Presentamos cuatro textos inéditos del poeta boliviano Gabriel Chávez Casazola (1972). Es uno de los poetas fundamentales para comprender la poesía boliviana actual. Ha publicado los libros “Lugar común” (1999), “Escalera de mano” (2003) y “El agua iluminada” (2010). Es miembro de Poesía ante la incertidumbre. Antología de nuevos poetas en español.
Haydeé
Uno se mata porque un amor, cualquier amor, nos revela
nuestra desnudez, nuestra miseria, nuestro desamparo, la nada
Cesare Pavese
En aquella época en que nos conocimos usted pintaba el altiplano con colores intensos, sorprendentes.
No recurría a los ocres habituales, a la paleta del viento.
Volcaba rojos poderosos, amarillos, anaranjados, violetas, el cuadro como un puesto de frutas el domingo en el mercado de un pueblo.
Todo lo pintaba con esos colores: el paisaje, los camiones, la gente, las casas, el camino abierto hacia la nada o el todo.
Y sin embargo, pese al calor de los colores, uno sentía que estaba allí, en medio de la puna, entre un frío acerado, mirando nada más ese camino,
escuchando –¿por qué?- una música alegre, no un lamento.
En aquella época en que nos conocimos usted pintaba el altiplano y leía La lujuria de vivir.
Le habían dicho que estaba enferma, que la paleta, que el olor de la trementina, que cosas inexpresables,
que se dejara de pintar para sanarse de una vez por todas
y usted, entre cocinar y fregar platos, leyendo ese libro seguramente pensaba en aquel otro pintor
enfermo, incomprendido, recuperando en Arles y pintando con colores insólitos,
cayendo
en la miseria, en la turbación, en la lujuria de dejarse morir
abrumado por la vida sencilla.
Pero usted no se dejaba morir. Era yo,
que en aquella época en que nos conocimos, mientras su mano pintaba con colores intensos,
sorprendentes,
quería matarme por una mujer mientras otra mujer quería matarse por mi,
todo un pobre estúpido al que usted,
mi Theo entonces, socorrió con sopas de papa lisa y marraquetas también inexpresables.
Cómo recuerdo los colores de sus cuadros.
Esos rojos poderosos, amarillos, anaranjados, violetas, el cuadro como un puesto de frutas el domingo en el mercado de un pueblo.
Era, decían, la paleta de la enfermedad.
Usted y yo sabíamos que no.
Que era la paleta de la memoria que no olvidaba cómo eran las cosas verdaderas
cuando eran verdaderas,
la paleta de la vida sencilla, abrumadora,
a la que usted me recuperó
mientras la enfermedad se la iba llevando por un camino anaranjado, con una caldera en la mano,
y yo comenzaba a saber que un día usted se perdería dentro de los pueblos en domingo de uno de sus cuadros
para no salir más, por cosas inexpresables
bajo una música alegre y no el lamento del yaraví.
Harry & Sally
Pienso en aquel cincuentón inflado por el botox que alguna vez encontró a Sally.
Pienso en Sally.
Pienso en las Sallys que encontré y perdí en mi vida.
Pienso en Harry cuando era Harry.
Pienso en el botox.
Pienso en esa comedia de agua fresca.
Pienso en la inminencia de los cincuenta años.
Pienso en los encuentros.
Pienso en las comedias.
Pienso en los últimos sorbos que bebí de agua, digo, en los últimos sorbos que bebí de Sally.
Pienso en Billy Cristal.
Pienso en el frescor de la edad, de la risa, de los encuentros.
Pienso en el terrible frescor de la jeringa de botox.
Pienso en Meg Ryan, cuya risa se parecía al apellido de Billy.
Pienso en la Sally que se me viene a la cabeza cuando pienso en aquello de los sorbos de Sally.
Pienso que alguna vez tuvimos todos, Billy, Harry, Meg, Sally, yo y mis Sallys, veinte años como agua fresca entre los labios.
Pienso en Luis Eduardo Aute y una canción que un amigo escuchaba a los 20: No pienso en ti, pienso en ti, en ti.
Pienso otra vez, con más tristeza, en aquel cincuentón inflado de botox que ya ni siquiera reparte premios Óscar.
Pienso en la escena aquella en la que Harry encontró a Sally, en la que yo encontré a Sally, en la que yo dije adiós a mi Sally.
Pienso que Sally quiere decir los veinte años.
Pienso que ella estaba al doblar la esquina.
Pienso que la película está casi terminada.
Pienso que hoy veré la película por primera vez como realmente es.
Pienso que Harry nunca encontró a Sally, que todo fue mentira.
Pienso que eran dos desconocidos, que las Sallys eran y siguen siendo unas desconocidas
y yo casi un cincuentón hinchado por el botox de la melancolía, su fresca aguja en el cuello, escribiendo sin pensar en lo que pienso, también apenas un desconocido
que le regala este poema a Meg Ryan
como se lanzan –pienso– los aviones de papel bajo la lluvia.
He nacido en los confines de un imperio inasible
rodeado por líneas imaginarias y huidizas.
Desde niño quise conocer el corazón de la comarca,
acudir a su norte que era también su centro.
Después de muchos años de soñar con caminos
me resigno a saber que no he partido.
Esta mañana un hombre enfrente mío conversa con los pájaros.
Les instruye la forma de llegar al palacio de jade.
Yo lo escucho pensando en el norte,
en el centro,
en mi viejo deseo.
Pero ya estoy cansado y los días me pesan.
He de conformarme con aprender ese idioma de aves
Y, ya solo, en mi cuarto, planear sobre las sábanas.
Los patios son para la lluvia.
Cuando ella cae despiertan sus baldosas,
abren los ojos del tiempo sus aljibes.
Y entonces los patios cantan.
Un canto hondo,
en un idioma arcano
que hemos olvidado pero que comprendemos
cuando cae la lluvia sobre los patios
y volvemos a ser niños que oyen llover.
Bajo la lluvia todas las cosas son renovadas en los patios
y cuando escampa el mundo huele a recién hecho, a sábado de Dios, a primavera.
El canto de los patios en la lluvia borra el dolor del universo y susurra el dolor del universo
por las lluvias perdidas, por los patios perdidos, por los cantos perdidos,
por ti y por mi que bailamos
bajo la lluvia de Bizancio
arcanas danzas
con movimientos hondos e indescifrables
en los patios de la memoria.
Por ti y por mi que bailamos
que llovemos
que despertamos las estaciones mientras el patio canta
porque la lluvia es para los patios,
esos indescifrables.