Presentamos tres cuentos de Álvaro Abitia (Guadalajara, 1973). Escritor, cantautor y gestor cultural. Es cofundador de la Universidad Libre de Música (ULM), director de Morelli Centro de Escritura Creativa y Director General de la Fundación para el Estudio de Ciencias y Artes A.C, todos con sede en Guadalajara. Tiene una Maestría en Generación y Gestión de la Innovación por la Universidad de Guadalajara y se graduó con mención honorífica como Licenciado en Lengua y Literaturas Hispánicas en la UNAM. Es especialista en derecho de autor. Entre algunas de sus publicaciones están Guía práctica sobre derecho de autor (2006), La nueva era de la industria musical; una mirada desde Latinoamérica (2012) y Jergario tapatío ilustrado; algunos sus discos son Tradúceme (1999), Ayer soñé que mañana (2001), Astronauta (2008), Canciones para oír en bicicleta (2010) e Improbable (2015).
Meñique
Mateo, disfrazado de superman, fue el primero en lanzarse boca abajo por la resbaladilla vieja sosteniendo en su mano derecha un brilloso mayate al que le habían arrancado las patas y que cumplía la función de kriptonita. Alonso, disfrazado de la hormiga atómica , antes de lanzarse, abrió los brazos y gritó con valentía el grito de dolor que no pudo gritar más tarde. Mateo dejó caer el mayate en el suelo de arena al ver que el dedo meñique de su primo volaba más alto que ellos después de ser cercenado con maestría por un oxidado agujero agazapado en la resbaladilla. Antes de que Alonso diera el primer grito mudo, Mateo no dudó en guardarse en el bolsillo izquierdo el dedo de su primo que había caído a paso y medio de sus tenis decatlón.
Con un placer enfermizo, fue testigo obsesivo durante semanas de la descomposición del meñique de su primo y guardó toda su vida en un hueco que le hizo a la Biblia Latinoamericana, los huesos de las falanges perdidas. Aquellos huesos niño fueron la larva de sus obsesiones más oscuras. Tuvieron que pasar 18 años para que el fantasma del dedo se convirtiera en una mariposa negra que lo llevaría a la noche más oscura de su vida y a la mutilación que le costaría la vida.
La primera vez que Mateo acompañó a la morgue a Alonso, que entonces cursaba los últimos semestres de medicina, decidió regresar más tarde para hacerse de los primeros amuletos humanos de su colección. En la morgue sólo consiguió una mano derecha y una oreja izquierda. No fueron buena carnada las revistas playboy, ni los billetes de doscientos para que el encargado del horario nocturno lo dejara entrar otra vez. Nadie imaginaba que en algún lugar de su pequeño departamento guardaba fetiches de carne y hueso conservados en frascos de vidrio. Los fetos robados de los laboratorios cuando cursaba secundaria, no fueron suficientes para calmar su sed cada vez más incontrolable de mirar por horas apéndices de vida pasada. Le era imposible leer las novelas de superación personal que tanto le gustaban sin tener a un lado los frascos con sus amuletos flotantes.
Después de la oreja izquierda, siguió el dedo gordo del pie que alguna vez perteneció al abuelo diabético de Luis; el pusilánime amigo cómplice en la búsqueda enfermiza de Mateo. Vendría más tarde la compra clandestina a un médico forense de dos manos más, una de mujer y otra de niño, un pie de un futbolista famoso muerto en un pleito con un narco por el amor de una actriz de telenovelas, el clítoris de una modelo pelirroja y varios dedos de todos colores, edades y tamaños.
Abel, la noche de su graduación convenció a Luis de profanar la tumba de Alberto Ancona, un mediocre cantautor del que Mateo tenía todos sus discos y que acababa de morir por sobredosis de cocaína y mal gusto. La misión era difícil, más por la necedad de conseguir no sólo un dedo, sino la cabeza de su artista favorito. Todo fue planeado con minuciosa perfección, a tal grado que todavía tuvieron tiempo de equivocarse y abrir la tumba de María Félix, que descansaba eternamente bella en paz, a un lado del autor de “Me hiciste perder la cabeza”.
Mateo cortó con perfección quirúrgica la testa de su ídolo y sintió que tenía entre manos el trofeo que le daría sentido a su vida y a su muerte. Era una noche de junio y llovía tanto que parecía que se caería el ángel de la independencia. El ángel no se cayó, pero sí un árbol que destrozó la cabina de un camión de redilas que transportaba cerdos engordados artificialmente.
Unos metros detrás del camión venían a toda velocidad Mateo y Luis. Festejaban el éxito de la misión escuchando a todo volumen una de las canciones escrita por el tipo cuya cabeza venía cuidadosamente envuelta en las piernas de Luis. Cuando Mateo sintió el olor de los cerdos, ya era demasiado tarde, venían a tal velocidad que no bastó frenar hasta el fondo.
El Golf deportivo con rines bajos se derrapó y entró por debajo del camión; Luis se alcanzó a agachar lo suficiente para salir vivo del accidente con varios huesos rotos y perdiendo el brazo derecho. Mateo no corrió la misma suerte; en milésimas de segundos, pasaron por su mente cada una de las piezas de su colección. Los cerdos enloquecieron al olor de la sangre mezclada con el agua, algunos se desparramaron por la lateral de la avenida corriendo hacia todos lados y provocando que se detuvieran los pocos autos que circulaban tratando de evitar los alcoholímetros. La cabeza de Mateo rodó por el camellón quedando a paso y medio de la cabeza trofeo: pieza número 23 de su colección.
Promesa Joven
No hay nada peor que añorar
lo que nunca jamás sucedió
- Sabina
Otra vez Arturo se me adelanta con un cuento cerrado. Y yo que creía que él no iba a aguantar ni un mes en el taller. La última vez que Gloria mencionó que seguía siendo yo el que mejores cuentos entregaba, fue justo la sesión en la que apareció Arturo.
No hay nada peor para un escritor, además de no ser leído, que escribir sólo para ganar o sostener una beca. Yo escribo porque me aburre la realidad –me dijo Arturo, después de esa primera sesión del taller en que nos conocimos y antes de que me dejara en la esquina de Niño Obrero y Lázaro Cárdenas. Fue obvio que lo dijo por mí; vivo de becas y mi vida es aburridísima.
Lo único que me hace sentir que vale la pena lo que escribo, son las críticas y ensayos que me publican en la revista Laberinto Habitado, sólo en este lugar de papel me siento seguro; pero este cabrón, también ahí se exhibe; acabo de recibir la revista de este mes y para reacabarla de rechingar, han publicado un cuento del “novel e insólito escritor” Arturo Canto.
No puedes creer lo que lees, y menos puedes creer que tengas que aceptar a ti mismo, que el cuento está muy bien escrito. El cuento narra justo lo que estás viviendo; un escritor nuevo publica un cuento en la revista donde otro escritor, que pronto pasará de joven promesa a triste fracaso, suele publicar sus ensayos y críticas literarias, pero donde, a pesar de los años, nunca le han publicado un cuento. El final es predecible pero verosímil, la historia se repite en una especie de canon que parece predestinación.
La fatalidad se construye a sí misma: por cada cuento publicado del nuevo escritor, se deja de publicar uno del “joven promesa”. Y no sólo eso; el nuevo escritor gana el premio nacional de cuento joven el día del cumpleaños del joven promesa no cumplida. Y cinco años después, en la misma fecha, Arturo Canto es galardonado con el premio nacional de literatura y, paralelamente, con el premio de novela de la editorial Alforja; el más importante de Ibero América, y ya mejor ni hablar del cheque en Euros que incluye el premio. Todo esto pasará al pie de la letra en los próximos siete años de tu vida, hoy sólo coincide el principio del cuento; el final tragicómico en el que el joven escritor atropella en un ridículo accidente al otrora joven promesa, variará sólo en el nombre de la víctima.
El escritor Arturo Canto atropella en un descuido descomunal a su colega Ramiro Soledad.
“El sr. Arturo salió en reversa de las Farmacias Guadalajara, de aquí enfrente de la glorieta… ya ve, mija, los coches ahora ocupan andar bien rápido pa alcanzar a llevar a sus trabajos a las gentes, somos bien muchos ya… ya no cabemos, pobre del muertito venía en su bicicleta con una revista bajo el brazo y oyendo música con uno de esos aparatos nuevos” comentó consternada la Sra. Angelita, una conocida vecina del lugar.
Para GDL noticias, Nina Buenrostro.
La casa rota
No creo que exista alguien capaz de soportar más de lo que soportamos al lado de mi padre. Sin embargo, algo de dignidad indescifrable hay en su vida y en los años junto a él. Por contradictorio que parezca, no puedo decir que ni él ni nosotros hayamos sido infelices los años que vivimos en la casa rota. Para su atrofia sentimental, no había otra puerta más lógica que la salida de emergencia que se construyó ante el desastre de su vida.
“Un pesimista es un optimista informado”, repetía cada vez que alguien se quejaba de su necio pesimismo ilustrado. Fue muy inteligente y sabía mucho sobre muchas cosas, pero sus emociones se oxidaron desde quién sabe cuándo; Joan y yo creemos que pudo haber sido algo heredado de su familia paterna, sumado a las circunstancias de su infancia triste y monocromática. A pesar de todo, nos hacía reír constantemente y su inteligencia brillante lograba convencernos, por breves instantes, de que la vida es mejor en soledad.
Su ironía y descrédito ante casi todas las convenciones sociales nos causaba una mezcla extraña de orgullo y vergüenza, y ni hablar de su oposición recalcitrante a los abstractos emocionales más universales. El amor, la esperanza, la felicidad, la culpa, el miedo, los celos, para mi padre, no eran más que “emociones tramposas”, mecanismos culturales de defensa ante la hostilidad y la torpeza de la condición humana sin remedio.
Muchos de sus conceptos me parecían razonables, aunque dolorosos, sin embargo para mi madre todo lo que dijera mi padre, por lo menos durante los años que viví con ellos, era una mentira tramposa, una cortina de neblina densa que justificaba las infidelidades y depresiones de mi padre. “Mentira tu vida”, Mariel, le decía con voz pausada mi padre a mi madre cuando ella intentaba negar aquellos argumentos molotov que mi padre defendía y que recientemente he rescatado de los cuadernos en los que mezclaba dibujos de carpintería y textos cortos y donde expresaban con letra ilegible sus “teorías” sin remedio: “El sentimiento es un modo subjetivo de sentirse y por tanto hemos de cuestionarnos por su realidad; una emoción repetida puede parecer un sentimiento y este a su vez suele ser inhibido por la realidad, fomentando un anhelo y luego frustración irreversible. Los sentimientos son mucho más que polarizaciones mentales de los hechos, el intento histórico de uniformidad sólo deforman el verdadero rostro de la felicidad volviéndola irreconocible y por ende imposible”. Supongo que algo parecido intentaba explicarle a mi madre en cada discusión que tenían, desencadenadas por los primeros indicios de la enfermedad de mi padre.
Su olor carpintero y su sombra reflejada en la pared de la habitación mientras discutían es el recuerdo indeleble más claro que tengo de aquellos años. Los casi dos metros de mi padre y sus largos silencios crearon en nuestra imaginación de niños un animal mitológico de barba oscura y mirada triste que de vez en cuando nos abrazaba amorosamente hasta dejarnos sin respiración. Lo vimos llorar un par de veces con un dolor indescifrable acostado con los brazos abiertos sobre el jardín de la casa rota. Mi madre se limitaba a mirarlo por la ventana mientras nosotros nos columpiábamos lentamente en los columpios de aquel jardín “verde que te quiero verde” como le decía mi padre…