Santiago Espinosa: Premio Internacional de Poesía Jaime Sabines 2016

En Círculo de Poesía felicitamos a nuestro amigo el poeta colombiano Santiago Espinosa (Bogotá, 1985) por haber merecido el Premio Internacional de Poesía Jaime Sabines 2016, con su libro El movimiento de la tierra. Santiago Espinosa es poeta y crítico literario. Licenciado en Literatura y Filosofía de la Universidad de los Andes. Actualmente es profesor del Gimnasio Moderno de Bogotá donde coordina su Escuela de Maestros. Su poesía ha sido traducida al italiano, árabe, griego e inglés.  En 2010 publicó Los ecos, su primer libro de poemas. Lo lejano, su segundo libro, fue publicado en Ecuador por El Ángel Editor (2015). El Año pasado, Valparaíso Ediciones publicó su libro Escribir en la niebla, compilación de ensayos sobre 14 poetas colombianos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Soliloquio de un raspachín

 

 

Con estas manos

planto semillas de viento.

Espero su floración

de limbos pardos

antiguos como el suelo.

Las hojas son los rostros

de los niños sin descanso

creciendo en la selva,

estrellas o corales

olvidados

que silban entre los árboles.

 

Desayuno. Pienso en el padre

de los lunes

frente a un pocillo roto,

repaso cicatrices.

Limpio las hojas secas

sobre una tablilla,

en calma,

como el que lava un aluvión de oro

en lo profundo de su casa.

 

En la semilla está el sol negro

de los puertos,

respirando a la distancia.

El viento llega a los bolsillos de la noche.

Recorre plazas que no conozco, avenidas desiertas.

Tiendas donde se paga una promesa

en la oficina de recaudos.

Descansa en la furia de las llaves,

traza dos líneas de fuego en la repisa del bar.

Construye palacios y destierra casas viejas,

casas de rejas blancas junto al espejo del lago.

 

Mi oficio es el oficio de mi padre.

Cuido la sal, el puño, mido los cristales,

espanto de mi casa pajarracos negros.

 

Con estas manos

he cosechado tempestades.

 

 

 

 

 

 

 

El Carnicero

 

 

La materia

“diáspora de estrella”,

es para Don Orlando

kilos

peso tibio entre las manos.

Y el tiempo, del negro al blanco,

le zumba al oído

como moscas en la tarde.

 

Entre lomos, caderas,

blancos puñados de grasa,

pasan los días de Don Orlando.

Por eso alza las carnes al hombro

sin pensar en los cortejos.

Lee los mensajes de las fibras

sin detenerse en augurios.

 

No hubo pudor cuando

besó a su hijo entre placentas.

Cuando lo tuvo en los brazos,

y en los ojos del uno y del otro

la misma bruma,

sus manos, sin saberlo,

imitaron la balanza romana.

 

Las vísceras del hijo se velaron,

al ver la luz por el cuchillo de otros.

Don Orlando no hace conjeturas,

su madre le enseñó que era malo especular.

Y sin embargo

no olvida la bendición

antes de hacer los cortes.

Hay que lavarse bien las manos

sin importar el precio del jabón.

 

 

Al margen

 

 

Tarde de sed,

llueve sobre las calles

 

detrás de lo que escribo

siempre hay lluvia.

 

La música abre una esfera

donde entran y

salen los fantasmas

que no he visto

 

cesa la gravedad

bajo sus botas mojadas

 

y llueve

adentro.

 

 

 

 

La casa ilusoria

 

 

Como un árbol

que se abre camino en la mitad del mar,

la casa, su olvidado lenguaje de peldaños,

de redes y vacíos luminosos,

nació en el sueño del arquitecto.

 

“Una casa”, se dijo,

“huella de la vida,

que tenga por rostro

la prudencia del anónimo…”

“Que interprete la montaña

sin cortes sin remedos.”

“Pura y aislada como la hoguera.”

 

Y de la casa surgieron moradores.

Sus altos muros

fueron perdiendo la extrañeza,

cuando por el pasillo circularon las visitas

haciendo de los rincones escondites,

refugios,

donde la hombría pudo llorar las deudas

de rejas para dentro

y habría de llegar el sexo

a la lengua de los niños.

 

Sonaron los estruendos de cada noticiero.

El abandono

en las caídas del fútbol.

También hubo películas dobladas

que hablaban del África,

de una aridez distinta

a la que comenzó en los muslos

y terminó en el trazo de los rostros.

 

Fueron muchos los recuerdos

que se robó la mansarda.

La capa adusta del abuelo,

Caracoles de ecos prófugos.

Los niños jugando a la guerra

con sombreros de copa

o emprendiendo la caza del Mohán

en la selva imaginada.

Mientras tanto, en la noche, los otros

oían a su conciencia traquear en la madera,

dando sus primeros pasos.

 

En medio de los aromas del melón, siempre distintos,

viendo la luz colarse en los vitrales,

por la ventana entró el sonido

de un antiguo clarinete,

poblando la casa de fantasmas

y de barcos que se hunden.

 

Con el adiós de los nardos, creciendo en la portada,

quizás solo hubo tiempo de mirarse a los ojos

para estrellar las copas de cara a la montaña.

Hubo tiempo de alzarlas

y volver a brindar por los ausentes.

 

La obra estaba completa.

 

 

Para  Guiseppe Volpini.

 

 

 

 

 

La arena y los olvidos

 

Quien se habita es el desierto:

su soledad es nuestra.

Carlos Obregón.

 

 

Se han reunido tus recuerdos

sobre el blanco de una imagen,

pidiéndote cuentas.

Qué de esto es tuyo y qué de los otros.

Dónde comienza el dolor de los demás.

 

Tanteando en torno, como sonámbulo,

buscabas la conexión entre tu voz y las cosas.

Te preguntabas por la herida de una herencia,

cuando al final de los caminos

no había nada por comprender.

Así fuiste habituando tu labor de escribano,

en el fulgor de las cosas perdidas.

 

Tenías que construir para perder.

Darle la vuelta a la comparsa

para quedar tan solo como al principio.

Había que alzar una escalera a lo invisible

para aprender a derribarla después.

Se abrió la puerta

y ahora miras lo tuyo en el silencio

de lo informe, pariente de un misterio perpetuo.

 

Deja que los muertos se concilien con los muertos.

Que el viajero que no fuiste se realice entre los suyos,

y que nunca regrese.

Que el estudiante y la señora de sombrero

vuelvan a cometer las mismas equivocaciones,

que la víctima se cruce por la calle

con su eterno verdugo

y que no se reconozcan.

Sombras o fantasmas, unos y otros pasarán.

Sigue ocurriendo al margen la fiesta de los vivos.

 

¿No oyes la música que envuelve

las montañas en su acenso,

en la balanza de los senos

donde un mundo se inclina,

es leve el destierro?

 

Escúchala en silencio, no mires para atrás.

Esta y no otra era tu historia:

el tiempo contemplado en las fisuras de la arena,

el lento madurar de los desiertos sin límite.

 

 

 

 

 

 

 

Oda a Celan

 

 

“Sous le pont Mirabeau coule la Seine”

Apollinaire

 

 

 

Fuimos al puente Mirabeau

para pagarte una promesa.

Las horas pasaban

sobre el Sena, las vidas,

cada vez más diminutas

y más rápidas. Confiados,

pensando que un suicida

escogió el lado de la Torre

que nada termina de caer

arrojamos al agua

una moneda.

 

 

Para Carolina Londoño

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