Presentamos en Círculo de Poesía, a Murvin Andino Jiménez (San Pedro Sula, 1979). Poeta, narrador, editor, investigador literario, licenciado en Letras con orientación en Literatura por la Universidad Nacional Autónoma de Honduras en el Valle de Sula. Parte de su obra poética y narrativa ha sido publicada en revistas literarias de Honduras, México, Nicaragua, Colombia y Brasil. Ha publicado los libros de poesía Corral de locos (2009), Extranjero (2011), La isla dividida (2015) y La estación tardía (2014, en versión electrónica). Es catedrático de humanidades de la Universidad Nacional Autónoma de Honduras. Las acuarelas incluidas son obra del artista Pito Pérez.
Ritual
Un hombre acude limpio a su ritual de muerte.
El marinero que peleó alto en las batallas de la vida
cumple su promesa de la eternidad
y asiste a su angosta marcha en la península infinita de la noche.
Allí la luz resiste leve en los reflejos,
se acoge el fuego primitivo de los dioses,
se resuelven los barcos nómadas de la lluvia
y la antigua espuma plena
que nos fue negando la memoria.
El mar abraza todo,
el hombre se divide en estaciones y tragedias.
El agua inagotable obliga al vértigo común del horizonte.
Todas las islas son sagradas.
La distancia aclama un cuerpo
que se afianza inerme al infinito.
El hombre que anduvo la sangre última
y acortó los caminos eclipsados de la infancia violenta,
dobla su figura de ardor y fiebre para consagrarse,
se destierra al miedo
desde esa tormenta de tiempo y viento que silencia la vida.
Concluye el fuego milenario,
el pertinaz incendio anuncia el vuelo letal del albatros,
los átomos dispersos que invadieron la semilla final.
El otro mineral
Bajo las sombras de la costa violenta,
anclado a las cenizas de la eternidad,
el mineral crece aún encadenado a su marítimo engaño.
Anegado por el sórdido murmullo,
casi infame en su estigma inmaterial,
cumple el ciclo de lo inalterable,
su último eslabón de fuego y de ceniza
que fundió la tierra en su amargo frenesí.
En lo profundo, híbrido molecular de las estrellas,
gestando tempestades y diafragmas,
el otro animal náutico se aglomera
y todos los mares claman, las islas vuelven de su ciclo imaginario,
los barcos tristes de la madrugada se renuevan
con el viento estacional desde ese faro paralelo,
que reclama la furia.
Nada es secreto.
El agua viva escarba en la memoria
y como un pez herido, el hombre nada en su abandono,
destruye la voz de su inocencia,
la cúspide maligna de su nombre.
Ciudades infinitas e inconclusas,
melancólicas vitrinas de agonía,
terrazas infinitas donde el mineral se desvanece.
La voz olvidada
La noche avanza desde la bahía/ desvaneciendo plumas y bronces/la noche viene como un animal marino/ y se hunde bajo la quilla de las goletas…
Nelson Merren
Noche atemporal,
millones de gotas te doblaron,
cientos de olas te cegaron.
Arena noctámbula,
impenetrable muralla
de viejas y grises soledades.
Playa fugitiva
de otros mares y otros sueños,
de amores cósmicos y cadenciosos
que legaron su letargo.
Noche de estrépito y ternura
que domina con su manto
el imposible vendaval de la condena.
Recorrer esta playa
es tocar entrañas y caminos
de amantes fascinados,
volar despacio sobre cada falaz artefacto de la fe.
Persuadirnos como si el viento fuese una bandera ciega
refugiándose en el tiempo.
Vagar cada noche en sueños
y en penumbras por esa doble orilla de la vida,
junto a este mar devorador de hombres,
de barcos,
de cenizas,
de canciones infinitas,
contra ese diurno estrépito urbano.
Suicidas impulsivos lograron despedirse
y el cíclope invertido alcanzó a sangrar las estaciones,
la angustia,
y el animal pedestre ahogó la ternura,
la pequeña coraza consternada e inolvidable.
La isla dividida
A K. Chávez
Ven a que te distraiga, golondrina, con mi alegría constante. Ya la niebla se va, solitaria y vencida. Y quedamos nosotros, victoriosos, con alas y deseos y dientes y locura.
Efraín Huerta
Recuerdo a los dos tirados en la arena
luego de amarnos intensamente.
Es tarde -decías-
y yo como extraño a los instintos
creía no escuchar ese anuncio de partida.
Recuerdo los viajes,
los paisajes y caminos recorridos,
los balnearios azotados por la brisa
cuando todo fulgor tenía por final
una mirada
y las manos como racimos vencían los cuerpos.
Otras veces salía la luna
como una isla,
como una serpiente
de antiguos rituales.
Pensábamos híbridos
como olas, como incendios,
como seres que soñaron las palabras
y otras voces afiebradas.
Otros se hundieron como rocas
en la niebla que guardó los cuerpos
con paternal inquietud.
Recuerdo, no sé cuántos encuentros,
cuántas arterias desgarradas
y la insondable angustia
de una caricia ya borrada,
una tormenta destruyendo,
tierra adentro,
mi pasado dividido.
Ciudades sumergidas
En lo profundo,
la luz es el escaso viento
que engulle mares y ciudades,
esa lejana influencia de las olas en el tiempo.
En las urbes, cada edificio irrumpe el panorama,
el mar y el miedo son la reverencia a las cenizas
que invitan a no mirar atrás.
A la distancia los bares repletos de turistas
reviven el enigma del placer,
el culto a Baco o a Dionisio,
mientras alguien recorre la playa lejana
y descubre cada vez esa tristeza de las aves,
de los peces-mitadserpiente,
sobre todo, el misterioso encanto milenario,
los metales corroídos.
En lo visible, la ciudad es ese tiempo
que aborta gritos en violentas noches de suburbios.
Cuando el día amanece,
el mar se cierra,
se retrae,
esconde su éxtasis bestial,
las ciudades se sumergen,
desaparecen en fantásticos combates del orgullo
que transita desde esa extraña dualidad.
El huésped
De noche,
el mar es ese paso seductor de los amantes
por la arena,
la luz que imita a la distancia
la ternura de un fugaz abrazo.
El ser interior emerge del abismo
y en su entorno,
la antigua memoria se doblega,
las huellas multiplican la desolación.
Los mártires aguardan sumergidos,
las aves viajan diurnas de una tormenta a otra,
los párpados ceden ultrajados por las olas.
Entonces, atrapado en su diafragma,
el huésped lentamente va expirando
a medida descubre su inocencia
y se retuerce con el mítico encanto.
Cada noche,
los barcos viajan en su manto atemporal y vagabundo
que renueva la lluvia,
las voraces criaturas,
semidesnudas y esqueléticas,
inflamadas piedras,
enrojecidas sábanas
y cabezas
y ojos
y lágrimas
y lluvia que soñamos
como huéspedes de este mundo.
Mi voz y mi sombra
He visto naufragar la sed y la esperanza,
los ojos de una mujer preñada
y doblemente consternada,
la elocuente tristeza de los hombres.
He visto el agua de mi mar
y la función mecánica en mi carne
fundiéndose en un eléctrico diluvio,
la temblorosa luz en actitud vacilante,
el vasto lecho donde cae la noche
y donde dejaré de doblegarme.
He visto arder los grandes templos
y sus dioses de memoria fracturada,
el golpe que acompaña a la muerte
y el misterio de las bestias laceradas.
Soy el fuego de las almas rebeldes,
la luz ciega o la máscara soñada del destino,
el cielo incierto de cada amanecer.
Soy lo vivido -amor, furia, deseo-
el ser telúrico de la existencia
y la experiencia profunda e incontenible.
Estoy solo desde la creación
y sigo siendo la serpiente,
el monstruo avasallador de la tormenta,
admirador de Jacquelin du Pre,
de Janis Joplin, de Hendrix, de Maradona, de Brigitte Bardot,
del gran sabelotodo,
sigo perdido como un continente vacío
o una variación irracional de sentimientos.
Estoy por despedirme,
vuelvo a los interminables recuerdos,
sufro el aislado castigo diario,
la muralla roja de los años.
Acá, la orilla desenvuelve la inveterada soledad,
en el otro costado,
el horizonte seduce instantes y murallas
que la noche no consume
y en medio persiste la muerte,
la escalera solitaria de salida al universo,
la lluvia ciega, atemporal y lúdica, del infinito.