Eduardo Carranza: Epístola mortal

Este 23 de julio, a 102 años del nacimiento del poeta colombiano Eduardo Carranza (1913-1985), presentamos su Epístola mortal.

 

 

 

«Eduardo Carranza es, quizás, el último de los llamados Poetas Nacionales de aquella estirpe de autores que lograron traducir en voces hondas y personales los grandes asuntos del hombre de todos los tiempos, pero que lo tradujeron en unos ritmos y registros indelebles en la memoria de tantas generaciones. Y esto ocurre, entre tantas cosas, porque Carranza es un poeta para leer en voz alta, para declamar, para musicalizar y para congregar. Sin embargo las múltiples posibilidades que otorga la palabra de Carranza y los puntos cardinales de su poesía permiten que sea una autor para diferentes audiencias: El amor, el país, el tiempo, la poesía misma y la muerte son sus grandes temas, temas que abarca desde lo lírico a lo épico con gran habilidad y talento. Desde un soneto de amor hasta la Epístola mortal, Carranza invita a un festín del lenguaje, nos lleva a adentrarnos en los profundos rincones de esta lengua castellana que él tanto conoció, estudió y amó»

Federico Díaz-Granados

 

 

 

 

 

 

Epístola mortal

 

 

«…y no hallé cosa en qué poner los ojos

que no fuera el recuerdo de la muerte»

Francisco de Quevedo

 

 

In memoriam Leopoldo Panero

 

 

 

Miro un retrato: todos están muertos:

poetas que adoró mi adolescencia.

Ojeo un álbum familiar y pasan

trajes y sombras y perfumes muertos.

Pienso en los míos: todos están muertos.

(Desangrados de azul yacen mis sueños).

El amigo y la novia ya no existen:

la mano de Tomás Vargas Osorio

que narraba este mundo, el otro mundo…

la sonrisa de la Prima Morena

que era como una flor que no termina

desvanecida en alma y en aroma…

Cae el Diluvio Universal del tiempo.

 

Como una torre se derrumba todo.

…“Las torres que desprecio al aire fueron”…

Voy andando entre ruinas y epitafios.

Por una larga Vía de Cipreces

que sombrean suspiros y sepulcros.

Aquí yace mi alma de veinte años

con su rosa de fuego entre los dedos.

Aquí están los escombros de un ensueño.

(Y, dónde están las nubes de otros días?)

Aquí yace una tarde conocida.

Y una rosa cortada en una mano

y, una mano cortada en una rosa.

Y una cruz de violetas me señala

la tumba de una noche delirante…

Hojeo el “Cromos” de los años treinta:

lánguidas señoritas cuyos pechos

salían del “Cantar de los Cantares”,

caballeros que salen del fox-trot,

sonreídos, gardenia en el ojal,

(y tú, patinadora, ¿a quién sonríes?)

Y esos rostros morenos o dorados

que amó un niño precoz perdidamente.

Amigos, mis amigas, mis amigos,

compañeros de viaje y no-me-olvides:

Teresa, Alicia, Margarita, Laura,

Rosario, Luz, María, Inés, Elvira…

con sus pálidas caras asomadas

en las ventanas desaparecidas…

 

Panero, Souvirón y Carlos Lara,

Pablo Neruda y Jorge Zalamea,

Jorge Gaitán y Cote y Julio Borda

Mario Paredes, Mallarino, Álzate…

frente a sus copas de vino invisible

en sus asientos desaparecidos:

están aquí, no están, pero sí están:

(¡Oh margarita gris de los sepulcros!)

…“Sólo que el tiempo lo ha borrado todo

como una blanca tempestad de arena”.

 

El que primero atravesó el océano

volando solo, sólo con su Arcángel,

y aquel en cuya frente ardía ya

el incendio maldito de Hiroshima,

los guerreros que al aire alzan el brazo

y la palabra libre como un águila

y aviones y estandartes y legiones

pasan cantando, pasan, ya van muertos:

adelante la muerte va a caballo,

en un caballo muerto.

La tierra es un redondo cementerio

y es el cielo una losa funeral.

 

El Nuncio, el Arzobispo, el Santo Padre

hacia su muerte caminando van:

Nadie les grita: ¡detened el paso!

que ya estáis en la orilla: el precipicio

que cae sobre el Reino del Espanto

y en cada paso vais hacia el ayer

y de un momento a otro cae el cielo

hecho trizas sobre vuestras altezas…

Somos arrendatarios de la muerte.

(A nuestra espalda, sigilosamente

cuando estamos dormidos,

sin avisarnos se urden muchas cosas

como incendios, naufragios y batallas

y terremotos de iracundo puño…

que de repente borran de este mundo

el rostro del ahora y del ayer,

llámese amor o sangre y ojos negros…

Y nadie nos había dicho nada.

Alguien sabe el revés de los tapices,

digo, de nuestra vida,

y es el otro, el fantasma quien lo teje…)

 

Las niñas de Primera Comunión

de cuyas manos vuela una paloma,

las blancas novias que arden en su hoguera,

días y bailes, reyes destronados

y coronas caídas en el polvo

la manzana y el cámbulo, el turpial

el tigre, la venada, los pescados

el rocío, mi sombra, estas palabras:

¡todo murió mañana! ya está muerto.

El polvo es nuestra cara verdadera.

Los Presidentes y los Generales

asomados al sueño del Poder

sobre un río de espadas y banderas

llevadas por las manos de los muertos,

el agua, el fuego, el viento, la sortija,

los ojos que ofrecían el infinito

y eran dueños de nada,

los cabellos, las manos que soñaban

¡“fueron sino rocío de los prados”!

 

La Dama Azul, las flores, las guitarras,

el vino loco, la rosa secreta,

el dinero como un perro amarillo,

la gloria en su corcel desenfrenado

y la sonrisa que ya es ceniza,

el actor y las reinas de belleza

con su cetro de polvo, el bachiller,

el cura y el doctor recién graduados

que sueñan con la mano en la mejilla:

muertos están, si que también las lágrimas:

todo fue como un vino derramado

en la porosa tierra del olvido.

Tanto amor, tanto anhelo, tanto fuego:

dime, Dios mío, en cuál mar van a dar?

“Los yunques y troqueles de mi alma

trabajan para el polvo y para el viento?”

 

Por el mar, por el aire, por el Llano,

por el día, en la noche, a toda hora,

vienen vivos y muertos, todos muertos.

Y sangre arriba vienen nuestros muertos

y desembocan en el corazón

donde un instante salen a las flores,

los labios delirantes y las nubes

y siguen tiempo abajo, sangre abajo:

¡somos antepasados de otros muertos!

 

Todo cae, se esfuma, se despide

y yo mismo me estoy diciendo adiós

y me vuelvo a mirar, me dejo solo,

abandonado en este cementerio.

Allá mi corazón está enterrado

como una hazaña luminosa y pura.

 

Miro en torno, los ojos entornados:

todos estamos contra el paredón:

sólo esperamos el tiro de gracia:

todos estamos muertos, muertos, muertos:

los de Ayer, los de Hoy, los de Mañana…

sembrados ya de trigo o de palmeras,

de rosales o simplemente yerba:

nadie nos llora, nadie nos recuerda.

 

Sobre este poema vuela un cuervo.

Y lo escribe una mano de ceniza.

 

 

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