Cuento argentino actual: Juan Terranova

Presentamos el cuento del novelista y crítico literario argentino Juan Terranova “Mi fin del mundo nuclear”, incluido en el libro Instrucciones para dar el gran batacazo intelectual argentino. Terranova publicó ocho novelas (El caníbal, El bailarín de tango, El pornógrafo, entre otras), todas ambientadas en Buenos Aires y escribió dos volúmenes de crónicas sobre apariciones marianas en la Argentina, La virgen del cerro y Peregrinaciones.

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Mi fin del mundo nuclear

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Miro la televisión. Estoy en un refugio. La gente que me rodea tiene miedo. Yo no. Soy el diseñador de videojuegos Hito Moshiri y ya imaginé todo esto que ahora está ocurriendo. Comparto el hacinamiento y el techo con mis compañeros de desastre pero no las mismas preguntas. Ellos quieren saber cómo prepararse para la réplica del tsunami, o si alguno de los reactores finalmente se abrirá como un huevo para dejar escapar sus vapores a la atmósfera. Yo, por mi parte, me pregunto: ¿Se acabo el cine de terror japonés? ¿Saldrán caminando del agua los cuerpos fosforescentes de nuestros zombies? ¿Mis futuros hijos sufrirán lesiones genéticas y por las noches podrán ver en la oscuridad gracias a los rayos gamma de sus ojos?

Estamos en un refugio subterráneo construido hace setenta años en una localidad pesquera al sur de la provincia de Fukushima. Yo, Hito Moshiri, pasaba mis vacaciones lejos de las pantallas, tratando de desintoxicarme, apreciando la brutalidad de la arena en mis pies desnudos, y ahora no puedo despegarme de este televisor de plasma que los rescatistas encendieron para que nosotros, las víctimas, supiéramos qué está pasando afuera. De todas formas no sabemos. Con paciencia esperamos la evacuación. Mientras tanto imagino. Me toca imaginar. Imagino y recuerdo. Y tengo pesadillas. Todo se mezcla. Sueño que hago el amor con una central nuclear. Sueño que dos manos de agua pesada anegan el mundo y lo sumergen para siempre.

Me despierto cuando un grupo de rescatistas apila más cajas con botellas de agua mineral y pañales. “Las autoridades japonesas informaron hoy que la piscina de combustible del reactor número 4 de la central de Fukushima Daiichi está en llamas”, dice un periodista nervioso en la televisión. Pienso en una piscina en llamas y no sé si es de día o de noche. Los refugiados rezan. Un viejo llora con la cabeza metida en una caja de cartón. Una mujer le dice: “No llores, anciano”. El hombre deja de llorar. Vuelvo a dormir y esta vez sueño con ballenas que se hinchan como globos y con arponeros que vuelan en planeadores de papel.

Mientras sellamos con cinta adhesiva las rendijas de las puertas y nos recuerdan por quinta vez que el agua corriente no se puede beber, nos enteramos que el pueblo de Minamisenriku desapareció, y que la provincia de Miyagi parece una laguna prehistórica.

Mis compañeros de tragedia no quieren hablar del tsunami. El caldo con fideos que me sirven es salado. Un hombre me dice que habló con refugiados en Oarai y que hoy se quiso volver a comunicar y ya no estaban. Agrega que el puerto y el espigón salvaron la ciudad durante el tsunami, cortando las olas, impidiendo que lleguen a la costa. Le pido prestada su manta y me la da. Tiene confianza en que van a venir a buscarnos muy pronto. Pero falta el combustible. Y la televisión muestra que en las pocas estaciones de servicio que aún siguen funcionando hay largas colas de autos.

Aquí, bajo tierra, voy descubriendo que son muchos también los que piensan que la catástrofe está controlada. El mar se calmó, dicen. No tienen idea de que la radiación puede hacer que los peces caminen por la playa y apuñalen a los pescadores con sus espinas mientras duermen. Como en un viejo arcade vamos subiendo niveles. De tres a cuatro, de cuatro a seis. Chernobyl fue un siete. Hoy me habló una mujer de unos cuarenta años. Me dijo que era especialista en kimbaku, el arte del acordamiento. Ofreció atarme y hacerme experimentar orgasmos que nunca imaginé. “No hace falta pasarla mal, si la podemos pasar bien” dijo. La propuesta me excitó, pero le respondí que si llegaba el fin del mundo quería tener las manos libres.

Está prohibido encender los grandes ventiladores de techo del refugio. Ahora los rescatistas entran a una anciana en camilla. Respira con dificultad. La encontraron debajo de una montaña de escombros en su casa de Iwate. Estuvo durante un momento en la puerta del refugio y preguntó dos veces dónde estaba el Emperador, por qué no había hablado para llevar tranquilidad a su pueblo. Y yo volví a pensar en la serpiente marina y en su lengua de sal. Para diseñar juegos de catástrofes naturales pixelamos viejos fotogramas de películas antiguas. ¿De dónde sacaron esas películas sus ideas? ¿Relatos de marineros borrachos modernizados por el imaginario atómico de los años 50? Como de costumbre, Occidente se va a reír de nosotros. Empleados ociosos del mundo preguntarán, mientras toman su cuarta taza de café, cuántos japoneses se necesitan para apagar un reactor nuclear.

Hoy los rescatistas convencieron a los soldados de que algunos de nosotros podemos ayudar a limpiar el techo del refugio. Hay que llevar guantes, barbijo y botas. La piel debe ir cubierta. Me ofrezco como voluntario. Somos pocos. Antes de salir tomo un refuerzo de yodo para que el cáncer nuclear no se coma mi glándula tiroides. Apenas salgo veo el sol en el cenit. Es hermoso, naranja, fúnebre. Un perro corre cerca de un gran charco de agua. A lo lejos hay una autopista en ruinas, como un insecto con la columna vertebral rota. El viento sopla hacia el Este. Los rescatistas dicen que eso es bueno.

Trabajamos hasta que se hace de noche. El trabajo es lento. Recién al otro día encontramos los primeros cadáveres. Murieron ahogados o aplastados, pero igual tienen ojos de uranio enriquecido, la boca llena de agua radiactiva, sus dientes negros de plutonio despiden las ondas electromagnéticas de la muerte. Algunos parecen muñecos albinos y nosotros, sus pesadas hormigas carniceras.

Después de los muertos, cada uno de los voluntarios mueve un pedazo de madera, de mampostería o de hierro. Logramos quitarle presión al techo del refugio y ya no hay peligro de que las vigas cedan y todo se desplome. ¿Cómo es la forma de la basura? El escombro es algo que perdió su función original, algo que se quebró y se astilló, pero no es basura. Es más que basura. Jamás podría describirse con pixeles. Su forma resulta demasiado orgánica.

La jornada concluye y vuelvo bajo tierra. Cuando termino de quitarme el equipo y se lo paso a un rescatista para que lo limpie, me rocían con agua jabonosa y me quedo media hora en cuarentena antes de entrar al refugio, secándome con toallas de papel. Estoy cansado, no tengo hambre y adentro enseguida encuentro un lugar para acostarme. Pero no duermo. En un rincón, un adolescente, acurrucado y pálido, tiembla como una hoja. Me acerco y le pregunto qué le pasa. Me cuenta que está sufriendo la abstinencia de conectividad. Su teléfono no anda. Su computadora portátil no tiene energía. Para distraerlo le narro la historia de los videojuegos japoneses. Le hablo de Nintendo, de Sega, de Sony. El adolescente me escucha y se duerme en mi regazo como un pájaro con las alas rotas.

Y ahora todos duermen, pero la televisión sigue encendida y transmite sin sonido. Occidente sabe mejor que nosotros lo que nos está pasando. Lo ve con mejores señales satelitales en mejores televisores alimentados por energía eléctrica producida por reactores nucleares sanos. Ahora, en la pantalla, leo el subtitulado japonés. Parece que el portaviones Ronald Reagan atravesó una nube radiactiva en el Pacífico. En Europa revisan sus centrales. Algunas van a cerrar y quedarán como piezas de museo al aire libre, llenándose de matas de pasto y rajándose al sol, mientras las lesbianas militantes de Greenpeace van de picnic y hacen el amor en el rústico cemento de sus instalaciones. Me acerco y cambio de canal. Por primera vez veo ancianos con valijas escapando de Tokio. Hay largas filas en la estación del tren bala. Pero es una imagen engañosa. La mayoría de los tokiotas va a trabajar. El atento subordinado que besa las manos de su empleador no teme. Shintaro Ishihara, el gobernador de la ciudad, dijo que el terremoto fue un castigo divino por el egoísmo de los japoneses. Ahora escucho por segunda vez su retractación, mientras el Banco de Tokio inyecta liquidez en el mercado como un enfermero conecta un moribundo a una máquina.

Hoy es mi cuarto o quinto día en el refugio. Despierto temprano. Las mujeres más viejas siguen durmiendo abrazadas a sus contadores Geiger, soñando con Hiroshima y Nagasaki. Mientras desayunamos té y ananá en lata, un rescatista australiano me enumera en un japonésperfecto cuáles son los síntomas de la radiación. Una dosis letal genera dolores, náuseas, vómitos, diarrea con sangre y hemorragias. Pero una dosis directa destruye la médula ósea y el irradiado se queda sin glóbulos rojos y sin glóbulos blancos. La sangre se licua. En segundos el sistema inmunológico desaparece. La médula ósea, los genitales y los ojos colapsan. Es como una fatality pero sin oponente. El desequilibro entre neutrones y protones en el núcleo del átomo hace que todo se descomponga.

Después, en el baño químico, revuelvo mis desperdicios y cuento los granos de maíz seco que comí ayer. Atravesaron mi organismo sin detenerse, ni abrirse, ni modificarse.

Por la tarde hay novedades. Los rescatistas avisan que nos van a escanear uno por uno para saber si tenemos algún grado de radiación peligroso. Muy rápido se organizan las filas. Nadie pregunta qué sucede, a dónde vamos si se confirma la radioactividad. Un hombre de unos cuarenta años ríe. Tiene cara de loco. Su risa y sus comentarios inapropiados llaman la atención.

Mientras hago la fila hablo con otro, muy flaco y pequeño. Me dice que cuando lo dejen ir viajará a la Argentina.

—Yo también quiero ir al sur pero más al sur, muy al sur, lo más al sur que pueda.

Dice que tiene familia ahí, en Argentina, parientes lejanos pero amables. Sus manos sucias de barro seco parecen de arcilla, el pelo se le pega al cráneo. Del interior de su piloto de nylon naranja extrae las páginas arrugadas de una revista. Me muestra la foto de una montaña blanca de nieve.

—No tienen reactores nucleares, casi no tienen electricidad —me dice.

Me cuenta que es un país de grandes llanuras, con ríos de aguas limpias donde la gente se despierta al amanecer y vive de la tierra en cabañas de troncos.

—En la Argentina hay vacas y corderos, y el trigo nace entre las piedras,

silvestre.

Me pienso en la pampa. Me imagino viajando, sin equipaje, sin tarjetas de crédito, apenas con mi documento y mis magros ahorros, un ligero fajo de billetes escondido en la parte interior de mi única camisa. ¿Hay lugar en esa llanura para un programador? ¿Tendré que trabajar de forma manual? Entonces, el viejo me muestra la fotografía de un caballo.

—Es el primer caballo argentino clonado.

La fila avanza y le digo que en Japón se clonan todo tipo de animales. Caballos, cerdos, ovejas. El viejo me mira y me responde con seriedad que Japón se arruinó para siempre.

Después me duermo apoyando la cabeza sobre unas cajas de cartón y sueño que recorro un desierto nuclear con mi caballo clonado. Buscando el mar llego a un bosque de pinos y otros árboles grises y aromáticos que no conozco. Finalmente siento el sabor de la sal en mi cara y encuentro arena y un horizonte de agua. Uso un sombrero grande y un impermeable ajado, y parezco el personaje de un western del futuro. Sobre el final del sueño galopo hacia la orilla del mar porque el mar es la salvación.

Más tarde, cuando despierto, un soldado piadoso me dice, sin soltar su fusil, pero levantándose la máscara de gas, que mañana dos camiones del ejército nos llevarán a Tokio. Dice que veremos zonas devastadas por el terremoto, que viajaremos al sur, que el viaje va a durar un día o quizás menos. Alguien escucha y quiere saber si los restos de la ciudad de Minamisanriku están en el recorrido. Otros preguntan si es posible seguir hasta Kyoto y Osaka, donde tienen familia. Mi cuerpo quiere creer pero yo no soy mi cuerpo. En el Parlamento Europeo se habla de “apocalipsis”. Todo se termina. Los hombres mueren, las razas se extinguen, las ciudades dejan de existir. El Mesías Godzilla llegará y nos castigará por nuestra arrogante meritocracia, por nuestras fobias y nuestra distancia. Y así, al fin, nosotros, los japoneses, descansaremos hechos polvo del polvo de nuestros huesos en el viento radiactivo porque en Japón no hay tierra suficiente para enterrar tantos muertos. Mientras pienso en esos muertos y en esta tierra, escucho el sonido de una grúa hidráulica trabajando en la noche de Fukushima.

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 Datos vitales

Juan Terranova pasó su adolescencia y juventud entre Caballito, Almagro y Flores, en el corazón de Buenos Aires. Estudió Letras en la UBA. Hizo un viaje iniciático por Europa. En Alemania trabajó de jardinero y baby sitter; en Francia leyó a Maupassant y escribió diarios y poemas. Cuando regresó a Buenos Aires fundó la revista Tres Galgos y enseñó literatura portuguesa y brasileña en la UBA. Terranova es novelista y crítico literario. Publicó ocho novelas (El caníbal, El bailarín de tango, El pornógrafo, entre otras), todas ambientadas en Buenos Aires y escribió dos volúmenes de crónicas sobre apariciones marianas en la Argentina, La virgen del cerro y Peregrinaciones

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