El museo y el arte contemporáneo

Nuestra editora de arte, Diana Caballero, nos acerca a un texto de Martí Manen (Barcelona, 1976) en torno a la noción de museo y sus múltiples exigencias. El texto fue escrito originalmente para la exposición “Habrá que aceptar, además, que es lo que tenemos” de Mariona Moncunill en la Diputación Provincial de Huesca.  Manen ha comisariado exposiciones en lugares como el Museo de Historia Natural (Mexico DF),  Aara (Bangkok), Sala Rekalde (Bilbao), Konsthall C (Estocolmo), Fabra i Coats Centre d’Art Contemporani (Barcelona) entre otros y ha  sido co-comisario de la Bienal de Turku (Finlandia, 2011). Ha publicado el libro de teoría expositiva “Salir de la exposición (si es que alguna vez habíamos entrado)”, así como la novela-exposición “Contarlo todo sin saber cómo”.

 

 

 

 

 

Quitar las vallas del campo y, en su lugar, hacer museos

 

 

La necesidad de escribir la historia de cada lugar. La necesidad de permanencia. La necesidad de que todo quede, de que no se pierda, de que nuestra mirada este aquí y de que <<aquí>> sea algo importante. El deseo de parar el tiempo y que todo tenga sentido. El sentido.

El escritor local, el coleccionista, el fotógrafo, el pintor, el poeta, el historiador. Los recolectores. Los lugares se definen mediante los personajes que los habitan pero algunos de ellos tienen un papel más importante. Quizá no se trata de un papel de gran visibilidad, pero sí vital en el conjunto de la narración. Pensemos en la realidad como una construcción narrativa, como un devenir casi literario. Con sentido. Todo lugar que se precie necesita de un agente que se acuerde del pasado, que sirva como catalizador de una historia que dignifica el presente. Tener una historia implica no partir de la nada. Tener un historia, una cultura, significa que el lugar tiene un valor, que el amor destinado a ese lugar es lógico y que la satisfacción y el orgullo son posibilidades cargadas de razones.

Los personajes que se encargan de mantener el pasado en orden, los responsables de convertir en palabra y objeto la historia, trabajan desde el ímpetu. En muchas ocasiones ni consideran que trabajan. Las glorias locales acostumbran hacerlo por hobbie; la responsabilidad asumida forma parte del tiempo libre. Un tiempo libre útil, un tiempo libre que modifica el sentido de la existencia. Todo parte del deseo o, quizás, de la continuidad con la propia biografía: de algún modo, mantener en vida el pasado de un lugar no es más que la evolución de la colección infantil. De coleccionar piedras o mariposas a recolectar todo lo posible en un ámbito determinado, ser capaz de poseer el conocimiento total de un área en particular para que todo exista, para que no se pierda. El fotógrafo que archiva los bailes tradicionales año tras año, década tras década. Ése fotógrafo que se interesa por los vestidos tradicionales, ése fotógrafo que, desde su subjetividad, llegará a construir situaciones donde ya no sabemos si está haciendo fotografía o documentando mediante una metodología científica. El pintor que retrata la primavera, el verano, el otoño y el invierno y, con ello, cataloga el paso del tiempo en árboles que podemos ver cómo crecen, en bosques que van cambiando, en parques que reciben a sus amables visitantes cuadro tras cuadro, en campanarios donde una pátina de tradición y belleza logra esconder esos detalles molestos que conllevan la evolución de nuestras sociedades.

Desde el siglo XIX nuestras herramientas para la definición de un pasado encontraron su forma. El museo fue el escogido. El museo pasó a ser el contenedor perfecto para que nuestras pequeñas historias entraran en el templo de la verdad. El museo se presentó como una mezcla entre lo científico y lo popular, algo serio e importante pero al mismo tiempo a pie de calle. El museo da valor a su contenido y también al lugar donde se encuentra. El nuevo museo, que se conforma mediante la suma de varias tradiciones y nace como si siempre hubiera estado entre nosotros, esta pensando en clave de formación de ciudadanos. El museo sirve para educarnos, para indicarnos que somos seres modernos y que habitamos aquí en este lugar que es el nuestro. El museo preserva, logra que aquello que ha sido seleccionado por los ahora especialistas supere el desgaste del tiempo para quedarse en un presente continuo, para hacer un referente y una base desde la que existir. El museo nos enorgullece. El museo, casi por arte de magia, transforma las colecciones de piedras y mariposas en valor y ciencia, transforma los cuadros de ese pintor en arte importante y transforma a las personas en público, en respeto y admiración. Y llega el rigor.

Pero ¿Qué hacemos con la naturaleza? ¿No es el museo algo de las ciudades? ¿Qué hacer cuando la naturaleza es la máxima definición de un lugar? ¿Qué hacer cuando la fuente del orgullo son las montañas y los bosques? ¿Cómo patrimonializar una mirada hacia la naturaleza? ¿Cómo institucionalizar esta mirada? A principios de 1970 llegó una palabra que verbalizó una solución: ECO-MUSEO. Hugues De Varine, con su término abrió la puerta del museo para que fuera un paisaje. Las pinturas dieron paso a los árboles y a los molinos, las vacas y las piedras. Sin más, el eco-museo era el museo de la naturaleza, la mirada civilizada a un alrededor. Un alrededor a mirar con otros ojos, los ojos de la cultura. A partir del eco-museo fue posible determinar que el entorno era material suficientemente interesante para que pasara a ser un museo, para preservarlo hasta el infinito, para intentar mantenerlo en ese tiempo presente -siempre presente- que existe dentro de las salas de exposición. Pero el eco-museo no tiene salas, el eco-museo respira aire y acepta la lluvia, intentando aguantar la respiración y canalizar los riachuelos sin que se note demasiado. Y sin necesidad de mucho más, sin supuestamente ficcionalizar el entorno, sin incorporar tradiciones ni personas vestidas de otras personas en otros momentos. La ficcionalización es previa al eco-museo: a finales del XIX un siglo antes de la aparición de una palabra como eco-museo, en escandinavia se abrieron los primeros museos al aire libre, museos que, a pequeña escala, presentaban y representaban el país. Un país, en estos museos al aire libre, se compone de sus paisajes, sus animales, los oficios tradicionales y los trajes de las personas <<normales>> que vivían en el pasado. Al aire libre, como si antes la vida fuera así, sin pausas en el viaje y todo junto. Aquí los osos, aquí la señora que teje.

Pero antes el paisaje y la naturaleza ya habían ocupado el edificio del museo. El museo de arte, mediante la pintura y la escultura. Y, a principios del XIX ¾ese siglo donde se define nuestro tiempo¾, el diorama entró en el museo de historia. Así que, siguiendo la lógica del paso del tiempo, tendríamos primero diorama, después museo al aire libre y finalmente eco-museo.

El diorama o la construcción estática de un mundo que funciona. El diorama, ese mundo disecado, modelado, esa representación en miniatura de una realidad tamizada por la ciencia y el conocimiento. El diorama tiene la luz controlada y está en el interior. Lo miramos desde el punto de vista que nos pide y está perfectamente bajo control. Todo es estático, todo está en su lugar. Y, a su lado, otro diorama presentando otra situación, otro momento, otra naturaleza.

El museo al aire libre, donde podemos pasear por sus caminos construidos, que dirigen de nuevo, a la puerta de acceso. Organizado, con material vivo bien clasificado, con personas disfrazadas de historia, con detalles de distintas regiones. A veces miniaturizado, a veces simplemente como un apedazar momentos y lugares, organizando un lugar que son varios lugares.

Y el eco-museo o el lugar que se paraliza con su supuesto caos, con sus fisuras pero bajo nuestra mirada, intentando que todo fluya pero bajo control. La naturaleza ya no necesita ser domesticada ni incorporada en el interior del museo. El museo se convierte en un nombre, en un adjetivo más bien, que redefine nuestra aproximación.

Situaciones controladas, deseos de explicar quiénes somos y de dónde venimos. Desde el interior hacia el exterior, desde el orden a la realidad. Generando souvenirs, ofreciendo sonrisas, repartiendo conocimiento. El lugar, la definición de lugar y, también de sus personas de ayer y de hoy. Con la idea del museo como eje, con el deseo de ser algo importante, algo a recordar, algo perenne.

Y entramos en la memoria, en la fragilidad de mantener en vida los sentimientos pasados para archivar algo así como la emoción. Aparecen las personas esas que ahora son museos, rigor y seriedad. Aparecen los juegos infantiles y la tradición oral, las danzas populares y los deportes perdidos. La felicidad. Y los núcleos urbanos. Los contactos entre gente, los árboles genealógicos, las fotos antiguas y en blanco y negro, los negativos en casa de la abuela en un formato que perdió su mercado, las primeras cámaras de cine doméstico, los grupos excursionistas, las asociaciones de barrio, las cartas y los sellos, las cartas secretas amarilleando y los sellos timbrados. Los mapas, las cartillas de racionamiento, los papeles de los juzgados, la muerte brutal de la que no se habla, la guerra, siempre la guerra.

La necesidad de escribir los lugares y la historia. La necesidad de los museos y la definición. La necesidad de los archivos y qué se guarda en ellos. La mirada de pájaro para reconocer el paisaje contra opuesta a la mirada infantil que quiere entender su mundo. Y, entre una mirada y la otra, toda nuestra vida. Ordenada o desordenada, pero frente a la pulsión de convertirse en referente, en algo que indica que somos personajes del equipo de los buenos, de aquellos que serán la referencia de la existencia de un pasado que alimentará el futuro. Pasado, presente y futuro. Y el museo como sistema para crear otro momento, un momento que este aquí para siempre.

 

 

 

 

 

También puedes leer