Presentamos, dentro de la serie de poesía del sureste que prepara Alejandro Rejón Huchin, una muestra del poeta Rodrigo Ordóñez (Mérida, 1979), con la que obtuvo mención honorífica en el Premio Peninsular de Poesía José Díaz Bolio en su edición 2016. Ha colaborado con columnas literarias en periódicos y revistas como Por Esto!, Arenas Blancas, Camino Blanco y Orbipoemia. Sus textos aparecen en varias antologías, entre ellas Venturas, Nubes y Estridencias, Disyuntivas y Tres Cantos a Felipe Carrillo Puerto. Es autor de los libros Persistencia del Tiempo y Bisagras.
LAS NEGRAS LÁPIDAS
I
Echaron abajo la casa de mi padre
y apenas es marzo en el calendario,
no existen ya palomas
ni tigres sonoros conteniendo la selva,
han caído los pórticos donde brotaba la noche
y los fantasmas que llegaron por mar
embarcan sus oscuras naves.
La ciudad bosteza en el umbral del martillo,
ya nada puede salvarse ni merece ser salvado
en la hora rutinaria y violenta,
estallan álamos y cemento,
viejas sibilas abandonan estas ruinas ante el pánico y el asco
dejando muertas voces en su cárcel de ladrillos.
II
Con el pasmo ante los escombros:
-¿Qué busco?
-¿Quién me llama?
El agua,
sólo el agua,
nada más el agua
se abisma en mi rostro.
III
A través de hierros y escombros
sobreviven los limosneros a la resaca del derrumbe,
entre botellas empolvadas de tanto beberse la luz
escupen luciérnagas a los peatones;
son aves nocturnas que escaparon a la ceniza
y al día.
Mi padre dijo en alguna ocasión
que antes de servir el pan ofrendaban su cólera a Dios,
que sólo la ira se multiplica en la mesa
y no los peces,
en esa oración colérica vivían esos dioses muertos
sembrados entre ruinas y las negras lápidas
que inundan la ciudad.
IV
En el crepúsculo pentecostal huyeron las sibilas con el futuro entre sus piernas
y ya nada ocurre,
aquí es nunca y siempre entre el mármol y los jardines:
la ciudad aguarda quién descifre a sus muertos.
En el cementerio depositamos las voces
que rondan suspendidas en las fotografías.
Mi padre decía que nada tiene voz,
sólo era la misma historia fraguada en la cólera del narrador en turno,
creo que sus huesos quieren presentar una tesis opuesta.
V
Todavía conservo mi rostro quebrado ante el derrumbe,
qué perdura en tu ciudad,
qué alumbra ese sol agrietado,
qué se levanta bajo la ceniza y el polvo,
con qué conjuro
(pedazo de fe)
sobrevivirán esta luna y aquel vaso.
VI
En los últimos días
el terror hizo a la ciudad terrible,
ni la purificación del fuego logró desterrar la mano violenta
ni la sangre donde lavó la muerte sus últimos tributos.
Permanece el viento impregnado como un olor rancio a horca
en la ropa que sobrevive en los patios.
El legado de pólvora y justicieros,
se acabó el turno de los profetas,
el futuro tiene silueta de revólver
¿a qué lado apunta?
VII
Un día volverá a existir esa ciudad en la hora de todos.
Cada muro y escalón derruido,
esas puertas inmóviles y aquellos viejos invasores,
o los trámites y las rutas a ninguna parte:
la ciudad tiende a repetirse;
estaremos sentados en la misma mesa reprochando el hambre y el olvido,
volverá la algarabía y el simulacro
celebraremos con júbilo el carnaval y la batalla cotidiana,
sólo los muertos quedarán fijos en el tiempo
como las violetas que nacen en la tumba de mi padre.
VIII
En la ciudad de mi padre se agitaba la esperanza,
como dije,
eso era la ciudad de mi padre.