Un cuento de Miguel Ángel Ortiz

Presentamos un relato del poeta y narrador duranguense Miguel Ángel Ortiz (Durango, 1984). Es autor de El cuaderno de las resignaciones (Premio de Poesía Joven Elías Nandino 2005), Milagros para una tarde de lluvia (Premio de Poesía Carmen Alardín 2007), y Funerales que jamás las brujas (Premio de Poesía Amado Nervo 2008).

Apócrifo Jericó

A Sergio Pérez Torres, en Monterrey.

 

1

Pensé en una ballena en cuanto me dijo su nombre.

Jonás era un muchacho alto, rubio, que conocí en un breve concierto que  algunos alumnos ofrecieron en el pequeño auditorio de nuestra escuela. Ni él ni yo tocaríamos aquella tarde, pero estábamos ahí para ver, para presenciar los errores de los demás. Jonás se sentó junto a mí y de vez en cuando cruzaba la pierna y un espacio de su tobillo quedaba al descubierto. Entre el calcetín y un pantalón que le quedaba corto, un vello dorado resplandeció.

Estoy con el último cuaderno de Anna Magdalena Bach, el más difícil, dijo orgulloso, y yo examiné su rostro, sus brazos poco fuertes, su tobillo lleno de luz. Luego salimos de la escuela cuando se había hecho de noche y caminamos por varias calles. Rumbo a nuestras casas, el cielo nos cuidó todo tachonado de estrellas como dijera el viejo Twain.

Yo soy de Guadalupe Victoria, como el primer presidente de México, dijo—Guadalupe Victoria era un pequeño pueblo de Durango y llevaba, de verdad, el nombre del famoso insurgente—, para luego completar, con cierto desdén, que ahí le había dado clases de piano un maestro sin talento a quien muy pronto superó.

Tiempo después sabría que aquel maestro era un pastor evangélico y que las primeras notas tocadas por los dedos del muchacho siempre fueron bendecidas por Dios.

Ahora Jonás estaba en la ciudad para estudiar música;  para crecer.

Esa noche, antes de dormir, vi varias veces un trozo de una película donde un gringo se masturba mientras se enreda en el cuello un cordón que ha sujetado de un guardarropa. El chico sube el volumen al juego de tenis que aparece en su televisor y jala del cordel hasta el punto de la asfixia.

Mi película era un VHS que todo complicaba: stop, atrasar, reproducir, stop, atrasar, reproducir; apenas memorizar los genitales; las piernas delgadas, cubiertas de vello. Sólo eso. Todo muy rápido.

Ahora, al recorrer la cinta, imaginaba una escena donde Jonás me ofrece una fracción de su tobillo. ¿Se masturbaría pensando en alguna chica de su pueblo? ¿Pensaría, más bien, en algún virtuoso que interpreta más que su cuaderno preparatorio?

Todo era un teatro de sombras.

Al final de esa noche sólo pensé que en unas cuantas horas nuestra escuela se volvería a llenar de luz.

2

-Te voy a contar esta historia, Jonás, por si la quieres creer.

Habían pasado varios meses desde que nos conocimos y el cielo se mostraba limpio sobre aquel campito que visitábamos después de nuestras clases.

Recuerdo que siempre hablábamos sobre la oscuridad: Son muy oscuras algunas de sus piezas…Sí son oscuras; bueno, yo creo que sí son oscuras. Schumann estaba loco, supongo que a veces estaba oscuro.

Luego, cuando volvíamos por la noche, Jonás agachaba un poco la cabeza y parecía que quería llorar por alguna razón que yo siempre intuí.

-Tú no conoces Jericó- dije ese día-, pero es bueno que sepas dónde está Jericó. Tú puedes no creerlo, si no quieres.

Y hablé sobre aquel pueblo, cercano al río Jordán, donde el hijo de la Virgen María resucitó a un muchacho y le enseñó muchos misterios y pasó una noche con él, “desnudo con desnudo”, como dijera Marcos en el evangelio no aceptado, en el evangelio falso.

A quien amó Jesús.

Las nubes siguieron limpias sobre nosotros, un grupo de aves cruzó el cielo, formó un trazo  y se alejó. Jonás no me creyó aquella historia que yo había leído meses atrás, y recostó su cabeza sobre mis piernas tendidas.

Llevaba unos pantalones azules que le quedaban cortos, unos pantalones brinca-charcos, una camisa de cuadros amarillos, unos zapatos de tela café. Luego volvió a hablar y contó su relato: una ballena y el miedo, el personaje por quien le habían puesto nombre.

Entonces vi su cara limpia, llena de sueños; la misma que más tarde se volvería triste, como tantas veces, al irnos de allí.

Ha pasado mucho tiempo desde entonces.

Aquel muchacho siempre estuvo con Jesús, dicen ahora mis amigos, pero ese relato del resucitado ya siempre aparece en mi cabeza como un trazo inseparable de aquellos atardeceres en que dos estudiantes de música hablan sobre la oscuridad.

Un día Jonás se fue lejos y se llevó parte de la historia. Ya vendrían a mi vida fiestas, luces, palabras en muchos oídos. Ya vendrían autos llenos de música y de cervezas, y siempre pensé lo mismo: Ojalá que Jonás estuviera aquí. Pero no, nunca estuvo ahí. Él se quedó en el viento que giraba sobre el pasto, en el pequeño campito, adentro de su ballena.

Datos vitales

Miguel Ángel Ortiz nació en Durango, México en 1984. Es autor de El cuaderno de las resignaciones (Premio de Poesía Joven Elías Nandino 2005), Milagros para una tarde de lluvia (Premio de Poesía Carmen Alardín 2007), y Funerales que jamás las brujas (Premio de Poesía Amado Nervo 2008).

 

 

 

 

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