Presentamos un muestra de la obra de Adalber Salas Hernández (Caracas, 1987). Poeta, ensayista, traductor. Autor de los poemarios La arena, el vidrio (Caracas, Editorial Equinoccio, 2008), Extranjero (Caracas, bid&co. editor, 2010; Bogotá, Común Presencia, 2012), Suturas (bid&co. editor, 2012), Heredar la tierra (Común Presencia, 2013), Salvoconducto (ganador del XXXVI Premio de Poesía Arcipreste de Hita; Valencia, Pre-textos, 2015), Río en blanco (Nueva York, Sudaquia, 2016) y mínimos (Madrid, Amargord, 2016). Asimismo, ha publicado el volumen Insomnios. Ensayos sobre poesía venezolana (bid&co. editor, 2013). Entre otras, ha publicado traducciones de Marguerite Duras, Antonin Artaud, Charles Wright, Mário de Andrade y Hector de Saint-Denys Garneau. Junto con Alejandro Sebastiani Verlezza editó las antologías Poetas venezolanos contemporáneos. Tramas cruzadas, destinos comunes y Destinos portátiles. Poesía venezolana reciente. Cursa estudios doctorales en la New York University y forma parte del comité editorial de las revistas Poesía y Buenos Aires Poetry. Los siguientes poemas pertenecen al libro inédito La ciencia de las despedidas.
VI
(Historia natural del escombro: huesos)
Al rato los golpes dejan de doler porque
caen en el mismo lugar, uno y otro, uno
y otro, solamente suenan, pam pam pam
pam, como cuando alguien corta leña en el
bosque, alguien que uno no conoce, alguien
que no le dice su nombre a los árboles antes
de cortarlos. Pam pam pam pam: el puño en
la barriga, hundiéndose con ganas, la correa
contra la espalda, la bofetada a contramano, el
hilo de sangre caminándome sonámbulo
por la frente. A mí y a mis hermanos, casi
todos los días, cada vez que algo le molesta,
cada vez que está de mal humor. A veces saca
el revólver y dispara contra la pared, contra
el techo, para que nos callemos, para que lo
dejemos dormir en paz. Entonces salimos
al porche y jugamos con las herramientas
oxidadas, armamos muñecos con las palas
y los martillos, cazamos ratas con las hoces
porque los conejos son demasiado rápidos
y papá no nos deja probar con su pistola.
Somos ocho, nos arreglamos como podemos,
una vez hasta hicimos un trineo con una
puerta vieja. Papá nos llamó idiotas: aquí
nunca cae nieve. Cuando me aburro voy
al corral que está en el patio trasero y hablo
con los cerdos que tenemos allí. Les cuento
historias, les digo qué quiero ser cuando
crezca, cuando me vaya a vivir a la ciudad.
Papá cree que estoy loco, creo que por eso me
pega más que a mis hermanos. Pam pam pam
pam. Un día se le fue la mano y así terminé
aquí. Me caí al piso pero no lo sentí. Dejé de
respirar pero no me di cuenta sino al rato; a
veces uno pierde costumbres de toda la vida
de las maneras más raras. Tenía los ojos
cerrados y aún así sabía que papá estaba
caminando nervioso a mi alrededor. Poco
después me cargó hasta el patio y me echó
aquí, en el corral. Al rato los cerdos empezaron
a morderme. Quería decirles que pararan, pero
la verdad no me dolía. Y bueno, papá casi
nunca les da de comer. Cuando ya no quedaba
carne, se comieron también los huesos.
Dejaron algunos para que pudiera seguir
haciéndoles compañía, contándoles historias
para que no se aburran en el calor y el lodo.
Cuando uno se muere, aprende un montón
de palabras nuevas. De pronto conoce cuentos
que nunca había escuchado. Son relatos que
vienen de lejos, como el pam pam pam pam
de los golpes sobre la corteza de la piel, de muy
lejos, de lugares donde ni siquiera papá ha
estado, de gente que nadie de por aquí
ha conocido. Uno también aprende a escuchar
mejor cuando está muerto, cuando ya ni
siquiera tiene orejas. Así fue como oí cuando
papá salió en las noticias de la tele: efectivos
del departamento de policía de Kansas
City acudieron a finales del mes de noviembre
al domicilio de Michael A. Jones, de 44 años de
edad; la policía había recibido quejas
por parte de los vecinos: disparos sonaban a menudo
provenientes de la casa de Jones; al parecer, éste
golpeaba a su esposa y a sus hijos, uno de los
cuales sigue desaparecido. Al poco tiempo
llegaron varios hombres uniformados y
registraron la casa de arriba a abajo. Tardaron
en revisar el corral. No me gustó que lo hicieran,
molestaron a mis cerdos, que no tenían la culpa
de nada: chillaron cuando desenterraron mis huesos.
¿Quién les iba a contar historias ahora? ¿Quien les
iba a hablar de las cosas que nunca verían? No
se preocupen, les dije, mientras me metían en unas
bolsitas plásticas, sean pacientes, yo vuelvo pronto.
VIII
(Pequeña elegía para el sargento Schmidt)
Un reloj de bolsillo, dorado y pasado de moda,
que sonaba como el castañear de dientes minúsculos
si se lo acercaba al oído: esto fue lo único
que quedó intacto en el amasijo de carne y
andamios rotos que era el sargento Schmidt.
Terminaba el año 1944 y la pared de un
edificio lo aplastó en Jarosław, durante los
bombardeos. El derrumbe quebró el tallo
de su espalda, endeble, ciega. Sus órganos
se desprendieron como frutos tiernos. Apenas
en ese momento entendió que la sangre está hecha
de caballos ansiosos por escapar. Ninguno de
sus subordinados tuvo tiempo de recoger
los restos. No hubo morgue ni funerales; le tocó
la fosa común, igual que a tantos otros.
Arriba, las nubes brillaban como huesos.
Pero todo esto es apenas suposición. No
sé si realmente su nombre era Schmidt y su
rango sargento. No sé si pertenecía a la
Wermacht o las SS, si permaneció en Polonia
durante toda la guerra, si tenía hijos, esposa,
amante, si prefería el té o el café, qué pensaba
del traqueteo de las botas militares, el bostezo
de los panzer, el sonido de los techos cuando
se rinden al agotamiento y dejan caer sus espaldas
ancianas, si el olor del cuero le daba náuseas, si
temía a sus superiores, si conocía algún poema
estúpido de memoria, cuántos hermanos tenía,
quién padecía insomnios por su culpa, si alguna
vez descubrió que los muertos van a la
playa por las noches a bailar y beber
una guarapa dulce, cuántas puertas tenía la casa
donde nació, quién le enseñó las palabras que no
se atrevía a usar, o por qué soñaba cada noche
con perros que le lamían las manos.
Lo único que sé es que en 1940, durante la
ocupación de Jarosław, un oficial estaba
encargado de expulsar a los residentes
del número 4, calle Grodzka, hacerlos arrodillarse
en la acera y ejecutarlos. En vez de hacerlo, les
ordenó abandonar la ciudad y huir hacia
la frontera soviética. Tal vez fue la única
ocasión en que manejó la materia aguda, feroz
de la piedad. El país de Nod es pequeño y cabe
en el bolsillo. Su peso no siempre es imperceptible.
X
Mi padre tenía dos nacimientos, pero una
sola vida. En todos esos papeles que guardaba
con celo para que dieran testimonio de su
existencia, estaba inscrito un día diferente
al que celebrábamos en su cumpleaños. Con
una de esas fechas mi padre, cansado,
sobornaba a la muerte.
Mi hermana y yo siempre le pedíamos
que nos hablara de su infancia. No
había olvidado casi nada. Conservaba intactos
el caserío, el pueblo, su madre, sus hermanos. Los
animales que vagaban amenazantes entre
los árboles, imprecisos como el sueño de alguien
más. Cada hoja con su linaje, cada fruto
con la ceguera tibia de su pulpa. Cerca
de la casa, el río, el rencor inagotable.
En esa orilla desapareció por primera vez
a los cinco o seis años. Se levantó en la entraña
caliente de la madrugada y salió sin ser
notado. La casa estaba aplacada, res dormida, apenas
debían oírse sus pasos sobre las ramas delgadas,
huesos astillados. Caminaba dormido, tenía los
párpados sellados con cera y polvo. Cuenta que
lo atraparon junto a la corriente, a punto
de lanzarse, buscando esos peces que son
como hilos que alguien trenzó para la huida.
En sus historias, todas las cosas tenían un
gesto equívoco; daba la impresión de que
estaban disfrazadas de sí mismas. Las cubría
una corteza dulce, donde con los años había crecido
el musgo y donde las hormigas abrían caminos
sin ser vistas. Su propio padre apenas se dejaba
recordar. Los rasgos se le habían extraviado, capaz
los había perdido en una apuesta mal habida, no era
un hombre, era más una presencia cuya densidad
y volumen no se podían medir bien, una cólera, unos
nudillos, el deseo acéfalo y brutal. Colgaba inerte
en el centro de la memoria de mi padre, como
aquel toro que vio una vez, de niño, guindando boca
abajo, ojos en blanco, garganta abierta, mientras
la arcilla suave de su sangre se vertía en una olla.
Me solían decir que tengo las manos de mi padre.
No sé si también tenga las del suyo. Pero quizás
ellos tienen las mías, puede que sea yo quien
se las haya prestado, puede que ahora con cada ademán
y cada pliegue les esté dejando marcas.
Hay que leer la herencia al revés, recorrerla
con los dedos como quien sigue la puntuación
desigual del Braille. Navegar hacia arriba: hacer
entonces un barco con la madera triste del cuerpo.