Cuento mexicano: Gerardo de la Rosa

El poeta y narrador Gerardo de la Rosa (Estado de México. 1984) ha publicado recientemente, con prólogo de Pierre Herrera, el volumen de cuento Un loco y triste amor (CONACULTA / Instituto Tlaxcalteca de Cultura, 2014). El libro se presentará hoy miércoles 17 de septiembre a las 17:00 horas en el Auditorio Elena Garro de la Facultad de Filosofía y Letras de la BUAP, Puebla.

 

 

 

 

 

 

Un amor a ciegas

 

 

A mi hermano Arturo

 

La tarde en que don Simeón debía llevar el dinero para la comida ocurrió algo que nunca pensó que pasaría. Encontró cien billetes de mil, tirados sobre el camino, en plena tarde, como si alguien quisiera que él mismo los hallara. Primero creyó que alguien le estaba jugando una broma o una trampa, así que volteó a todos lados para cerciorarse de que nadie más estuviera por aquel camino. Como no advirtió a nadie tomó los billetes y comenzó el recorrido a su casa. Su esposa lo estaría esperando para ir a comprar los ingredientes para la comida; en realidad sólo iría por unos tomates y chiles para la salsa; guisaría un par de huevos que tomaría de las gallinas que muy generosamente le había obsequiado su madre para que se ayudara, aunque sea un poquito. Sin embargo, don Sim −como era llamado casi por todos los que conocía, a excepción del cantinero que de vez en cuando le gritaba “a ver, tú, ‘meón’, cuándo ya me vas pagando todo lo que has consumido, si sigo así me voy a la friega, y no más por estar manteniéndote a ti”− ya iba imaginando en qué podía gastar todo ese dineral.

            Con dos mil pesos se libraría de la deuda que tenía con Gil, el cantinero, pensaba; hasta habría de invitarlo más amistosamente a su cantina “a ver don Sim, mi mejor y tan distinguido cliente, véngase pa’ca; fíjese nomás: en la compra de una botella, que no sea menor de mil pesos, yo le invito a una de las muchachas de la casa. ¿A poco no está re-buena la oferta?”. La cosa era estupenda, de un sólo girón gozaría de lo que tanto había querido desde años. Tendría al mismo tiempo una botella de gran valor, el respeto del cantinero, que a fin de cuentas no le caía tan bien y la compañía de Rosita, la muchacha que deseaba desde que era un mozo apenas. Tres cosas a la vez, y lo mejor es que seguiría teniendo dinero para darse otros lujos. Podría comprar la casa de don Chepe que sólo costaba cuarenta mil pesitos, pondría una tiendita con otros treinta mil y le sobrarían aún unos veinte mil pesos. Con tanto dinero hasta Rosita se iría a vivir con él. Era genial lo que le había sucedió aquella tarde a don Simeón, que casi todo el trayecto de la casa estuvo alegre. Una vez que llegara a su casa, donde apenas había un cuarto hecho de adobe y techado de láminas de cartón, su esposa correría hacia él y le diría:

            −Sim, qué bueno que ya llegaste. Ya no hay dinero para ir a comprar para la comida. Fíjate nomás que la Chucha no me quiso fiar unos tomatitos ni unos chilitos para la salsa; que no porque luego no pago. Le dije que nomás que llegaras de ir a cobrar los atados de leña iría corriendo a pagarle. Pero no quiso la muy desconfiada. Y pu’s ni modo, ora no hay que comas.

Don Simeón la miraba con cierta incredulidad de que por tantos años hubiera aguantado vivir con ella. Es cierto, ella no era joven ni bella como Rosita, no tenía las mismas manos suaves, ni el olor a frutas dulces de su cabello, y hacía tanto tiempo que su piel era muy dura y rasposa que le provocaba disgusto a la hora de irse a dormir.

−Ni modo Chabe, ora si estamos fregados. Fui a cobrar el último atado a don Chepe, primero no me quería pagar y como sé que nos hace mucha falta el dinero le estuve ruega y ruega; que ora si andaba necesitado de dinero; que no tenía ni pa’ la comida de mi señora esposa. A tanto le saqué lo de dos atados, me quedó a deber otros dos, pero dijo que para la otra semana fuera; que porque estaba de buenas y porque la leña que le llevé estaba muy buena, nomás por eso me pagaba lo de dos atados orita. Yo quise mentársela, y decirle que se metiera la leña por “allí”… tú sabes; pero no lo hice porque recordé que el trabajo honrado cuesta mucho y no debe regalarse a nadie, ni por muy patrón que sea. ¡Faltaba más! Bueno, ya en camino, ¿qué crees?, que me salen unos rateros al camino y que me atracan con sus machetotes. Pensé en poner resistencia, pero mejor opté por suplicarles que no me quitaran el dinero. Eran cuatro hombres, pero se ve que no son de por acá; eran más altos, un poco güeros aunque algo requemados por el sol, tenían la barba muy crecida, los brazos bien fuertes, y, sobre todo, la voz era muy ronca. Los hubieras visto, uno de ello les dijo a los otros “ora sí ya se lo llevó la chingada, de esta no se escapa”. Los otros que me toman del cabello y que me ponen el filo en mi garganta. Quise decirles que con mucho gusto les daría todo lo que traía, pero cuando vieron apenas un mínimo de movimiento que me golpean en la cabeza y caí desmayado. Al recobrarme noté mis bolsos vacíos y una mancha de sangre en el piso, seguramente creyeron que me habían matado. Por eso me tardé, por eso traigo este chichón en la cabeza y por eso no hay dinero para la comida.

Doña Chabe no sabía si llorar o simplemente tragarse sus lágrimas. Acostumbrada a tantos años de esa vida no dijo más y salió al patio a ver si la gallina ya tenía por lo menos un huevo, de cualquier manera no se quedarían sin comer y ella debía ver la manera de cómo hacerle. Después pensó en que tal vez la Chucha sí le fiaría a su esposo, pues sabía de sobra que la tiendera hace tiempo que andaba de coscolina con su marido. A esa altura de su vida, doña Chabe comprendía muy bien que ya nada la importaba; que si su Sim quería andar de arriba para abajo con cualquier mujer era cosa suya, mientras ella fuera la señora del hogar. Qué más podía importarle que entonces anduviera revolcándose con esa tal Chucha. Por lo menos debería sacarle provecho en esta ocasión.

−Oye Sim, ¿por qué no vas tú a fiarte con la Chucha? A lo mejor a ti sí te cree o, hasta lo mejor, te obsequia el mandado.

Él volvió a mirarla ahora con más lástima, sus tripas se retorcían por dentro. No podía tolerar ese tonito y esa pedrada. Quiso cerrarle la boca con un golpe certero y brutal como en los días en que ella se la pasaba llorando porque él no le cumplía con la entrada del dinero para los gastos básicos. Pero tuvo que soportarla, se tragó el coraje y salió a la tienda. Ya de regreso don Simeón llevaba consigo no sólo los tomates y los chiles, sino también unos refrescos, unas galletas, pan, un poco de carne seca y tortilla recién hecha. Y se las entregó a su esposa.

−Ya te hecho sufrir mucho tiempo con esto de andar apretándonos el cinturón, según para ahorrar, y siempre estamos en las mismas: pidiendo prestado, trabajando como burros y nunca nos damos un gustito. Mira, ya te traje algo para que comas, pero no te acostumbres porque quizá sea la única vez –claro que va a ser la única vez, ya verás, contigo ya no vuelvo. Mejor la Rosita que tú. Ella sí que es una mujerona−. Sobre cómo lo pagaré no debes preocuparte, yo me encargo de eso como siempre: los hombres trabajan, consiguen el dinero para la comida y la mujer debe quedarse en la casa a hacer la comida. No importa si debo salir lejos para buscar otro empleo más pagado. Así, yo podré enviarte cada mes un dinero para que puedas mantenerte, no creas que te voy a tener en el olvido. Por eso no te preocupes, yo me encargo. Y nada de llorar porque ya sabes que a mí no me cuadran las viejas que por todo chillan. Si dejaran de ser viejas.

Doña Chabe creyó por escasos minutos que el esposo preocupado que ahora viene no es el mismo. Quizá en el camino se lo cambiaron o tal vez, después de tanto tiempo de sufrimiento, se dio cuenta de lo importante que es ella para él, pues ¿no es ella quien le aguanta todo? Luego recordó cómo en los primeros días él era un poco más fácil en su carácter. De vez en cuando hacía trabajos extras para obtener más dinero y así lograr aunque sea un pequeño lujo. Además él era más humano, más cariñoso. Con tanta fuerza traía a su mente la imagen del ramo de margaritas que le regaló el día de su aniversario. Tal vez esa era el único momento que le gustaría guardar para el resto de su vida. Pero no, este hombre tiene todos los rasgos cambiados.

− ¡Apúrale! ¿No que ya tenías tanta hambre? ¡Pos ora come!

Ya todo lo había planeado: el abandono y dónde ocultaría su dinero. Los cien billetes los escondería a un lado de la tumba de su padre, a fin de cuentas él nunca iba por esos lugares, así que nadie sospecharía dónde pudiera guardar el dinero. Sí compraría la casa y se iría a vivir con Rosita. Al cantinero sólo lo visitaría aquella ocasión en que fuera por Rosita, después compraría algunas botellas de licor y se las llevaría a su casa, para que no volviera al pueblo y tuviera que ver otra vez a doña Chabe, a ella la abandonaría sin el menor indicio de que se iba a vivir con Rosita. A ella le diría que se va a otro lugar para trabajar más duro y ganar más dinero para el bien de los dos. El plan funcionaria perfectamente. Todos creerían que de verdad tuvo que salir del pueblo para trabajar en algo más digno y así poder darle una mejor vida a su esposa, quien tanto lo había aguantado, quien siempre estuvo en las buenas y en las malas, quien nunca lo abandonó por borracho y mujeriego. Esa tarde era la más feliz que tenía desde el día en que su padre murió, con su muerte ya no había quien lo golpeara  a cada rato. Los cien billetes de mil pesos eran lo que él siempre había soñado. Sin embargo, casi llegando a su casa, a veinte o treinta metros, le salieron al encuentro dos sujetos bien vestidos y le ordenaron que entregara el dinero que había encontrado, y que ellos habían tirado. Él los miró con enorme desilusión y coraje y les dijo “miren imbéciles, este dinero es mío, yo lo encontré, además no volveré a vivir como pobre. Estos billetes servirán para comprarme una vida más cómoda. No crean que se los voy a dar así nomás”. Estaba seguro que podría darles una paliza. Ellos no eran hombres de campo, no tenían las misma fuerza ni mucho menos la misma resistencia para soportar los golpes de alguien que toda su vida había trabajado en el campo y que tenía el cuerpo curtido. Los hombres se miraron el uno al otro y uno de ellos echó mano a la bolsa de su chaqueta y sacó un revólver. Miró a don Simeón y le dio un certero tiro en la frente. Don Sim quiso gritar, llorar, rogar piedad, pero sólo le dio tiempo de sentir cómo todas sus ilusiones desaparecían al instante, mientras una espesa lágrima de sangre lo corría por la cara.

Esta noche doña Chabe llorará con un dolor dulce. Con un llanto como de cocodrilos que se han amado apenas mirándose a los ojos. “Después de todo, es mejor así”, se dirá incansablemente.

 

 

 

 

 

Datos vitales

Gerardo de la Rosa (Estado de México. 1984). Ha sido Becario del PECDAT (Tlaxcala 2013); Premio Estatal de Cuento “Beatriz Espejo” (Tlaxcala 2012); Premio Estatal de la Juventud (Tlaxcala 2011); Premio Estatal de Poesía “Dolores Castro” (Tlaxcala, 2008). Autor de los poemarios Este corazón un tigre enloquecido (2010)  y del libro de cuentos Un triste y loco amor (2014). Antologado en Doscientos años de poesía mexicana (2010); El rapidín. Microrrelatos Iberoamericanos 2011 (2011) y Poemas para un poeta que dejó la poesía (2011). Parte de su obra ha sido publicada en diversas revistas del país y del extranjero.

 

 

 

 

 

 

También puedes leer