Que la existencia termina convirtiéndose en literatura es algo que pudieron constatar un grupo de amigos y colegas del poeta Waldo Leyva cuando se congregaron en la capitalina Biblioteca Rubén Martínez Villena para dedicarle al cantor de Santiago un merecido homenaje en el espacio El autor y su obra, del Instituto Cubano del Libro.
Los intelectuales Abel Prieto, Enrique Saínz, Alex Pausides, Jesús David Curbelo y Alexis Díaz Pimienta ofrecieron, desde sus respectivos prismas, las más cercanas referencias sobre un autor al que los ha unido en la mayoría de los casos, una sólida amistad. Por tanto, la génesis de muchas de sus creaciones —reunidas en más de 30 libros de poesía— ha tenido entre sus primeros receptores a los ponentes de la ocasión.
Un afecto que llegó por los caminos de la palabra lírica, dotada de una “conversación pausada, risueña y sin fórmulas intelectuales”, fue descrito por Saínz. “Escribe con pasión porque quiere decirnos muchas cosas de ayer y de hoy, pero también del futuro, de ese espacio que no vemos pero sabemos que nos espera con sus luces y sombras”, comentó.
Entre las virtudes de Waldo, Saínz destacó su inagotable fe en el porvenir y encomió su obra poética en la medida en que ha ido creciendo en el largo proceso de construirse y edificar a su vez su época.
Sus libros marcados por evocaciones del pasado pero —y sobre todo— de lo que vendrá, dejan escuchar esa “voz auténtica que ha construido desde sus calles míticas”, así como su “lenguaje redentor de las miserias y las tristezas que no han sido capaces de apagarle su entusiasmo y vitalidad”.
Poemarios como La ciudad y sus héroes, Con mucha piel de gente y El rasguño en la piedra, fueron citados por los panelistas para mostrar ese modo suyo de fundir —al decir de Saínz— “coraje y cotidianidad en un mismo modo natural de ser, y expresar su amor a la tierra propia, como una fuerza poderosa y de presencia permanente”.
Los poemas Para una definición de la ciudad y Caligrafía, confesó Pausides, “son para mí el alfa y el omega; el silencio y el poder de la palabra”. Se refirió a sus libros como grávidos de sabiduría y aseguró que Waldo nos ha escrito palabras amables todo el tiempo y ha traído un manojo de llaves invisibles para abrir el corazón del hombre y el camino para revelar la bondad.
El elogio musical llegó con el verso improvisado de Díaz Pimienta, que vio en el homenajeado al guajiro grande, al amigo y padre que “se robó el epíteto de los bardos del mundo”, porque desde que lo conoce, Waldo es para muchos el poeta.
A las mutaciones que hacen las voces líricas, en un análisis diacrónico, se remontó Curbelo, al tiempo que argumentó el modo en que ha evolucionado no solo en sus circunstancias históricas y políticas —“lo cual Waldo ha hecho con una dignidad estética de altísimo nivel”—, sino también con las corrientes de la literatura contemporánea.
Curbelo valoró cómo el poeta fue apartándose de la corriente del coloquialismo sin dejar de ser un poeta conversacional, y señaló El rasguño… como el poemario de su madurez, donde aflora su persistencia por el rescate de la memoria como manera de sobrevivir a las inclemencias de la historia, la política, la ideología, y el tiempo.
La intervención de Abel desanduvo por anécdotas y viejos tiempos, como aquellos en que ambos trabajaron juntos en la UNEAC, y se detuvo en muchas de sus creaciones.
Reconoció en la obra de Waldo, especialmente en El rasguño… una poesía que apuesta por la esperanza y acotó respecto al poemario, que se empezó a escribir en 1989: “No conozco otros versos que hayan ido tan lejos en la descripción espiritual del clima de aquel tiempo, un viaje continuo de la experiencia personal a la experiencia colectiva”.
Una poesía “sincera hasta los temblores más íntimos de la sinceridad, sin efectismos, poses ni amaneramientos, que nos habla desde el corazón”, rezaron entre los rasgos mencionados por Abel, entre los que incluyó una “melancolía sobria y quieta, que el lector recibe como la confesión de un amigo en la intimidad”.