En Círculo de Poesía, Valparaíso México y el Encuentro Internacional de Poesía Ciudad de México hemos convocado a una acción global de resistencia para contrarrestar los impunes ataques a todas las libertades por parte del tirano estadounidense Donald Trump, poetas de todos los continentes nos envían sus poemas para construir un espacio de entendimiento entre los pueblos del mundo a través de la poesía.
Donald Shih Huang Ti Trump
Hay una foto en blanco y negro de Jorge Luis Borges sentado en un muro que no es el de los lamentos. Tiene cara de estar todavía vivo, aunque su extática quietud recuerde a la de un muerto. Los muros, por una razón u otra, han estado asociados a la muerte. Junto a un muro, tal vez por su condición de espacio que separa un dentro de un afuera, nadie se siente del todo vivo. De chico sentía algo parecido al pánico cada vez que me llevaban a visitar muertos al cementerio del Buceo. Creía que los muros permitían entrar, aunque no salir. Pero nunca sentí tanta angustia como la noche en Berlín cuando con el poeta español Marcos Canteli estuvimos parados junto a un muro donde habían fusilado a cientos de judíos durante las primeras purgas del régimen nazi. La muerte se había quedado ahí, pegada al cemento agujereado por las balas.
Un muro existe entre dos espacios; cercena la visión y por tanto impide que la mirada ejerza el tono mejor de su libertad. Ahí mismo empieza el final de algo. Los turistas sienten fascinación por los muros, tal vez porque es fácil fotografiarlos, congelar la imagen de la inmóvil soledad que los caracteriza. Ante un muro experimentamos el miedo de lo que fue origen y continuidad. ¿Cuántos murieron para poder construirlo? La Gran Muralla China –resulta interesante que para un muro de enormes proporciones necesitamos la versión femenina del mismo- tiene como apodo “el cementerio más grande sobre la faz de la tierra”, porque se calcula que al menos un millón de persona murieron durante su construcción, muertos que han quedado en perpetuo estado de anonimato, tragados por el vacío infinito de la historia de la humanidad, tan llena de barbaries a las que se las hace pasar por actos civilizatorios.
La literatura y la música han sentido una especial fascinación por los muros, a los cuales el idioma español, en sintonía con un sentido de indefinición, llama también muralla (diferencia que en ingles no existe, pues wall se usa para todo). Mucho antes de The Wall de Pink Floyd, un escritor argentino escribió la mejor reflexión sobre un muro o muralla, incluso superior a la de Franz Kafka sobre el mismo tema. La Gran Muralla China no es un muro, tampoco un murito de esos que uno puede subir y bajar sin necesitar escalera, o donde cualquiera puede ser fotografiado. Un muro es algo que supera la perspectiva racional de la imaginación. “La muralla y los libros” fue publicado en el diario La Nación de Buenos Aires, el 22 de octubre de 1950; es breve, tiene apenas 983 palabras, pero su poderío poético roza lo sublime. Después de leerlo, nadie verá de igual manera a la mastodóntica construcción china. La tan bien trabajada brevedad del “ensayo” de Borges es un tour de force que exige atención, y sobre todo detención. Invita a quedarse por un rato en las frases y encontrarles la vuelta. La diferencia está en los detalles, no en la totalidad gigantesca, como con la muralla en cuestión.
Con su núcleo argumental no narrativo, caleidoscópico, de linealidad esporádica, donde al unísono cabe todo lo que se cuenta y se piensa, “La muralla y los libros” no pretende ser un manual metafísico sobre la falta de explicaciones que caracteriza a la vida del ser humano. La edificación de la muralla china destaca que la finalidad de esta no era otra que exaltar la irracional obsesión del emperador que la mandó construir y comprometer a la vez a todos quienes participaron de la monstruosa tarea de edificación (reitero, murieron miles antes de terminarla), convertida en testamento oficial de la locura humana cuando cuenta con la complicidad de la ingeniería y de un rey alucinado y listo para dilapidar las arcas del imperio en menesteres inexplicables. Como si se hubiera propuesto devolverle al Lejano Oriente su exotismo –el mismo que fascinó a los poetas modernistas hispanoamericanos– el emperador Shih Huang Ti (260 AC-210 AC) quiso dejar en claro que ese a la vista, hecho de arcilla y arena, era su autorretrato y que quedaría caracterizado por una longitud con aspecto de infinita. Sin dejar todo para después, el loco monarca asiático levantó en su nombre una colosalidad arquitectónica, patrimonio del autoritarismo.
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Dotado para la sintaxis y para ejercer una lingüística castellana que andaba al pairo sin que nadie hasta entonces la hubiera utilizado, Borges presenta en su ensayo cortito un radical desacuerdo con las maneras tradicionales de mirar los objetos y construcciones desmesuradas del pasado, los cuales no han llegado a donde están por mera casualidad ni son una simple excusa para realizar una descripción mundanal de la realidad, de la historia, sería mejor decir. De acuerdo con la voluntad absolutista de Shih Huang Ti, un megalómano cuya nostalgia era por aquel tipo de pasado que no alcanzó a ser futuro, solamente aquello posterior a todo puede existir, esto es, no puede haber “hecho estético” en el pretérito, aunque hasta ese pasado haya ido el ensayo de Borges para tomar posición, y posesión, de su propio “hecho estético”. La belleza, tal cual ostenta la gran literatura, distribuye tiempos verbales, aunque los mismos, en ciertas contadas ocasiones, solo tienen en cuenta la vida que está delante y que no es más que el presente postergado. ¿Mandó quemar Shih Huang Ti los libros, o bien ordenó que fueran sacados de circulación, esto es, les dictó caducidad antes de tiempo, como varias hipótesis recientes han sugerido?
Librándose de cualquier lastre ético o didáctico, y apoyándose en la melodía no tan intrínseca del relato, “La muralla y los libros” pasa por alto este detalle, aleatorio a fin de cuentas (al menos para los lectores de la época en que el ensayo fue publicado), pues, haya ocurrido una cosa u otra, lo importante para la inquisición borgiana es que, según Shih Huang Ti, al pasado no se le podía dar importancia y por ende debía ser eliminado. La memoria, en definitiva, está hecha de prohibiciones, de demasiados lugares visitados a medias. En uno de los pasajes –paisaje también– del ensayo –y no cito de memoria–, Borges escribe: “Acaso la muralla fue un desafío y Shih Huang Ti pensó: «Los hombres aman el pasado y contra ese amor nada puedo, ni pueden mis verdugos, pero alguna vez habrá un hombre que sienta como yo, y ese destruirá mi muralla, como yo he destruido los libros, y ese borrará mi memoria y será mi sombra y mi espejo y no lo sabrá»”. A diferencia de Ireneo Funes (oriundo de la imaginación del autor del cuento, no de Fray Bentos, porque nadie nunca nació allí con ese nombre), Shih Huang Ti existió. Fue tan real como la propia muralla, en caso de que lo real sea una categoría aledaña a la certidumbre.
Con su incapacidad para la soltería, pero con remarcada agudeza para contemplar con perfil comprometido eso que se dio en llamar época moderna, Kafka, también él, se ocupó de la inmensa construcción asiática para aludir al comportamiento cuando solo puede ser el de un ser humano. Su cuento “La construcción de la Muralla China” puede leerse a la manera de tratado sobre la conducta humana, animada por el afán de desmesura del proyecto en cuestión, verdadero trabajo de albañilería de la inteligencia (el de Kafka, no el de quien mandó construir la caminable estructura, que también lo fue, obra de la inteligencia), como si estuviera registrando, tal cual en “La muerte de la polilla” lo hizo Virginia Woolf, “los pensamientos que se forman”. “La construcción de la muralla china” es un informe sobre una edificación exagerada que no tuvo en cuenta a la imposibilidad y sus consecuencias reales. Relata el triunfo de la irrealidad, diciéndonos en qué tono debe escucharse la música del pensamiento cuando tiene ideas ajenas a la racionalidad.
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La Gran Muralla China tiene 8.851 kilómetros de extensión discontinua a lo largo de 11 provincias chinas. A la muralla que planea construir Donald Trump, de una longitud superior a los tres mil kilómetros, no podemos dejar de imaginarla aunque aún carezca de existencia. El ideólogo ha dado un adelanto: “We will have a wall. It will be a great Wall” (Vamos a tener una muralla. Va a ser una gran muralla”, Trump, febrero 8, 2017). De igual manera, exhibiendo impúdica su desmesura a través de los siglos, la Gran Muralla que mandó construir Shih Huang Ti mantiene, tantos siglos después de consumada la aparente imposibilidad, su condición de objeto paulatino, cuyo pasado milenario era para Borges mucho más interesante que el presente peronista de la Argentina en ese momento. De la misma forma, si no fuera por su nefasto costo político, social, humano, económico y ecológico (decenas de especies corren serio riesgo de extinción, entre otras, la tortuga del desierto, los berrendos sonorenses, los castores, y los ocelotes), la primera “gran muralla” a construirse en América tiene lo necesario para alimentar el frenesí de la imaginación, tan proclive a celebrar aquellos actos que escapan de la rutina cotidiana, esto es, que convierten a la realidad en “casi” ficción basada en hechos fidedignos. La idea de Trump es una locura mayúscula y como tal tiene un trasfondo real con tanto de barbarie como de irracional lirismo.
Fueron esos precisamente los ingredientes que convirtieron al proyecto de Shih Huang Ti en un acto con interés poético, tal como Borges lo vio tan bien, sobre todo porque el emperador chino acompañó la construcción de la muralla con otra decisión demencial: quemar todos los libros. Sin embargo, su megalómana orden respondía a un criterio más lógico de lo que en apariencia pareció: al desaparecer todos los libros del mundo, desaparecería también la memoria de lo que había antes del reinado de Shih Huang Ti, ergo, la historia comenzaría con él. Y con la muralla en pie, el único universo posible y necesario sería el que quedara situado dentro de aquel tan bien protegido imperio. Las simetrías entre el delirio del emperador chino y el del nuevo presidente estadounidense no son tan descabelladas como parecen, por más que en las cabelleras es donde Shih Huang Ti y Donald Trump menos se parecen.
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