Presentamos una reseña de Jorge Luis Bustamante, al libro El fruto del paraíso, de la poeta ecuatoriana Tannia E. Rodríguez, recientemente editado en Quito por El Ángel Editor. Luego de la reseña, una selección de poemas del libro.
El fruto del paraíso
Tannia E. Rodríguez
Pags. 58
Colección Líneas
El Ángel Editor.
Quito, junio 2015
La poesía: Refugio y adhesión primera
Por Jorge Luis Bustamante A.
Alguien ha depositado,
sobre la herrumbre de este tiempo,
la palabra
y en ella es fácil tropezar
porque hemos aprendido
a significarla en los actos
Tannia E. Rodríguez
A lo largo de nuestra vida el logro más grande del ser humano, en su desarrollo ontogenético, es la entrada a lo simbólico, al lenguaje (en todo su amplio espectro). Y con la llegada de lo simbólico llega también la entrada a la falta, a lo ominoso, a lo innombrable, que siempre muta, que corroe y busca una palabra para no ser solamente “cosa”.
El fruto del paraíso, libro de la poeta cuencana Tannia Rodríguez, tiene la suerte de ser un breviario de la entrada a lo simbólico, al refugio de la palabra en la poesía, a la adhesión primera de lo incierto en el lenguaje.
Este libro, dividido en tres cuadernos (El fruto del paraíso, Presagio y muerte de Absalón y El canto de la hégira), recorre una voz poética mítica, que envuelve al lector entre imágenes antiguas y un presente discontinuo, que todos lo vivimos. Un canto fundamental hacia la trasgresión en la poesía, hoy un tanto necesaria, que no hace uso de artilugios ni raros experimentos semánticos, el logro de la poesía de Rodríguez radica en acercar al lector hacia un mundo simbólico que rompe la continuidad del ser, ahí su trasgresión.
Cada sección deja un diferente sentir, un distinto pensar y sobre todo se trasforma un refugio de historia personal. La soledad se riega en el vientre del tiempo / y nos engaña cuando funde su aroma con la palabra, nos dice Rodríguez, mientras se acerca sutilmente al concepto de la soledad como algo más que palabra, como un lenguaje, por sí mismo.
La poesía de Rodríguez, y particularmente este libro, se vuelve una especie de credo, ya que esta palabra, como afirmaría Kristeva, es una de las más enigmáticas, dada su variación de definiciones, una de las que más se apegaría a este libro de poemas es poner el corazón en alguna cosa. Esa necesidad del humano, sobre todo del poeta, de depositarlo todo en esa cosa que es el lenguaje, ese alcance simbólico, ese refugio que siempre está, esa suerte de resiliencia y redención, que el poeta la sufre como condena.
Este libro se queda impregnado en la piel del recuerdo y de la eterna discontinuidad del ser, transgrediendo y arrebatando preceptos, se queda como imagen, como tatuaje, como sed, que en cada página busca su agua.
LA GRAN OSADÍA
I
Y
el mar se durmió
sobre ese tiempo
y fue la primera vez que no pude escapar
y tropecé con la derrota,
definitiva,
limpiamente fulminante
y tú,
prendido sobre mi carne crispada
Y yo
escapando por siempre a tu deseo.
Y
me niego al abismo,
porque sabes bien que daría lo que me sobra de eternidad
para salvarte del mar en que sucumbes.
Pero nuestro fruto está muerto:
ya detuvo su carrera.
II
Extendió la mano hacia las sombras
y arrancó el fruto
que pendía del silencio.
Ahora sé que nos abandonó la inocente indiferencia,
que nuestros pasos se han fraguado en la semilla de un fruto
cuyo brillo esconde el sufrimiento
de por fin pensarnos y sabernos
-como pensamos y sabemos los secretos de otros seres
que también han de caer con nuestro oprobio -,
y ya nunca faltará un dolor para abrazarlo
a las cosas que heredamos;
porque son ahora frágiles
se han inscrito ya en el tiempo,
y su memoria se acuña en las palabras
disfrazando la muerte
con la ansiosa apetencia de la vida.
Mas,
detrás de su cariz se esconde la sentencia
y nada importa lo que digan
–ni aun de la belleza-,
para mí,
solo existe el destierro
levantando el polvo del caído
y solo la tristeza de estar enfermo
me acompaña
a rememorar el esmeralda color de los ramajes
en donde se enreda, una vez más,
el brazo de mi Eva.
Pero,
ignora que somos muerte,
vuélcate al sabor de lo que, al caer del día, nos aguarda,
cuando con las sombras busquemos disimular el fruto
que ha engendrado este destierro.
CANTO DE DAVID
O CANTO A LA INMORTALIDAD PERDIDA
I
Indolentes otra vez,
-o solo, descubiertos por la muerteno
somos más que territorio
del que se escapan los latidos del cansancio.
hoy
soy quien nunca fui
y,
aunque intente detener este invierno,
nunca encontraré
a quien fuera.
II
Porque no somos
sino, territorio del que se exilia la vida
aunque sonreímos con el hábito de amarnos
–el hábito de la seguridad y del refugiosolo
estamos quemando,
ingenuamente,
nuestros frutos
en tributo
a los ídolos que amamos.
mientras sentimos
que se agiganta el mundo con los sueños
gota a gota, como él mar herido por las olas,
nos huye la vida.
III
Pero,
¿te has fijado, Absalón,
que los hombres que atestiguan esta guerra ocultan la incertidumbre
de la gloria y la derrota?
Y tú,
¿Aun intentas simular que,
bajo nuestras pisadas,
el mundo y sus esmeros no han seguido
inmutables su marcha?
IV
Y si se repiten los días
¿podrás evadir la espada fementida de Joab
y escapar abrazado a tu corcel?
Yo te digo que no
porque
antes que fructificara el rencor
ya habías muerto,
como otros hombres que no hallaron su indulto
entre la guerra y la esperanza,
como todos los que entregaron sus armas
frente a una sola amenaza
V
Sé que la felicidad es un mar imposible,
que el hijo de hombre disfraza el presente con los rostros
de la ventura ofrendada a sus fantasmas.
Sé que el hijo de hombre incinera su vida;
que sus fuerzas están ancladas a sus caricias
ayer embalsamadas con el miedo.
Pero tú,
también hijo de hombre,
que conoces las lenguas de los dioses y las bestias;
tú,
dejado en prenda
mientras dura la ceguera de estos años,
has visto a lo lejos incendiarse los bosques
con el fragor de la luna
sometiendo el aroma de otro cuerpo
hecho de barro como tú
VI
Tras la cortina de la tarde,
como un monte de duda,
se divisa el sitio donde yace tu cuerpo
royéndose,
también,
por la fatiga
Y no me inquieta la atracción de lo yerto
aunque dore, amoroso, el sol
-filtrándose
por las estrías de las rocas-
tus huesos.
Ayer
¿Quién se negaría
ante la húmeda seducción de tu mirada,
aunque la convocatoria fuese
en pos de estas jornadas de injuria?
Y no me atrae el dominio quieto de lo muerto.
A esta hora
-aunque otra vez golpea el olor del desamparose
ha impuesto un tiempo que alienta la huida
La herida apunta al sitio donde,
remisamente, el sol
va despertándose.
Datos vitales
Tannia Edith Rodríguez Rodríguez nació en Ambato en 1978. Es licenciada en Ciencias de la Educación en la Especialidad de Lingüística, Literatura y Lenguajes Audiovisuales y Máster en Filosofía y Teoría del Arte por la Universidad de Cuenca. Tiene un Diploma Superior en Estudios Latinoamericanos por la Universidad de Cuenca y es Máster en Filología Hispánica por el Consejo Superior de Investigaciones Científicas de Madrid. Actualmente, cursa el Doctorado en Historia de los Andes en la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO-Ecuador). En el año 2005 publicó el poemario conjunto Salmodia a la derrota. El mismo año, su poema el “Canto de la Hégira” obtuvo el segundo premio en el Concurso Nacional de Poesía Universitaria “Efraín Jara Idrovo” y fue publicado por el Encuentro de Literatura Ecuatoriana “Alfonso Carrasco Vintimilla” en 2007. Ha publicado también otros textos de crítica y creación en revistas y antologías.
Jorge Luis Bustamante Álvarez (Quito, 1994). Estudiante de Psicología Clínica en la Universidad Politécnica Salesiana. Colaborador de la revista Utopía. Cofundador del grupo poético «El tornillo» y autor de Histeria y otros delirios (El ángel editor, 2014).