Nueva Poesía Colombiana: Juan David Torres Duarte

En el marco de la muestra, Nueva Poesía Colombiana, preparada por Federico Díaz-Granados, presentamos la poesía de Juan David Torres Duarte,  periodista del diario El Espectador desde 2011. Ha publicado artículos sobre literatura, cine y artes plásticas. Estos poemas hacen parte de un libro inédito, titulado «La naturaleza de las cosas confusas».

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Rezo

 

Haz que crezca yo, desmemoria, como la maleza,

me esparza por los campos infértiles y secos, y

florezca en tierra vetusta y

reine al amparo de cuevas umbrías.

 

Crezca yo entre la carencia de los amantes

y separe sus carnes volátiles.

Crezca en el baile del cepo que engulle carnes agrietadas

y por su canto breve sobreviva.

Haz que crezca yo entre la porfía y el orgullo, y

de ellos dos sea hijo bastardo.

 

Crezca sin mengua en las palabras del obispo, y

en ellas me revista de misericordia y piedad.

Me espese en los dedos callosos de quienes

viven y se reproducen y mueren, y

pasan, apenas pasan.

 

Me clavan cuchilladas en versículos, y

entre los escribanos soy motivo de desprecio.

Por sobre las bajezas que despierto, sin embargo,

me guardan menesterosos en sus rezos

porque soy la venganza que nace cuando todos mueren.

 

 

 

 

 

Tejidos

 

Los hilos —aquellos de la vida, digo— no tienen pausa,

el reposo les sabe extranjero. Se entierran

en las paredes y son en la noche

esa línea sensual que se ve a media luz.

Los hilos prefieren el caos porque

del caos son padres lascivos.

Un solo hilo, por ejemplo, anda y se olvida de sí.

Pasa su tiempo en el mismo camino,

Y para en los mismos lugares

y cena en los mismos estaderos.

Dos hilos, ya enredados, ya sueltos,

se desnudan en la impaciencia del segundo,

Pero cumplen su camino, y lo caminan.

Tres hilos o cuatro, tal vez cinco,

depende del ánimo y del tiempo,

se catapultan y en la piel que les resta libre

Buscan a otros hilos para anudarse y perpetuarse.

 

Hasta que los hilos se rompen.

Es menester volver a empezar.

O dejar de empezar.

O fracasar de sí.

 

 

 

 

 

Retrato en agua

 

Los hombres no mudan: los hombres esconden.

Si en las tardes son soberbios, bien probable

es que en las mañanas sean sabios,

y son ambas cosas, una y misma,

porque entre los callos del carpintero copulan los

vicios y las virtudes en proporciones adecuadas.

 

Los hombres no mudan: los hombres descubren en goteo.

Son desde el parto y en la niñez

ya lo que serán.

Un hombre es una misma forma que modula

según suene la melodía de su existencia.

Hay quien se niega a esto,

a la naturaleza plástica del hombre,

y luego acude a Dios.

Es prueba de sí.

 

Los hombres no mudan, no mudan, no mudan.

Son retrato de agua que cambia de superficie,

toma otro tamaño, supura ajenas formas,

pero es el mismo retrato de agua y la misma agua.

Si viene el viento y escupe terco el agua bailará,

como el rabo grande de esa zamba dolorida.

Si viene el fuego lo casará a su superficie,

y jamás le dejará penetrar.

 

Los hombres no mudan, los hombres se agrietan.

Son el niño y son el santo y son el perro y son el diablo.

Y no son el niño ni son el santo ni el perro ni son el diablo.

Son la piedra confusa entre la arena

y el vidrio tajante entre la hierba.

Son la grosería del mendigo famélico

y la oración del franciscano de pardas ropas.

Jóvenes, tienen coraza de diamante;

viejos, una frágil capa de lino.

Por eso el canto del viejo es amargura,

y feliz el del niño.

 

Los hombres no mudan, jamás mudan.

Crían en sí los tiempos que aún ignoran.

 

 

 

 

Comparación

 

No es lo mismo —no es igual— matar a una hormiga que

matar a seis millones de judíos.

Es lo mismo —en cambio— amar a un árbol que

amar a un hombre, la pierna carnosa de una mujer, su ritmo nocturno.

El amor es siempre el mismo:

traga de una fuente sola.

Sólo la maldad se deja ver en escalera.

 

 

 

 

Soplo sobre levadura

 

Al tiempo démosle tiempo y se arrepentirá.

El tiempo ha sido siempre viejo,

y de viejo no morirá

porque su condena es vernos pasar.

¿Quién dijo que el tiempo lo cura todo?

El tiempo lo alienta todo,

es un soplo sobre la levadura,

Las bacterias se arrebolan con el tiempo.

Vemos cuanto queremos ver,

tocamos cuanto queremos tocar.

El resto es paisaje y ruido.

El interés determina el efecto de la bola

cuando la bola, en realidad, nunca ha existido.

En el pie de la montaña, embargados del aire que baila,

sentimos una fiesta que serpentea hacia el pecho,

Y con qué razón encontramos

que siempre estuvimos del lado equivocado.

 

 

 

 

 

Sable

 

Para Javier, a quien sólo verso

 

Militar era mi papá.

En las más noches nos daba

aquí con un rejo, aquí con una botella.

Era botella grande, señor.

Botella de culo grueso.

¿Ve este hueco, aquí entre dientes?

Mueco me quedé por mi papá

y por el botellazo y esa promesa:

no le voy a pegar, mijo.

Volteaba uno y ¡tas!

Ahí mismito en la cara.

Rompió el tabique, y el labio

y dos dientes de aquí en frente.

Los papás antes daban duro,

daban en la cara y daban en la pierna.

Y uno: callado.

Me olvidaba yo del sable.

Militar era mi papá.

Severo era mi papá.

Arrogaba el sable y me daba aquí

de puro empeine. Señor,

si quiere pegar en ocasión, pegue aquí:

en ese músculo debajo de la vergüenza.

No en el culo,

más de para abajo.

Duele más que mil madrazos.

Mil madrazos prefiero yo.

Ah, y olvidaba también

El cable de la plancha.

Delgado a la vista, grueso en la carne dolorida.

Le duele a uno el alma.

Me duelen los días.

 

 

 

 

 

Ceiba en la Inquisición

 

¿Cuántas muertes has visto, ceiba vieja?

¿A cuántos colgados de la horca que te enfrenta?

Has oído a los almirantes que afirmaron su decencia,

febriles. Has sabido más —y nosotros ignoramos—

de los hombres que tenían sajada la carne del cogote

y sajada la carne del principio del pecho.

Supiste sus voces carrasposas, con el dolor hecho bis.

Has dado, a lo lejos, con la respiración umbría

de los hombres encerrados en el aljibe.

¿Cuánto has visto indigno de nosotros: los ciegos?

Trepada entre las ventanas del machón,

viste a las mujeres de pezones desgarrados y

supiste del ponzoñoso collar con que adulaban

al becerro de oro los enemigos.

Y todo en nombre de Dios, de unas páginas,

vetustas como tú, jamás tan dignas como tú.

Del garrote supiste por el craqueo de los huesos

y también del jala músculos que se pavoneaba

detrás de ti, copulando con las rejas.

Era todo tan hecho de madera.

Y aunque has visto de cuánto son capaces los hombres,

y aunque en sus manos has visto humear a otros hombres,

estás allí envejeciendo, ya son doscientos,

y son sordas tus ramas al soplo del temor.

 

 

 

 

Anticipación a los bárbaros

 

Y si han de decir, o tal vez ya han dicho soberbios,

que estos versos no tienen rima,

ni música, ni se esponjan con el verbo robusto;

si han dicho o piensan hacerlo

que carecen de ánimo y parecen

verborrea muerta,

sepan bien que les espera

el tenedor y el asa de estos podridos versos.

Que les espera el verbo que quema,

el verbo que saja las espaldas.

Sus exégesis sean epitafios.

Sus pies de nota, flores iracundas.

Mil palabras dirán y dirán nada.

Yo diré una y diré todas.

 

 

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