Andrés Bello: Crónica de Turpin 3/4

Presentamos la tercera de cuatro partes del discurso pronunciado por don Andrés Bello (1781-1865) en la Universidad de Chile. En él, Bello dilucida en torno a los cantares de gesta y al apócrifo de una de sus fuentes: La Crónica de Turpin, escrita por el inventado Arzobispo de Rheims. Andrés Bello estaba fascinado por los detalles del apócrifo y sus menciones en la poesía de su tiempo y de todas las épocas. Dejó constancia de ello en otros ensayos, tales como: Apuntes sobre Romances de Carlomagno posteriores a la Crónica del Arzobispo Turpin o Apuntes sobre la Crónica del Arzobispo Turpin, entre tantos otros. Era un tema que fascinaba al poeta, filósofo, traductor y filólogo venezolano, y del que, se dice, revelaba ciertos enigmas solamente en la intimidad de la conversación.

 

 

 

 

 

 

 

Andrés Bello: Crónica de Turpin | Entrega 3 de 4

[respetamos la ortografía original]

 

 

 

IV

El autor no fué español

Nada hai en la Crónica (si exceptuamos el empeño de exaltar la silla de Compostela) que parezca revelar una inspiración española. Apenas se hallará obra alguna con pretensiones de historia, en que se dé una idea tan injuriosa de España, o tan opuesta a la verdad, o a las tradiciones españolas. Un español que hubiese acometido la empresa de Turpin, no hubiera pasado en silencio las glorias de sus projenitores, ni su invencible perseverancia en la fe; hubiera tal vez añadido algunos nombres nuevos a la historia i al calendario de su nación; sus héroes habrían sido españoles, i a las victorias de éstos, imajinarias o verdaderas, habría dado aquel brillo de milagros i marábulas con que otros adornaron las jornadas de Covadonga, Clavijo i Simancas. Turpin está enteramente desnudo de tales sentimientos. Las tradiciones de los españoles, o le fueron conocidas, o no le parecieron dignas de crédito. Los reyes de Asturias, contemporáneos de Carlomagno, hacen tanto papel en su historia, como si jamás hubieran existido. Ni una palabra de Pelayo, ni de los Alfonsos; entre los héroes que militaron bajo las banderas de Carlos, no hai un solo nombre español. No inventa milagros, sino para Carlomagno i los franceses. Según él, los gallegos, después de la predicación de Santiago, recayeron en sus primeros errores, i permanecieron idólatras hasta la venida de Carlomagno. «Turpin bautizó con sus propias manos a los que entonces quisieron convertirse; los demás fueron pasados a cuchillo, o sujetos a servidumbre». I no parece que estaba en mejor estado la relijion en todo lo restante de España, donde no se ve ni vestijio de otros cristianos que los que formaban el ejército del emperador. Para Turpin, los sarracenos son los aboríjenes de la Península, i Carlomagno fué el que restauró allí la luz del evanjelio que estaba enteramente extinguida.

Ahora bien, ¿a qué español que supiese el latín pudo ser desconocido el nombre i fama de los godos sus projenitores? ¿Qué vasallo de los Alfonsos pudo mirar a los habitantes árabes de España, sino como advenedizos i usurpadores del suelo español? Compárese la obra de Turpin con las que ciertamente han sido forjadas por españoles; compárense sus ficciones con las de las crónicas i romances castellanos; i se encontrará en éstas un tipo de nacionalidad que falta enteramente a la historia del arzobispo de Rheims.

Por el contrario, ¿qué cosa más manifiesta, que la parcialidad de Turpin a los franceses? Según él, a la nación francesa se la deben la dominación i la honra sobre todas las otras. Mirabatur gens sarracénica, dice, cum vi debat gentem gallicam, optimam scilicet, ac beno indutam, et facie gantem. A vueltas de esta efusión de vanidad francesa, se echa de ver que si nuestro cronista desconocía los grandes nombres de que se gloriaba la cristiandad española, no le eran extraños los de la historia de Francia. Según él, Clodoveo, Clotario, Dagoberto, Pipino, Carlos Marte’, Ludovico i Carlos el Calvo poseyeron mucha parte de España; pero Carlomagno tuvo la gloria de subyugarla i poseerla toda. Aun en lo relativo a Santiago, es tan ignorante o tan incrédulo de las cosas de España, que ni siquiera hace memoria del obispo Teodomiro, a quien se atribuía el descubrimiento de la tumba del santo apóstol, i da a Carlomagno i a los franceses el timbre de haber disipado las tinieblas de la infidelidad en que se hallaba como eclipsado aquel santuario, i aun toda la España.

Es verdad que la decantada expedición de Carlomagno a España termina en la trájica derrota de Roncesválles. Pero ni en esta, ni en otra cosa alguna, se da la menor intervención a los cristianos de la Península; Turpin no pudo menos de seguir en esta parte la tradición francesa, que tuvo tantos ecos en los romances métricos, i no carecía de fundamento histórico. Los castellanos fueron los que dieron a este asunto un interés i un colorido españoles, sacando al rei de Asturias a lidiar contra el emperador Carlomagno en defensa de la independencia de España, i creando a Bernardo del Carpio para que muriese a sus manos la flor de los paladines franceses.

 

 

 

 

 

V

Parece que el autor de la Crónica fué Dalmacio, obispo de Iria, i que la escribió en Compostela el año 1095.

Forjóse, pues, la Crónica, de Turpin para promover las pretensiones del prelado de Santiago; pero el forjador fué un extranjero ignorante, que no supo injertar lo fabuloso en lo verdadero, ni sazonar sus invenciones para el paladar de los españoles.

El autor del privilejio de los votos fué en esta parte más hábil, i por eso su obra halló más aceptación en España.

Todas las presunciones que arroja la Crónica, parecen reunirse, como en un punto céntrico, en la persona de Dalmacio, obispo de Iria. ¿Quién más interesado que el prelado mismo de Santiago en la exaltación i engrandecimiento de aquella sede? Dalmacio, por otra parte, fue el único extranjero que la ocupó entre 1086 i 1150. Dalmacio fué francés, i ya hemos visto la predilección del autor de la Crónica a los franceses.

Dalmacio fué monje, i las ideas esparcidas en aquella obra parecen las de un hombre que hubiese vestido la cogulla. Dalmacio vino a España a visitar los monasterios sujetos al de Cluní, i esto le proporcionó correr algunas de sus provincias i adquirir en poco tiempo los conocimientos jeográficos que manifiesta. Teniendo este encargo, era menester que visitase el monasterio de Sahagún, cabeza de los que en España se habían sujetado al clunicense, con que no es de marabillar que pudiese describir tan exactamente su localidad. Dalmacio ocupó la silla iriense a fines del siglo XI, que es la época que mejor cuadra con los indicios que ofrece la Crónica. Finalmente no se puede dudar que la Crónica se compuso en el interés del obispo de Iria; i ya vimos que Dalmacio fué el que dio principio a las jestiones que se hicieron para trasladar los derechos de aquella silla a Compostela, i elevarla a metrópoli.

Este conjunto de indicios, algunos de ellos vehementísimos, forman, si no me engaño, un grado de probabilidad que casi arrastra el ascenso. Otras presunciones pueden añadirse que no dejan de tener algún peso.

La Crónica es claramente anterior a la Historia Compostelana, escrita bajo don Diego Jelmirez; porque si el pseudo-Turpin la hubiese tenido a la vista, hubiera podido rectificar muchos errores históricos relativos a España i al santuario mismo de Compostela; i no podía dejar de tenerla a la vista, si escribía a las órdenes o con participación de don Diego Jelmirez. La Compostelana empezó a componerse algunos años antes del 1112[1]; con que la Crónica de Turpin estaba ya escrita hacia el año 1110. En el fabuloso concilio de que hablamos arriba, se dice que Carlomagno no puso la silla en Iria, porque ni aun la tuvo por ciudad; i que mandó se reputase villa, i dependiese de Compostela: expresiones que indican no haberse todavía verificado la traslación canónica de la silla iriense, i preparaban el camino para solicitarla con fruto. Dalmacio, como hemos visto, la solicitó i obtuvo en el concilio de Clermont, año de 1095. Últimamente, Turpin hace mención de una profecía sarracena que anunciaba el advenimiento de un francés al trono de España, i el subsiguiente triunfo de sus armas i de la fe de Cristo sobre el territorio español. ¿No es verosímil que en este futuro conquistador quiso el cronista designar a don Ramón de Borgoña, francés de nación, conde entonces de Galicia, que tuvo mucha parte en la promoción de Dalmapio al obispado[2], i estaba casado con doña Urraca, heredera presuntiva de la corona?

Don Ramón trabajaba por asegurarse la sucesión en el reino de Castilla después de los días de Alfonso VI, que carecía de heredero varón. A este fin, celebró con Enrique de Besanzon un pacto secreto de alianza, por el cual se estipuló que, muerto el rei, allegaría sus fuerzas Enrique, para poner al conde de Galicia en posesión de todos los dominios de Alfonso (totam terram regís Adefonsi); que, ocupados éstas, se adjudicaría al de Besanzon el distrito de Toledo, o en su defecto, el señorío de Galicia, que poseería como feudatario de don Ramón; i que de lo que se hallase en el tesoro de Toledo tendría dos terceras partes el conde de Galicia i lo restante Enrique. Este tratado en que intervino por sus consejos el abad de Cluní, lo redactó i autorizó Dalmacio (in manu clomini Dalmacii fecimus). Otorgóse, como me parece probable, si no antes de la exaltación de Dalmacio a la silla iriense, a lo menos antes de su fallecimiento en 1095[3]. Hé aquí, pues, una notable coincidencia entre el pacto de que fué secretario Dalmacio, i la elevación de un príncipe francés al trono de España profetizada por el arzobispo Turpin.

Probabilísimo era por 1092 hasta 95, que don Ramón sobreviviese a Alfonso i le sucediese en la corona por derecho de su esposa Urraca, hija primojénita de un monarca entrado en años, que carecía de hijo varón. ¿Qué coyuntura más oportuna para profetizar que un francés había de subir al trono en España, i para conciliarlo la aceptación anunciando el triunfo de sus armas sobre los sarracenos, i el de la fe cristiana en todo el ámbito de la Península? ¿Qué profeta más aparente que Dalmacio, —íntimo confidente— de las pretensiones ambiciosas de don Ramón de Borgoña, su compatriota i su esforzado favorecedor? Pero, contra todas las probabilidades, el yerno murió en 1107, dos años antes que el suegro[4], i para entonces ya éste había tenido un hijo varón en la princesa mora Zaida, que murió al darle a luz en 12 de setiembre de 1099[5].

Podrá talvez objetarse que por aquel entonces había en el capítulo de Compostela dos o tres prebendados franceses, a quienes algunos de los indicios precedentes pueden adaptarse con igual fundamento que a Dalmacio. Pero dos de ellos tuvieron parte en la composición de la Compostelana, i es imposible que coexistieran en un mismo cerebro las nociones de que están íntimamente impregnadas las dos obras. Turpin es un torpísimo falsificador: los historiadores compostelanos, si desfiguran o matizan alguna vez los hechos en pro de su héroe don Diego Jelmirez, manifiestan siempre un conocimiento perfecto de las tradiciones de España. Aunque del celo de Dalmacio por el lustre i aumento de la silla de Santiago pudieran haber participado hasta cierto punto otras personas, solo en el primero es fácil de explicar la ignorancia extrema que de las cosas de España, i de aquella misma diócesis, salta a la vista en la Crónica. Como el pontificado de Dalmacio duró solamente los años de 1094 i 1095, es de creer que en ellos compondría o daría la última mano a la obra; que ésta nacería bajo su pluma en Compostela, residencia ordinaria del obispo iriense; i que su autor la terminaría antes de ponerse en camino para el concilio de Clermont: «illud cassianum, cui bono fuer it, in his personis valeat[6]».

Habiendo Dalmacio vivido solo dos años después de su promoción al obispado de Iria, i consumido no pequeña parte del segundo en el viaje a Francia, no es extraño le faltase tiempo para adquirir los conocimientos históricos que se echan menos en la leyenda turpinesca; sobre todo, concurriendo entonces la  circunstancia de estar escritas las memorias i documentos de los españoles en letra gótica; pues cabalmente en las cortes de León de 1090 o 1091, fué en las que se mandó que cesase el uso de esta letra, i se adoptara en su lugar la galicana.

La Crónica trazó el plan de operaciones que los sucesores de Dalmacio siguieron con extraordinaria actividad i tesón por muchos años; pero una obra en que se descubre tan grosera ignorancia de la historia i tradiciones de España, era imposible que se granjease la aceptación de los españoles. Así no vemos que don Diego Jelmirez ni sus sucesores alegasen jamás tan sospechosa autoridad para sus exorbitantes pretensiones. Turpin tuvo menos crédito en la Península, que al otro lado de los Pirineos. El obispo don Rodrigo, habiendo probado largamente que las decantadas conquistas de Carlomagno en España eran casi todas fabulosas, concluye así: «Cum igitur haec omnia infra ducentorum annorum spatium potestati accreverint christianae, non video quid in Hispania Carolus acquisiverit, cum ab ejus morte anni pene effluxerint quadringenti. Facti igitur evidentiae est potius annuendum quam fabulosis narrationibus attendendum». No pudo decir más claro que miraba la Crónica, de Turpin como una obra apócrifa.

 

 

 

 

Notas

 

[1] Flores, Noticia Previa al tomo 20 do la España Sagrada, número 0.

[2] Historia Composlclana, 1, capítulo 5.

[3] Véase esto curioso documento, sacado del Spicilegium de Lúeas de Achery, en la Hisíoría do España do M. Carlos Romey, tomo 5, pajinas 550. El erudito historiador no acertó en referir la fecha a los años 1104 hasta 1106.

[4] Flores, Reinas Católicas, tomo 1, pajinas 23G i 237.

[5] Flores, ibidem, pajina 225. Lo mas que puede anticiparse este nacimiento es al año de 1095: Flores, pajina 213.

[6] Cicerón, Pro Milonc.

 

 

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