Cómo saber lo que nos falta si no sabemos qué nos queda

Presentamos un texto crítico de Álvaro Solís sobre el libro del poeta catalán Antoni Marí (Ibiza, 1944), Han venido unos amigos (Valparaíso México/Círculo de Poesía, 2014). El libro ha sido traducido del catalán por Mario Bojórquez. Se consigue en todas las librerías gandhi del país.

 

 

 

 

 

 

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Han venido unos amigos de Antoni Marí

Viajaba en un autobús panorámico de Puebla a la Ciudad de México (era octubre, tal vez noviembre), mientras leía Han venido unos amigos de Antoni Marí. Afuera había, como casi siempre, un cielo impactante, las montañas y más allá los volcanes nevados que salían sin avisar después de las curvas de Río frío. Adentro, la poesía de Marí me iba mostrando un camino secreto y silencioso. Se trata de un libro que es a la vez ejercicio de la memoria junto a un presente que como única posibilidad presenta a la muerte, la enfermedad. Predomina el tono narrativo, es una historia que avanza y retrocede, el camino hacia la enfermedad es lento, pero más lento es el de la recuperación y el de la muerte es un camino abrupto. Han venido unos amigos es un viaje también, desde imposibilidad de valernos por nosotros mismos, un ejercicio de fe, hacia los otros, los del presente y aquellos del pasado que también consuelan por medio del recuerdo, un ejercicio de fe hacia nosotros mismos, que inevitablemente nos situamos en el papel del sujeto lírico. Los amigos, casi sombras o fantasmas, son sólo el motivo para un largo soliloquio, el otro no importa a veces en el poema sino como pretexto para abandonarse al hilo del pensamiento, una reflexión que no busca huidas ni grandes conceptos, sino entender el presente, así como es de inaccesible, urdiendo todo bajo los efectos de una realidad que poco a poco se derrumba y nos deja expuestos ante todas nuestras debilidades, ante el cuerpo que padece la decrepitud de la materia, ante ese eterno presente que abruptamente cierra cualquier puerta hacia el futuro. “Cómo saber lo que nos falta si no sabemos qué nos queda”.

            Si bien el poema es un ejercicio reflexivo, y todo el texto parece obedecer a esa finalidad, la escritura juega también un papel muy importante como tematización, primero en forma de epístola, junto al tono del diario, de lo íntimo, luego la poesía, los efectos y alcances de la escritura como posibilidad de salvación de un mundo, que como ya mencioné, parece desdibujarse más allá de esa figura del enfermo, que no es otro que el poeta “alejado y fronterizo” de todo, a quien el mundo ya no es lo que vive a diario, sino lo que sus amigos le cuentan, ya como conversación desde la oralidad, ya desde la escritura a manera de epístola. Desde esa situación de alejamiento que afecta a la instancia enunciativa, el tiempo se dilata, no hacia una lentitud, sino a un cambio de densidad de la percepción del mismo. El viaje desde la enfermedad no es entonces un horizonte geográfico, sino temporal. El espacio se recorre en la memoria o en la imaginación, el mundo ya no es entonces lo que es, sino lo que se cree que es. Ya no es la percepción, ni lo que de ella emana, sino aquello que puede presentarse por medio del lenguaje, una representación de lo que el mundo fue en la memoria, de lo que es desde la escritura y de lo que nunca será de ningún otro modo.

            En el libro domina también el tono de la epístola, pero no una dirigida a una sola persona, sino una destinada a todos, incluidos nosotros lectores, de hecho incluido el propio poeta como algo distante del sujeto lírico que sólo vive desde la ascensión de su propia derrota. Y es que “a pesar de que la memoria escudriña/ los rincones secretos en busca del origen de todo,/ a menudo se topa con perros viejos/ que le cortan el paso y no la dejan avanzar”. Al negarse ese viaje aunque sea ilusorio hacia el pasado, se van construyendo muros engañosos y pedantes por donde todos deambulan, menos esa mirada alejada del poeta que todo lo escudriña, el poeta como este testigo obligado a la contemplación desde la propia interiorización de la realidad y su ímpetu para forjar un mundo en el que todos se salven, el poeta en esa vieja faceta de ser el vínculo entre el hombre y ese algo que se desconoce y a lo que se teme. De algún modo logra Marí, en el libro, dilatar ese latigazo de la muerte, la posterga, la vuelve tema de su interminable discusión sobre las cosas de un mundo que no sabe a nada, sino a lenguaje, a palabra armada y fingidora. El poeta, junto al lenguaje parece figurar como el epicentro de todo lo que ocurre, pero no hay que confundirnos por la ilusión que el propio poeta construye a su alrededor. En él no habita voluntad alguna, la voluntad encarna en las palabras que son capaces de construir una ilusión de la que todos somos partícipes, socios y víctimas: “Quieto, miro cómo se mueven, ante mí, las cosas;/ cómo se combinan, se expresan y se manifiestan;/ pero no intervengo,  sin embargo, en ellas,/ no sea que mi intromisión estorbe/ su secreto juego.”

            El poeta equivale pues a aquel hombre de la caverna imaginado por Platón. Al poeta corresponde quitar el velo de las cosas que inundan la superficie de todo lo que es, el poeta asume esa potestad tantos siglos negada, y en el camino su propio yo se diluye: “un yo que no soy yo y a quien tampoco me parezco”.

            Esa vieja aspiración del poeta de alimentarse de lo eterno e inmutable es una ilusión que dura poco en el poema. La figura del poeta, de repente, en la tercera estancia se derrumba ante la presencia de unos padres que hablan aún entre las viejas paredes de la casa de retiro donde todo sucede. El poeta ya no es entonces ese constructor de mundos posibles y laberínticos, sino que es el niño en los brazos de la gracia, no la de Dios, sino la gracia del mundo encarnado en el amor del padre, en el suave consuelo de un abrazo materno. El poema no se trata solamente de una larga disquisición desde la inteligencia, aunque por momentos eso nos parezca, sino del viaje a ese oscuro rincón en donde la emotividad es la que da lugar a la poesía, en donde la contundencia del poema es duro golpe al corazón del lector, a la conmoción de las lágrimas que escurren sobre las hojas de este bello libro de Antoni Marí.

            Desde hace muchos años soy un asiduo lector de Marí, gracias a mi querido Mario Bojórquez, traductor de todas las obras que de este poeta catalán se han publicado en México, incluyendo, naturalmente, Han venido unos amigos (Valparaiso México/ Círculo de Poesía). Era 2004 cuando Mario me leía con devoción a ese maravilloso poeta que había descubierto en uno de sus viajes. Aquella presencia poética se materializó muy pronto, en 2006, en un amigo entrañable, un poeta de esos de cabecera, de esos que sin darnos cuenta se apoderan de nuestro propio decir, pues nos brindan el más hermoso cristal con el que mirar el mundo… como ese cristal del autobús donde las montañas se iban quedando atrás, pues la urbe gris y cansada se veía más cerca cada vez.

 

 

Álvaro Solís  

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