Poesía argentina: Daniel Calabrese

Presentamos algunos textos del poeta y editor argentino Daniel Calabrese (Dolores, 1962). Ha publicado los libros La faz errante (Mar del Plata, 1989, Premio Alfonsina); Futura Ceniza (Barcelona, 1994); Escritura en un ladrillo (español-japonés, Kyoto, 1996); Singladuras (inglés-español, Fairfield, 1997); Oxidario (Buenos Aires, 2001, Premios del Fondo Nacional de las Artes), Ruta Dos (Santiago de Chile, 2013, Premio Revista de Libros, y Roma, 2015, nominado Premio Camaiore Iternazionale). Reside en Santiago de Chile.

 

 

 

 

 

 

 

 

Cerca del puerto

 

Pasan los camiones.

Se llega a mezclar el humo del gasoil quemado

con la llovizna fresca de la costa.

 

No hay poemas perfectos

como el sol, como la sombra.

 

Y menos que hablen de lugares

cercanos a este puerto donde hace frío,

donde se apilan contenedores blindados

para la gente inestable y para las ratas.

 

Pasan las dos mitades de un perro.

La primera lleva una cabeza normal, asustada,

la otra se disipa entre la niebla y la sarna.

En la estación lo bañaron con parafina,

seguro que fue el tuerto que limpia los vidrios,

quizás le regaló un pedazo de pan

y le ordenó: ¡basta de morderte!

 

Que no se turbe el sueño de Pound.

Si los clásicos ya tuvieron épocas

de mayor circulación en América,

al menos aquí, cerca del puerto,

entre la maquinaria envenenada

por la mierda de las gaviotas

(donde pasan las mitades de un perro

esquivando esos camiones de carga),

ya nadie hace las cosas perfectas

como el sol, como la sombra.

 

 

 

 

 

 

Las diferencias entre mi padre y Kerouac

 

Mi padre nació un año después,

muy lejos, casi a la orilla de esta ruta.

 

Kerouac no tuvo, a su vez, un padre

nacido en altamar, como mi abuelo.

 

Y para qué iba a escribir poesía, mi padre.

En cambio Kerouac, entre católico y budista,

excedía las fronteras.

 

Papá tenía una bicicleta roja: eso es viajar.

 

Uf, ambos detestaron el comunismo.

 

Creo que si un cruce misterioso

los hubiese reunido en la mesa de algún bar

se habrían reído mucho.

 

Pero mi padre, que era peronista, se emborrachó

una sola vez en toda su vida.

 

 

 

 

 

Calle uno, fiat lux

 

Callejón Fontana.

Arriba dice «tus sueños»

(debajo de «frágil»)

y una mujer pequeña está mirando

las hojas caídas de un sauce, arremolinadas,

bailando para ella.

 

Tanto trabaja el amor que algunas veces

da en el blanco, piensa.

Lleva un atado de clavelinas,

apenas se mueve y la vida la roza.

 

Otros murieron, ella no.

Todavía no.

 

Algunos agitan la vida como si pasara un tren.

Para esos fue necesaria más muerte

que la de costumbre.

 

Para otros, en cambio,

basta con una muerte fina, tenue,

apenas más intensa que el olvido.

 

Más arriba dice fiat lux.

La mujer pequeña mira su mano izquierda,

deja el ramo, levanta la vista,

controla el reloj del panteón

y se aleja mirándose los pies

hacia la reja de salida.

 

 

 

 

 

Prodigio

 

El trabajo de este día consiste

en llevar una piedra de aquí para allá.

Es una roca muy pesada,

más que un buey,

más que una bolsa cargada de lluvia.

Es un agujero prehistórico,

un espejo negro

a punto de tragarse el mundo.

 

El trabajo de este día consiste

en alzar esa piedra con los ojos y depositarla

suavemente en el medio del camino

para que se detengan los ciclistas,

se detenga la música de fondo,

se detenga la Ruta Dos

a la hora señalada por las arterias rojas.

 

Y cuando todo esté detenido,

entorpecido por la piedra,

detenidas las generaciones ilustradas y piadosas,

detenido el amor entre las cosas naturales

y las cosas manifiestas,

el trabajo, entonces,

consistirá en sacarla de ese lugar,

levantar la piedra nuevamente con los ojos cansados

y enterrarla por ahí, en la nada,

en ese lago de cerrada indiferencia

donde cruje la cama, alumbra el televisor,

brillan los motores,

cae el vino adentro de la luz,

se pudren la memoria y las conversaciones tristes,

y se hunden, con la piedra,

en la más completa extinción.

 

 

 

 

 

El ahogado

 

Deseo aclarar que no fue en un río

sino en la misma tierra donde me ahogué.

 

El único río que llevo en la memoria

es un estremecimiento

donde las pequeñas cosas se hunden

aunque nunca llegan a desaparecer.

 

A veces,

se hunden antes de que pase el río.

 

Y su pedido de auxilio

siempre

llega tarde.

 

 

 

 

 

 

Método para calcular el tiempo

 

Los que viven a este lado de la ruta

saben de compensaciones:

cada vez que alguien pasa rumbo al Sur

anotan la hora exacta

y dejan caer una piedra en el vacío del ser.

 

Quienes viven del otro lado

conocen la polaridad:

cada vez que alguien pasa en sentido contrario,

de regreso,

anotan lo mismo,

pero sacan una piedra del vacío del ser.

 

Así unos llenan su vacío

y otros lo despejan.

 

Cada cierto tiempo,

los que han llenado su vacío

cruzan por el puente viejo (que era nuevo)

y esperan con paciencia

a que pasen los regresadores del Sur,

uno tras otro,

hasta que el vacío es total.

 

 

 

 

 

 

Una carrera con Platón

 

Antes de hablar alzaba una mano

para sujetarse el pecho,

a riesgo de hacerlo en un estilo trágico.

Siete pitadas: un cigarrillo.

 

Esa tarde encendió el motor

de su viejo automóvil

y se acostó en el pasto a escucharlo una y otra vez.

 

Un alambre coincidía con el horizonte

donde se posaban unos pájaros enormes

y el hilo de la tierra se encorvaba.

Cuando alzaban vuelo, de repente,

el alambre subía y bajaba, entre el cielo y el suelo,

en eso que llaman la marcha dialéctica.

Y nadie era capaz de seguirlo.

Siete pitadas feroces: otro cigarrillo

 

El motor hablaba espesamente del silencio,

como si lo más oscuro del ser

encendiera con una llave de contacto.

 

Su viejo automóvil

detenido en el mejor momento de la vida.

 

 

 

 

 

 

Ceda el paso

 

Hay que tener cuidado con las señales.

Este es un pueblo chico y siempre

ocurren algunas historias sencillas.

 

No falta el que bebe, como cree

que bebería Dylan Thomas si viviera,

y luego llega a su casa a medianoche

con los zapatos raspados, apuntando

una llave temblorosa con la mano.

 

Va dejando así una marca de luz

que permanece hasta que la borran

los faros de un automóvil

o simplemente se diluye en la humedad.

 

No falta el que bebe y después dice

que leyó completo En busca del tiempo perdido,

sí, completo, las siete novelas,

y que lloró al amanecer

frente a un mapa de Londres.

 

Tengan cuidado,

en la ruta de la entrada

suele cruzarse a veces un caballo,

algún rencor,

un árbol perdido.

 

Esto no es más que un pueblo chico,

aburrido y violento.

 

 

 

 

 

Datos vitales

Daniel Calabrese nació en Dolores, Argentina, en 1962. Publicó: La faz errante (Mar del Plata, 1989, Premio Alfonsina); Futura Ceniza (Barcelona, 1994); Escritura en un ladrillo (español-japonés, Kyoto, 1996); Singladuras (inglés-español, Fairfield, 1997); Oxidario (Buenos Aires, 2001, Premios del Fondo Nacional de las Artes), Ruta Dos (Santiago de Chile, 2013, Premio Revista de Libros, y Roma, 2015, nominado Premio Camaiore Iternazionale). Traducido al inglés, italiano, y japonés. Fundador y director de Ærea, Anuario Hispanoamericano de Poesía. Reside en Santiago de Chile.

 

 

 

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