Fernando Valverde (Granada, 1980) ha publicado, en la editorial Visor, el libro Poesía (1997-2017), volumen que reúne toda su obra dentro de ese periodo. Fernando Valverde fue elegido el poeta más relevante en lengua española nacido después de 1970 por cerca de doscientos críticos de más de cien universidades (Harvard, Oxford, Columbia, Bolonia o Princeton, entre ellas).
Sus libros de poemas han sido publicados en decenas de países en Europa y América y traducidos a diferentes idiomas, convirtiéndolo en uno de los autores con mayor presencia internacional de la poesía de la actualidad. Su obra poética está formada por los libros Viento favorble (2000), Razones para huir de una ciudad con frío (2004), Los ojos del pelícano (2010, Premio Emilio Alarcos) y La insistencia del daño (2014, Book of the year por el Latin American Writers Institute de la Universidad de Nueva York), reunidos por primera vez en este volumen.
Es profesor en Emory University en los Estados Unidos.
EL LUGAR DE LA POESÍA
La poesía es una de las pocas formas posibles de establecer un vínculo entre lo real y lo extraordinario. Para ello, debe apoyarse en dos mundos con la certidumbre de un puente. Cuando la comunicación entre las dos orillas se completa, entonces se produce una suerte de milagro que nunca ha dejado de fascinarme.
Mediante ese puente he podido ponerme en el lugar y en el tiempo de los otros, compartir el dolor de un noble castellano del siglo xv, cruzar el estrecho del Bósforo en un velero bergantín, creer que el amor es la única felicidad en la febril prisión de la enfermedad o descubrir por sorpresa la luz del mundo al subir a un autobús de ruta en Santa Lucía.
Ese puente por el que he cruzado a los siglos y a las miradas es tan vulnerable como indestructible, en su fragilidad está su fortaleza. Los caminos robustos y precisos de la poesía casi siempre conducen a lugares en los que ya estuvimos y donde no queda nada que pueda impresionarnos. El esfuerzo del poeta no consiste en levantar una arquitectura que podamos admirar todos, sino un camino que podamos cruzar, un lugar habitable. Para mí, el poema nunca ha sido el fin, sino el medio por el que dejar pasar la emoción.
La poesía llegó a mi vida como asombro. Estuvo en mi primera visión del mar o en el deslumbramiento de ver caer la nieve desde una ventana imaginando la cima de una montaña. Después se instaló en el brillo de unos ojos y descendió hasta los sentidos, para poder tocarse. Siempre la anduve buscando, sin saber muy bien qué era ni de qué forma guardarla conmigo. Cuando se mantenía lejos, me sentía incompleto. Cuando la tuve cerca, siempre me acechó el temor a que desapareciese.
Después la encontré en las palabras, en el dolor que atravesaba los siglos para llegar hasta mí. La poesía, tan esquiva en la vida, cruzaba por algunos poemas que me emocionaban de la misma manera que podía percibirse en un árbol o en un paisaje.
Si las palabras eran capaces de atraparla, de devolvérnosla, sería posible recuperar algo de lo perdido y con ello enfrentarse a la soledad o incluso a la incertidumbre.
Por eso empecé a escribir, aunque no conociera entonces los motivos. Los primeros poemas que conservo son de 1997. Entonces yo era un lector de Bécquer, de Dante y de Neruda que sentía que la vida sucedía en los veranos, en un pueblo junto al mar Mediterráneo, en un apartamento desde el que era posible mirar fijamente el horizonte incluso en los días más grises.
Cada mes de septiembre, llegaba el momento de separarse de la felicidad. Porque la felicidad ocurrió en aquellos días para sembrar el dolor “igual que una tormenta sobre un vaso vacío”. La nostalgia de un verano fue el tema de mis primeros poemas, que publiqué en un libro titulado Viento de levante, porque ese era el viento que templaba el mar de Almuñécar y que anunciaba sus mejores días.
Siento pudor al leer ahora aquellos poemas de aprendizaje, tan inseguros como descarados, tan llenos de mí que apenas dejaban un centímetro en el que pudieran habitar los otros.
Más tarde entendí que en un poema es necesario que el autor deje espacio al lector, para que sus dos mundos, o sus dos soledades, puedan encontrar un equilibro. Por eso en 2002 decidí reescribir Viento de levante y cambiarle el título por el de Viento favorable, consciente de que el levante del Atlántico era un viento mucho más frío e inhóspito que el de mis recuerdos infantiles.
He querido empezar estas dos décadas de poesía reunida con el primer poema que escribí para Viento favorable, una reescritura de mi primer manuscrito que albergaba unas sentidas cartas al mar desde la ciudad con lluvia que todavía conservan la huella de mi fascinación por Bécquer. He reducido al máximo el número de poemas iniciales porque dudo mucho de su interés para los lectores, si bien para mí fueron una forma de admiración, un diálogo entre el joven vulnerable lleno de dudas e inseguridades con quienes habían perseguido la poesía a lo largo del tiempo.
Y en aquella persecución siguiendo el rastro que dejaron otros se fue construyendo mi conciencia individual, algo tan íntimo como continuamente expuesto a los otros. De ahí que muchos de esos poemas pertenezcan todavía a la intimidad del joven que percibía el paso del tiempo, un tiempo que por otra parte era tan cíclico como las estaciones.
Pero el mundo no iba a ser así para siempre y el dolor que imitaba en los poemas iba a llegar con toda su intimidad.
Razones para huir de una ciudad con frío (2004) está lleno de la intuición de ese dolor por la pérdida de un mundo irrecuperable, el de la infancia. Aquel camino que me alejaba de los días de la infancia sentí que sólo podía conducirme a una parte, hacia la soledad. Quise huir de la ciudad con frío pero al llegar al mar de la infancia ya no esperaba la felicidad, pues no pertenecía a un lugar sino a otro tiempo del que sólo quedaba una cicatriz.
Fue en otra orilla, frente al océano Pacífico nicaragüense, en la aldea de San Juan del Sur, donde vi por primera vez la forma en que cazan los pelícanos. Planean hasta avistar su presa y de repente se dejan caer en picado. El golpe contra el agua es brutal y siempre salen con el pez en el pico. Me sentí asombrado de la precisión milimétrica de la caza de los pelícanos hasta que un pescador me contó que aquel portento escondía una tragedia enorme. De tanto golpear su rostro contra el agua, muchos pelícanos mueren ciegos, perdidos en el horizonte. La naturaleza tiene reservada para los pelícanos la crueldad de que su única forma de supervivencia sea el germen de su desgracia.
De alguna manera, así sucede siempre. Pienso en mi madre y en su manera de sacar adelante a tres hijos varones. Puedo ver ahora lo sola que estaba y cuántas veces estrelló sus ojos contra la realidad hasta la ceguera. Una hemorragia cerebral le arrebató para siempre gran parte de sus recuerdos y la posibilidad de escribir otros nuevos. Los ojos del pelícano (2010) está protagonizado por la historia de mi madre como un símbolo de la manera en que los sueños de la gente normal se estrellan una y otra vez contra la realidad.
Por último, esta poesía reunida incluye mis poemas más recientes, los publicados en La insistencia del daño (2014), en los que traté de ser testigo de la herida que el mundo comparte, del sufrimiento que nos iguala. Si la poesía puede contribuir a un mundo mejor es porque nos ayuda a comprender el dolor de los otros. Es una de las cosas que traté de explicarle a Celia el mismo día de su nacimiento, en un poema que nunca trató de ofrecer la certeza de quien todo ha vivido, sino de poner al descubierto las dudas de quien todo teme y aun así camina persiguiendo los sueños hasta un embarcadero que siempre es un viaje.
En medio de ese viaje, entre la luz del mundo y sus sombras, entre la belleza y el dolor, estaba la poesía. Pocas veces pude tocarla, pero cuando me rozó fue como un milagro. Después no he hecho otra cosa más que perseguirla, siempre con el miedo de que me hubiera abandonado para siempre.
FERNANDO VALVERDE
Atlanta, diciembre de 2016.