Presentamos “Una luz rodeada de bichos: Félix Francisco Casanova” texto del escritor y cronista Daniel Centeno Maldonado, que nos muestra de cuerpo entero al poeta canario Félix Francisco Casanova. Este texto ha sido incluido en su nuevo libro de semblanzas Ogros ejemplares, editado por la editorial venezolana Lugar común. Daniel Centeno Maldonado es maestro y doctor en Periodismo por la Universidad Complutense de Madrid. Ha publicado los libros de ensayos Postmodernidad en el cine y Periodismo a ras del boom. También es autor del volumen de entrevistas, crónicas y perfiles a escritores, músicos y cineastas internacionales, Retratos hablados (Debate-2010)
FÉLIX FRANCISCO CASANOVA: UNA LUZ RODEADA DE BICHOS
Nunca pensó el poeta navarro Francisco Javier Irazoki que iba a ser un viudo literario. En los setenta publicaba sus críticas en las páginas de la revista Disco Express. Allí escribía a sus anchas sobre toda la música ahogada en grupos como Deep Purple, Yes o Pink Floyd. Y lo mejor de su trabajo: mantenía correspondencia e intercambiaba opiniones y poemas con un lector canario de aguda inteligencia. Su nombre: Félix Francisco Casanova. Su lema en las cartas: “Escucha, elije y calla”.
Durante buena temporada los sobres dejaron de llegar a la redacción. Irazoki hurgó como pudo y viajó a Canarias hasta dar con alguien que le diera razones de Casanova. Quizás lo imaginaba un poco mayor que él, con más vida y burdel. Sus misivas rezumaban sabiduría y actitud canalla. Pero lo que descubrió lo dejó desconcertado: Félix Francisco era un mozalbete de 19 años, que había muerto tan sólo unos días atrás.
Así se lo informó su desconsolado padre, el también poeta Félix Casanova de Ayala, quien lo puso al tanto de los numerosos premios literarios ganados por el niño, antes de entregarle la única novela que escribió su hijo: El don de Vorace.
Irazoki corrió a leer el libro, y quedó encantado de manera fulminante. Luego aburrió hasta el cansancio a su amigo Fernando Aramburu para que le echara una hojeada a su descubrimiento. Éste, quien para el momento impulsaba al Grupo CLOC de Arte y Desarte, un bisoño movimiento surrealista sin norte ni ídolo a quien seguir, tomó el ejemplar. Lo miró. Lo leyó. Y casi tuvo que coger aire para volver a repasar ciertos capítulos de una novela sobre la inmortalidad. Eso bastó para que de manera inmediata hicieran de Félix Francisco Casanova un miembro póstumo de CLOC, además del mesías artístico y necesario para el colectivo.
A partir de ese momento, el ejemplar de El don de Vorace se erosionó al pasar por múltiples manos y, tanto Irazoki como Aramburu, terminaron por ser los viudos de un adolescente al que nunca conocieron y cuya obra se mantuvo silenciada durante más de 34 años.
No obstante, existen datos para armar al personaje.
Si algo sobresale de la biografía de Félix Francisco Casanova era su talento con las palabras y su amor por la música. Ambos son fáciles de rastrear. De su madre, que es de quien menos se sabe, se destaca su belleza canaria y sus dotes para tocar al piano. Su padre, poeta postista, odontólogo de profesión, comunista de raza y fundador del partido Unión del Pueblo Canario; era un tipo raro que, además de llevar un calcetín en la solapa en lugar del consabido pañuelo, escribió poemas antes de dejar los versos para siempre cuando comprobó que no era posible competir con su crío.
Así, con tal suma de genes, no fue un resultado de azares el que Félix Francisco Casanova, nacido el 28 de septiembre de 1956 en Santa Cruz de La Palma, además de enamorado de la música y de la poesía, también naciera agraciado y excéntrico. Su mismo padre se refirió sobre lo segundo poco tiempo antes de morir de mengua:
“Desde temprana edad solía sorprenderme con frases insólitas que yo me preguntaba de dónde podría haber leído. Eran giros sueltos, casi surrealistas y esotéricos, cuyas fuentes me era imposible inquirir en ninguno de los libros de mi biblioteca que pudiera caer en mis manos”.
Los primeros poemas de Félix Francisco fueron traducciones del inglés de las letras de las canciones que más le gustaban. Lo que no intuía era que su vicio iba a transformarse en creación. Si a la edad de 16 gente como Rimbaud, Keats o Von Hofmannsthal rimaban el esplendor de la carne con el bramido del tigre y las calladas rosas; a los 14 años Casanova se atrevió a mostrar los versos de Muro:
“Luego, en el séptimo despertar,
las eternas ojeras te calumnian
y las orugas siguen presas en el muro.
Este viejo sol está harto de brillar.”
Más adelante pasó lo que suele suceder a esa edad: el púber liberó su rubia melena, cogió una guitarra, emuló a sus héroes y se dedicó con su hermano menor, Bernardo, a inventar portadas de posibles discos. Resulta curioso imaginarlos en el suelo, con crayones y marcadores, como dos diablillos pletóricos de tiempo libre para la rebeldía. Ambos muertos de risa y urdiendo proyectos, por demás, improbables… Pero como en la vida de un adolescente el dinero no es cosa fácil, Casanova tuvo claro que necesitaba de una fuente de ingresos para cubrir sus gastos. Quizás sin mucho pensarlo, con la arrogancia digna de su juventud, la consiguió de la manera menos imaginada: ganando cuanto premio literario se le atravesara. Su palmarés es impresionante: El invernadero (1973) alcanzó el principal reconocimiento de poesía de Canarias, el Julio Tovar; El don de Vorace (1974) logró el Pérez Armas de novela; el poemario Una maleta llena de hojas (1975) se alzó con el del periódico La Tarde.
Mientras los viejos competidores daban portazos y golpes a las mesas con cada veredicto literario que perdían, el niñato salía pletórico de las discotiendas con álbumes de Crosby, Stills, Nash and Young, John Coltrane, Miles Davis, Soft Machine y King Crimson.
Para esa época el joven escribía en su diario:
“Estos días oigo mucha música, mucha. Siempre estoy naciendo en la música, es inagotable mi sed y también su fuente es inagotable. Y me amansa y me derrama como un cántaro de sangre de montaña, y su amor me toca y soy lo más vulnerable a sus palabras, y mis heridas, mis llagas revenan como un árbol cortado, como el primer día en que amé o leí a Tagore”.
Da la impresión de que ni siquiera la envidia podía con él. Todo Casanova era una fortaleza. Si un enemigo literario hurgaba en la elaboración de sus libros, podía toparse con golpes fulminantes hacia la autoestima. Por ejemplo, para El don de Vorace su autor tuvo el tiempo en contra. La hizo en 44 días para poderla mandar a concurso, con su padre tecleando en la máquina de escribir, mientras Félix Francisco le dictaba las cosas que se le ocurrían sobre la marcha. Este artefacto de lo repentino, que versa sobre un suicida que no puede morir, no deja de sorprender con algunas frases. Tan sólo el principio es un derechazo directo a la cara:
“Me siento realmente mejor. Las vírgulas de agua en la ventana desdibujan el paisaje, o quizá son mis ojos los que despliegan esta cortina de lluvia a mi alrededor. Creo que he sonreído justo como los moribundos alegres, pero tampoco en esta ocasión termino de morirme. Estoy llegando al colmo de lo grotesco”.
Más adelante describe de esta forma una fiesta de disfraces a la que, vestido de diablo, el inmortal Bernardo Vorace le prende fuego al convite:
“Bombones derretidos, a San Cristóbal le flamean sus patas de corcel, el niño bendito cae carbonizado. A la cucaracha de mi boca se le revienta el tórax. El perro verde grita que es un sabotaje comunista. El león se carcajea de hinojos con sus manchas siena humeando. La bestia bicéfala se parte en dos, a una mitad se le ennegrecen los dientes, y a la otra se le cae una viga ardiendo sobre el pubis…”
Confiado de sí, Casanova no paró. Fundó con su amigo Ángel Mollá el grupo musical Hovno (mierda en checo) y escribió un manifiesto artístico del mismo nombre. Casi ninguno de sus párrafos tiene desperdicio:
“No cortaremos aquello que sea necesario cercenaremos podaremos y castraremos todo aquello que impida el desarrollo de lo que nace las enredaderas nos gusta la postura dadá de “destrucción” por la “construcción” imposible construir sin apartar los escombros “crítica constructiva” suena en nuestros oídos a elogio y adulación”.
Irazoki y Aramburu, ahora viudos, babearon. Dieron con sus otros libros y empezaron a estudiarlo. Por sus manos pasaron los títulos ya nombrados y también los poemarios Espacio de hipnosis (1971), El sumidero (1972), Nueve suites y una antisuite (1972), Invalido las reglas (1973), Ocioso en los amaneceres (1973), Cuello de botella (póstumo y a cuatro manos con su padre, 1976), Estampido del gato acorralado (póstumo y a cuatro manos con su padre, 1979), Los botones de la piel (póstumo y a cuatro manos con su padre, 1986), La memoria olvidada. Poesía, 1973-1976 (póstumo, 1990) y el diario personal del año 1974 Yo hubiera o hubiese amado (1983, póstumo).
Ellos celebraron su humor negro, su falta de solemnidad, su postura de renegado frente a los círculos intelectuales y su completo desacato a la tradición literaria española. También se fijaron en la capacidad que tuvo Casanova de saltarse cualquier intento de imitación, pese a sus tempranas lecturas de Kafka, Baudelaire, Borges y Hesse. Su poesía era vibrante y al mismo tiempo llena de una sobriedad misteriosa. Pero hay algo que los descolocó desde el principio: el tema del agua en su obra, a la que siempre asociaba con la muerte. Y lo otro: que su novela versara sobre el suicidio.
Sin embargo, lo que más intriga es la historia que contó su hermano. Tan es así que aún registra la fecha exacta de todo: el 14 de enero de 1976. Ese día Félix Francisco, sonriente, fue a darse una ducha. Antes de entrar le pidió a su compinche que nunca dejara de comprar discos, y que siempre siguiera aumentando la colección de música aunque fuera por él. Era un comentario loco de un coleccionista nato.
Lo cierto fue que de esas aguas no volvió. Fue su padre quien lo encontró muerto en la bañera, luego de romper la puerta a patadas. Con su melena empapada lo llevó en sus brazos, desnudo y frágil, hasta el hospital. Pero ya nada se podía hacer. Félix Francisco Casanova había muerto por inhalación de gas a los 19 años y de forma accidental…
Un mes antes había escrito su último poema, dedicado a la novia que lo había dejado, María José Sánchez Pinto. Su título: Eres un buen momento para morirme. Algunos de sus versos dan pie para todas las teorías posibles:
Te bebo en cada vaso de agua
que sacia mi sed,
mis palabras son claras como niños pequeños
o espesas como semen empapando cortinas,
pero hoy tengo que inventar
un nuevo idioma
***
Debes saber que a veces
soy como un entierro interminable,
siempre triste y azul
subiendo y bajando
por la misma calle.
***
Quiero arrollarte, enrollarte y arrullarte,
montaña de aguardiente
y tarde rojiza.
Eres un buen momento para morirme.
Hay maneras de maneras para llevar un luto. El de Félix Casanova de Ayala tiene su punto: el de mutarse en exégeta de su primogénito. Despojado de su hijo, y sin la esposa que había perdido tres años antes, pensó que la mejor manera de honrarlo sería a través de la curaduría de su obra. En el prólogo de unos de sus libros póstumos escribió:
“Te recuerdo escribiendo ese prólogo que ahora me sobrecoge y entonces no entendía. Tú, el único poeta al que yo no podía envidiar, aunque me era envidiable, me has dado la respuesta, a tu modo, sobre la marcha, alegremente. Sí, ¡ojalá sean estos, poemas para la reencarnación!”.
Ya han pasado muchos años de todo. De la familia Casanova Martín sólo queda un miembro. Por fin sonríe del rescate que se ha hecho de la obra de ese adolescente de tercero de Filología Hispánica, que siempre será su hermano mayor. Unas niñas se acercan a una librería de Madrid y ven, embobadas, la belleza insultante de aquel autor precoz. Lo miran y dicen comentarios morbosos. Incluso lo confunden con algún músico de moda. Bernardo calla, y sólo asienta a decirle a un periodista desde Canarias:
“De alguna manera nunca me he recuperado. Mi hermano era como nuestra madre, lograba que todo girara a su alrededor, como esas luces brillantes siempre rodeadas de bichos.”
En las primeras páginas de El don de Vorace, el protagonista despierta aturdido después de pegarse un tiro en la sien. Su amante, al abrir la puerta de la casa y descubrir la escena, grita: “¡Mi pequeño inmortal! ¡Nunca lo conseguirás, eres Dios, eres Dios! ¡Mi linda bestia ensangrentada, eres un Diablo!”
Se hace difícil no pensar que en la esencia de esa intervención, Félix Francisco no haya jugado a escribir las pautas de su propia posteridad.