Presentamos un cuento del joven narrador sudcaliforniano Humberto Mosqueda Ulloa (Ciudad Constitución, 1990). Mosqueda Ulloa recibió mención honorífica en el XII Premio Universitario de Cuento 2014. Fue becario del encuentro los Signos en Rotación del Festival Interfaz Issste, Noroeste, en 2015.
La jota de la dieciséis
Ya nadie pela a las jotas y menos a las putas. Mucho menos si eres jota, puta y además, vestida. Yo era las tres y lo digo sin pena. A los dieciséis años mi papá me corrió de la casa cuando me cachó cantando las canciones de Marisela y Amanda Miguel en la habitación de mi mamá. Sí, sólo por eso. Y no es que mi papá sea un intolerante, me corrió porque lo hacía vistiendo la ropa de mi madre. Como peluca usaba unos viejos pompones que usó Laura, mi hermana mayor, en un desfile del 20 de Noviembre cuando estudiaba en la Morelos, y como no soy de pie grande, era fácil poder usar los tacones de mi mamá para hacer mis shows privados.
Total, mi papá me cachó entaconada, maquillada y apretadísima en un vestido de noche. ¡Pinche joto! Fue lo primero que salió de su boca. Agarra tu cochinero y te me largas con tus desviaciones a otro lado. Tú no eres mi hijo, yo no tengo hijos putos. Mi mamá y Laura no dijeron nada, ellas son el cliché de mujer sumisa que su vida se basa en servir al hombre de la casa. Pero eso sí, antes de correrme me dio la madriza de mi vida. Se quitó el cinturón y trató de quitarme lo joto a cintarazos. En ese momento fue cuando me di cuenta de que mi vida no sería fácil. El primer rechazo por ser quien soy, venía de mi propia sangre, de mi padre. Entonces, ¿qué podía esperar de los demás?
La vida da muchas vueltas, cuando era niño, imaginaba que de grande sería enfermero, estilista o tal vez un chef. Jamás imaginé que terminaría siendo una puta trabajando en la 16 de Septiembre por casualidad. Aunque debo confesar, ser puta no siempre era tan malo. A veces, me tocaba uno que otro turista casado, usualmente con fetiches raros. A la mayoría les gustaba ver a una niña linda con un gran premio entre las piernas. Mientras más femeninas mejor. Nunca tuve problema por eso. Siempre fui delgado y de facciones muy finas, era más guapa de vestida que de hombrecito. Esa fue la razón por la que me dediqué a la prostitución.
Nadie me contrataba siendo Eva, si quería trabajar, tenía que presentarme como Víctor. Intenté trabajar como Víctor. Me contrataron en el OXXO del malecón, pero me corrieron tras una riña un fin de semana. Me tocó trabajar de noche y unos borrachos que andaban de tour por los bares de la zona, empezaron a decirme mierda cuando al agacharme, vieron que usaba una tanga de hilo dental. Por fuera era Víctor, pero por dentro me gustaba seguir siendo Eva. Terminé dándole un golpe a uno de los borrachos. Algo que agradecía, eran las habilidades de Víctor para pelear. De niño siempre fui muy delicado y viviendo en el Pedregal de los pobres, era saber defenderme o dejar que me jodieran.
Me pidieron que me fuera y no regresara. Tomé mi mochila, me sentía una mierda. Yo no quería ser Víctor, quería ser solamente Eva, las veinticuatro horas de los siete días de la semana. Así que saliendo de ese OXXO, entré al antro de a lado y me fui directamente al baño. Saqué un vestido de mi mochila y un par de tacones, y así como la Trevi, me solté el cabello, me vestí de reina, me puse tacones, me pinté y era bella. En ese momento decidí que jamás volvería a ser Víctor. Al salir del baño un chico algo ebrio me tiró la onda, no pude evitar sentirme alagada. Como Víctor sólo recibía putazos y como Eva recibía cumplidos de muchos hombres. Pero no me servía de nada. Todo siempre quedaba en coqueteos por el miedo de que me rechazaran al darse cuenta de que escondo algo entre las piernas.
A pesar de que regresé sola, me fui sintiéndome completamente triunfadora de ese antro. Era una sensación indescriptible. Dios se había equivocado al hacerme. Me metió en el cuerpo de un hombre cuando yo era una mujer bien hecha. Yo era más mujer que mi mamá o que mi hermana. Pero aún como Eva, la magia se tenía que acabar en algún momento. Esa noche no podía regresar a casa, vivía en unos cuartitos de renta en el centro y ya debía varios meses. Tenía que hablar con mi casera y pedirle más días en lo que me daban mi finiquito del OXXO, pero a estas horas de la madrugada sería imposible hacerlo. Bajé por la 16 de Septiembre, me quedaban doscientos pesos y era suficiente para una habitación en uno de esos hoteluchos que hay sobre la 16 de Septiembre, pero jamás imaginé que terminaría con compañía.
¿Adónde vas mamita?, me gritó un tipo desde un Focus color blanco. Primero pensé que se burlaba de mí. Aunque está mal que yo lo diga, pero realmente era muy guapa. Me amarraba tan bien el pito, que a simple vista podía pasar por una mujer. ¿Qué?, ¿llevas prisa?, me insiste el tipo desde el carro. No rey, no llevo prisa, le contesté. ¿Te acompaño?, me insiste. Claro, no hay problema, pero tengo premio, ¿crees poder con eso?
Y así fue como por casualidad o por destino, me convertí en puta. Aunque yo diría, que convertirme en puta, fue una necesidad. ¿Cuándo han visto a vestidas en la escuela?, ¿cuándo las han visto como enfermeras o licenciadas? Bueno, realmente caer en el oficio más viejo del mundo no fue casualidad, destino o necesidad, sino una decisión. La prostitución me salvó de haber terminado en la cárcel o muerta de alguna sobredosis en aquel cuchitril en el que vivía.
Y así fue como a los dieciséis años mis tacones terminaron cada noche sobre esa calle, la famosa calle de las putas, la 16 de Septiembre. Vendía amor a quinientos pesos la hora y yo lo recibía gratis. Así de jodida estaba mi vida, pero me gustaba creer que era feliz de esa manera.
Datos vitales
Humberto Mosqueda Ulloa (Ciudad Constitución, BCS, 1990). Es narrador. Actualmente cursa el sexto semestre de la Licenciatura en Comunicación, en la Universidad Autónoma de Baja California Sur. Recibió mención honorífica en el XII Premio Universitario de Cuento 2014. Fue becario del encuentro los Signos en Rotación del Festival Interfaz Issste.