abuela
quien, a su vez, fue hecha de la piel escamada
de aquellos que vinieron
desde las aldeas distantes
en las costas de África.
Aquí crecí,
en el estallar
de las olas contra las rocas
y los deshechos de las playas;
entre el óxido del hierro
que hirió la pureza de las finas arenas.
Con maderas añejadas
hicimos la casa y las cruces,
el muelle de las bienvenidas y de los adioses,
nuestras canoas
que nos llevaron tan lejos y perduraron tanto
como el tiempo transcurrido
por el joven guerrero que se hizo anciano.
Fui libélula
y volé entre un majestuoso mar
de mariposas multicolores
y fue estremecedor el despliegue del carmesí,
del violeta
y el bermejo,
en las orillas virginales de las playas sin daño.
Apiñé los años
oyendo el latir de corazones engarzados
que aún retumba en los tambores
que se descosen y se desguazan;
en las caderas sudorosas
de las madres
que se abrieron como flores
pariendo hijos.
Fue un tiempo muy largo,
casi la eternidad en salmuera,
entre la pobreza agridulce de la niñez
y la longeva concavidad de mis huesos roídos
por el rumiar de los días;
por años sin dientes
que ya no me mordieron el alma.
Retornaré a la diminuta bahía
de la infancia,
a la muralla donde se estrellaba el mar,
a las calles de la ciudad ultramarina
donde chorrearon amaneceres y atardeceres
en el gris de los aguaceros,
al charco en la acera
y a la puerta de madera.
El celeste,
fue mi vértigo y mi ternura;
en mis ensueños
vi transcurrir un tiempo irrepetible,
con destellos lapislázulis,
que me colmó de inmensas dichas,
insoportables pérdidas
y devastadoras ausencias.
Caeré lentamente
en la refulgencia del agua
donde nadé dentro del velo de la libertad.
Moriré en la tarde
sin poder ver la siguiente aurora;
cuando la pizca de sal
que fue mi origen se evapore,
inevitable, solitaria,
pulverizada en átomos errantes
y vencida en la luz;
cuando la última ola
que vean mis ojos
se desparrame en la playa
y se inicie la resaca
que me llevará como un tronco maltrecho,
un caracol partido,
una espina de pez quebrada,
una momia húmeda
envuelta en harapos de algas,
sin un alarido, sin una queja,
con las vísceras hechas añicos
y el corazón triturado
en una molienda de agua salada
y tierra dulce.
Naufragará el barco de papel
que hice de niño y perdí;
pero no lloraré como entonces,
seguiré trotando
junto con los caballos de mar
en los jardines del agua,
como la segunda infancia,
como repasar los años
y recoger las sueltas alegrías
de la inocencia.
Llegarán otros hijos,
vendrán las madres de otras madres,
y ésta será también su patria sagrada.
Aquí estará por siempre
el lugar donde nací.
Este delicado hilo de luminiscencia
que entró a mis pupilas al nacer
y salió al morir,
en este privilegiado y amoroso
filamento de tierra,
entre dos prodigiosos océanos.
[Del libro: El deslumbrante mar que nos hizo]
Con un remo
será suficiente para impulsarnos
por los siglos
que aún no hemos navegado.
Con esta madera hicimos la quilla
y los mástiles de nuestro mundo,
entre la sal
y la aurora,
entre el carey de las tortugas
y las arenas;
entre las madreperlas
y las sardinas.
Estos colosales océanos
fueron también el territorio sólido
y la pasta que nos moldeó;
el hálito que nos hizo andar,
el latido,
el arco de los abrazos.
Estas latitudes del trópico encendido,
estos ecuatoriales surcos naranjas
en la mitad del mundo,
bien pudieron ser las extensas praderas
de otras naciones,
hacia el norte o el sur,
que antes que nosotros
escalaron nevadas montañas,
alucinaron ante los espejismos
del ardiente desierto,
vieron pasar los altivos alces
y las manadas de lobos plomizos,
en el invierno que endurece y quema.
Casi en el centro terráqueo,
está la olla del mar circunscrito,
con sus lunares vegetales,
entre el archipiélago y las riberas,
entre esteros y marismas
en ebullición,
palpitante y tórrida,
única y centelleante.
La salinidad nutriente del mar Caribe
y la hermosura enceguecedora de sus abrazos
cobijó nuestro parto.
Las avalanchas humanas
surcaron y atravesaron
por estas aguas y estas tierras,
hacia todos los puntos cardinales,
entre sueños,
pesadillas
y desconciertos;
por nuestro mar terrestre,
por nuestro cielo marino.
Entre las palmeras y el manglar,
nació la polifonía
de este intenso y vaporoso lienzo
de limón y terciopelo.
Fue la fundación del cristal de agua
que podemos pisar sin romperlo
y la evidencia de la savia acuática,
perenne, nutricia,
izada en el mástil
de esta singular historia
y su desmedido pelaje.
Todavía se ve pasar el bajel fantasma,
la nave esclava,
la impotencia aprisionada
y la rebelión.
Desde aquí,
puede verse aún cómo entra a la bahía
el cortejo silente
que luego desaparece.
En el agua labrada
está la indeleble imagen
de la multitud despreciada
en la travesía sin retorno;
de los avasallados
en las flotas oscuras y sin banderas
que traficaron entre los océanos erizados;
la laceración de las cadenas,
y el castigo mordaz;
los que cantaban
para espantar las calamidades
y se erguían ante el látigo;
los que fueron embestidos y enjaulados,
con hematomas en sus médulas
y la ira enroscada
detrás de los dientes.
Los apátridas forzados
atados a un destino ignoto,
a una tierra extraña
que terminó siendo suya y no de sus captores.
Nuestra historia está hecha
de esclavitud y libertad,
de idas y vueltas,
de llegadas y partidas,
de adioses y reencuentros;
siempre en la reminiscencia
del agua perpetua
y de la quietud
de sus imponentes lontananzas.
Datos vitales
Manuel Orestes Nieto (Panamá, 1951). Licenciado en Filosofía e Historia por la Universidad Santa María La Antigua. Premio Nacional de Literatura “Ricardo Miró” de poesía en cinco ocasiones: 1972, 1983, 1996, 2002 y 2012 con sus libros Reconstrucción de los Hechos, Panamá en la Memoria de los Mares, El Mar de los Sargazos, Nadie llegará mañana y El deslumbrante mar que nos hizo. Premio “Casa de las Américas” 1975 de poesía con Dar la Cara. En el 2010 recibe el Premio Honorífico José Lezama Lima en poesía, de Casa de las Américas, que anualmente otorga esta prestigiosa institución literaria y cultural de continente, por su obra reunida de cuarenta años de sostenida creación poética: “El cristal entre la luz.”